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Thursday, November 23, 2017

PEDRO ROMERO

 Para muchos entendidos en la tauromaquia, Pedro Romero fue un visionario adelantado a su época, quien dijo y recomendaba, un siglo antes de que naciera Juan Belmonte y Manolete, la quietud del torero ante el toro, en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla: “…el que quiera ser torero, ha de pensar que, de cintura para abajo, se carece de movimientos… El toreo no se hace con las piernas, sino con las manos”.
EL ARTE DE TOREAR

BIOGRAFIAS DE LOS PRIMEROS TOREROS DE LA HISTORIA


Pedro Romero nació en Ronda, el 19 de noviembre de 1754 y falleció, en su pueblo natal el 10 de febrero de 1839. Descendiente de una dinastía muy conocida de Ronda, su padre Juan Romero y su abuelo Francisco Romero (véase en sus respectivas biografías ya mencionadas). También sus hermanos menores, José, Gaspar y Antonio fueron matadores de toros.
Los años de su infancia nada ofrece que merezca explicarse con particularidad, si decimos que recibió una muy modesta enseñanza, como consiguiente a su cuna, y que desde pequeño desarrolló unas fuerzas poderosas. Llegado a los 12 años, y deseoso su padre de ocuparlo en cosa que le fuese útil y lo separase del juego y entretenimiento propio de su edad, le aplicó al oficio de carpintero, lo cual no disgustó a sus amigos de juegos, a los cuales vencía siempre, merced a sus dotes físicas. A poco de ejercitarse Pedro Romero en las faenas propias del oficio de carpintería, descubrió una destreza y agilidad tan extraordinaria en sus movimientos, que unido a sus naturales fuerzas, hacía de él un joven con poder y de quien podía sacarse un gran partido, de haberle dado una educación gimnástica.
Entrado que hubo Pedro en más edad, y al paso que cursaba su nunca interrumpida carrera, se iba despertando en él una marcada inclinación al torero, con el consiguiente disgusto de sus padres, por no querer ocuparse de otra cosa. Ni los consejos más bien entendidos de una madre cariñosa; ni las más severas amonestaciones de la misma, tuvieron suficiente poder para distraerlo de la afición que al toreo tenía. Por entonces se anunciaba, en la población de Los Barrios una novillada, y varios señores de Ronda comprometieron a Pedro Romero para que fuese a matar dos, a cuya exigencia, él accedió, sin contar para ello con otros conocimientos que las breves y superficiales explicaciones que en varias ocasiones había oído referir a su padre.
En efecto, provisto el bisoño torero de los útiles necesarios para ejecutar cuanto era de su deber a causa del compromiso que había adquirido, asistió a la función y mató ciertamente los dos toros, sufriendo una cogida en el segundo, de la que resultó hecho pedazos el calzón de torear con que se adornaba, única gala que, de momento, poseía.
Ciento veinte reales le fueron entregados a Pedro Romero por vía de gratificación en aquella especie de novillada, y esta fue la primera recompensa que recibió el novillero que luego supo alcanzar tantos y tan señalados triunfos. Volvió a Ronda el improvisado matador de toros, y su angustiada madre le hizo el recibimiento que puede calcularse, olvidando la conducta de su hijo con el placer de estrecharlo contra su pecho; no obstante, amonestó a Pedro con la mayor severidad, y aun expresó su decisión en referirle a su padre, que se encontraba en Madrid, todo lo que ocurría, incluso la aventura del revolcón acontecido en la plaza de Los Barrios.
Pedro Romero suplicó a su madre, que no lo hiciese, protestando solemnemente de que no volvería a torear, y con esto tranquilizó en cierto modo a la autora de sus días. Poco después de lo sucedido, le propusieron torear dos novilladas en Algeciras, y olvidándose enteramente de sus anteriores protestas, se comprometía a matar dos novillos cada tarde por la remuneración de diez pesos cada una; lo que realizó con tan mala suerte, que fue cogido en ambos. Posteriormente, aunque en la misma temporada, fue ajustado para torear dos novillos en una corrida que hubo en Ronda, para lo cual fue invitado por aquellos caballeros maestrantes, recibiendo diez pesos por esta función.
Por la narración que llevamos hecha, podrán conocer los lectores que Pedro Romero no cejaba en su propósito, y que nada le importaba ya que su padre se cerciorase de su conducta, puesto que no se recataba de nadie. La madre lloraba en tanto los peligro a que su hijo se exponía, pero al propio tiempo rogaba por su vida al Todopoderoso, que es el único recurso de un padre cuando su autoridad no es bastante a separar a un hijo de la senda tortuosa que por su instinto se eligiera. Tal era la situación de la esposa de Juan Romero al llegar al mes de noviembre del año que nos referimos, época en la cual concluía éste la temporada de toros en Madrid, y regresaba a Ronda.
No hubo llegado, cuando fue instruido y abroncado por el padre, ante la conducta de Pedro. Éste recibió las broncas con notable tranquilidad y sin muestras de desagrado, postergándolo al olvido en tres o cuatro días. Cumplidos los cuales llamó Juan Romero a Pedro, y con esa gravedad que los padres de entonces usaban, generalmente entre su familia, le dijo estas palabras que el mismo Pedro Romero contaría después en varias ocasiones:
-¿Conque quieres ser torero, Periquillo?
- ¡Vaya, hombre!
Pedro fijó sus ojos en el suelo, y nada se le ocurrió contestar, quizá por temor a la cólera de su padre. Juan, que adivinó cuanto por su hijo pasaba, se vio precisado a decirle:
-Respóndeme, chiquillo, ¿quieres ser torero?
-Sí señor padre, dijo Pedro, eso no es ninguna deshonra, usted lo es, y yo quiero seguir la misma profesión.
-Pues mira, Periquillo, para ser torero se necesita ser muy bueno, o no serlo, conque asi, mírate en ello; piénsalo esta noche y mañana me contestarás.
No se volvió a hablar más palabra sobre el asunto la noche en cuestión, ni Juan quiso dilatar la tertulia por más tiempo. Pidió de cenar, y después de rezar lo que tenía de costumbre, se retiró a su lecho a esperar la salida del sol del siguiente día. Todos los que pertenecían a la familia descansaron tranquilos, excepto Pedro, que solo ansiaba la venida de la aurora, y cada momento que transcurría era para él un pesado siglo que entorpeciera su carrera para privarle de un vehemente deseo en expresar a su padre lo que por conclusión había resuelto. En tan penosa intranquilidad existía Pedro, cuando las campanas de la parroquia, que convocaban a misa primera a sus feligreses, le hizo conocer que el día se acercaba y a este acto religioso su padre acudía diariamente; y cuando salió de su habitación para este objeto, ya su hijo le aguardaba con impaciencia para manifestarle el resultado de su meditación. Después de dar los buenos días y besar la mano a su padre en testimonio del respeto que le profesaba, le dijo:
-Padre, quiero ser torero, lo he pensado bien y estoy resuelto.
-Bien, hombre, bien, ¿y cuantos toros has matado? Preguntó Juan a su hijo.
-Ocho novillos, padre.
-¿Y todos te han pegado? Interrogó Juan seguidamente.
-No señor, algunos no han podido cogerme, pero en dándome usted algunas lecciones, yo procuraré aprovecharlas para que no me enganchen.
-Pues bien, dijo Juan, deja que esté el toro delante, y yo te diré lo que has de hacer y de la manera que lo has de pinchar.
Esta narración del padre infundió a Romero tan sin igual satisfacción, que ya se consideraba con ella el más aventajado de los toreros e invulnerable ante el toro. Su alegría se la comunicó a su madre y demás familia, y acompañando después a su padre a la iglesia se conceptuó el mozo más afortunado de la tierra.
Era costumbre de Juan Romero, luego que concluía la temporada de la lidia en Madrid y regresaba a Ronda, celebrar anualmente una función de toros gratuita, por su parte, en acción de gracias por haber salido con bien aquel año, y el producto de ello lo dedicaba a las ánimas benditas; tenía solicitado el permiso para su ejecución, y como le fuere concedido, mandó anunciar en los carteles que su hijo Pedro Romero le ayudaría a matar los seis toros que aquella tarde debían de lidiarse. Esta noticia fue bien recibida de todos, y tanto los inteligentes como los profanos, anunciada se presentó Juan Romero en la plaza acompañado de su hijo Pedro, y una salva de aplausos resonaron por todos los ángulos de la plaza. A tan espontánea manifestación siguieron los vítores de los más afectos, y entre una y otra demostración de aprecio, ejecutaba Juan Romero con las reses diferentes clases de suertes que aumentaban el entusiasmo de los espectadores. Por último, Juan Romero se encargó de dar muerte al primer toro para aleccionar a su hijo y que este adquiriese una concisa idea de lo que era forzoso practicar.
Esta fue la primera vez que el lidiador, de que hablamos, vio torear a su padre. Todos los toros restantes de aquella tarde, se lidiaron a mano de Pedro Romero, excepto el cuarto, que, por ser un toro de mucho sentido, se hizo cargo el padre de darle muerte.
Veinte días después se le pidió a Juan Romero que torease gratuitamente en una novillada, que debía hacerse en el mismo Ronda, en beneficio de la iglesia del pueblo, que estaba en obras. Este no demostró ningún inconveniente, y, por el contrario, dio a conocer sus buenos deseos y suma complacencia en contribuir con lo que se le exigió; y teniendo lugar la corrida, Pedro Romero, con la complacencia de su padre, dio muerte a los seis novillos que se lidiaron.
Un lance desagradable pudo tener lugar en esta función en la lidia del cuarto toro, emanado de la valentía de Pedro para con las reses; pero el entendido Juan, libró a su hijo del peligro, haciendo un quite de bastante mérito, aunque no tan feliz como debiera, pues el veterano torero sufrió una buena cogida. El cura quiso pagar a Pedro Romero por aquel servicio, pero él rehusó y no quiso admitir, y de este modo concluyó el año de estreno en la profesíon de torero que Pedro Romero había abrazado.
Llegó el año siguiente y Juan Romero fue contratado para torear tres corridas de toros en la plaza de Jerez de la Frontera, a la cual llevó a Pedro como segundo espada, y aquí fue donde éste vio por primera vez la suerte de varas. En la misma temporada acompañó a su padre a las corridas que se celebraron en algunas plazas de Extremadura y en la costa de Málaga, donde toreó como segundo espada con su padre.
Cuando estas cosas ocurrían, contaba Pedro Romero 17 años, y a tal edad le acompañaban buenas formas, robustez, agilidad y una fuerza colosal, cuyas cualidades reunidas hicieron concebir grandes esperanzas de este torero, que ciertamente no fueron defraudadas, porque cada día se le notaban adelantos y progresos en su profesión. Poco tardó Pedro Romero en conducir su fama de buen torero por todos los ángulos de la península, recibiendo en todas las plazas los aplausos a que se hacía acreedor por el brillante desempeño de su ejercicio; hasta que tan merecida reputación le contrataron en Madrid.

En la Corte adquirió bien pronto las simpatías de todos los aficionados, porque veían en él a un torero consumado en cuanto al conocimiento de los toros, y que poseía un valor a toda prueba para ejecutar la suerte que más reclamaba la condición que exigía cada toro en su lidia.
Descritas estas particularidades, pasemos ahora a designar cuales fueron sus suertes más favoritas y en las que más se distinguió. Con relación a ellas diremos, sin temor de equivocarnos, que Pedro Romero poseía todas las conocidas en la muleta, con tanta perfección, que pocos le han aventajado; jamás huyó del toro cuando con ella adornaba su mano izquierda, y siempre hizo que el toro obedeciese a su impulso, como pudiera hacerlo al freno el más arrendado caballo; por ello libró su vida más de una vez evadiéndose de los peligros en que lo situaba su valor y confianza. Pero no era este, sin embargo, el motivo de su celebridad, ni la razón porque debía adquirir la reputación que tan justamente se le concede en el toreo; la más principal, lo de que por mucho tiempo no hubo ejemplo, fue la de liar su muleta y recibir el toro a muerte. Nadie le aventajó tanto en serenidad; ninguno le excedió en confianza; pocos pararon tanto los pies. Para confirmar más y más las justas razones que nos asisten al explicarnos de este modo, referiremos algunas de sus conferencias pronunciadas por Pedro Romero en Sevilla, cuando se le nombró maestro de aquella escuela de tauromaquia:
“El matador de toros, debe presentarse al bicho, enteramente tranquilo, y en su honor está no huirle nunca teniendo la espada y la muleta en las manos. Delante del toro, no debe contar con sus pies, sino con las manos, y una vez el toro derecho y arrancando, debe parar a aquellos y matar o morir”.

Tales principios eran los que Pedro Romero recomendaba a sus discípulos, y por su parte los observaba con tanta rigidez, que infinitas veces se le oyó recomendarlo a los mismos cuando les enseñaba la suerte de matar toros recibiendo, en cuyos momentos se explicaba de este modo:
-¡Parar los pies, muchachos, y dejarse coger que es la manera de que los toros se consientan y se descubran bien!.
Estas palabras sumamente compendiosas, demostraban cuanto podía desearse, y mucho más con la seguridad y confianza que eran vertidas por el maestro. Este fue su sistema y sin disputa el que le produjo a Pedro Romero la celebridad de que gozó, y la fama que corriendo pasará a la más remota posteridad.

Las facultades físicas del torero que nos ocupa, fueron ciertamente un elemento muy poderoso para su lucimiento, puesto que reuniendo las de tener una estatura alta, agilidad y unas fuerzas considerables, contaba con las más indispensables dotes para la lidia. Pero si el corazón y la inteligencia no le hubiesen acompañado, ¿Habría conseguido tanta aceptación y justo renombre? Creemos que no; su reputación fue general, nadie dejaba de confesar el mérito de Pedro Romero, y esta circunstancia hizo que trabajase en todas las plazas de España, recibiéndole el público con entusiastas aplausos. Aunque mencionadas las proporciones artísticas de Pedro Romero, nos queda de mencionar de los grandes conocimientos que tenía del toro, infinitas pruebas dieron de ello en distintas ocasiones entre sus mismos compañeros, a quienes siempre eran útiles sus advertencias, esperando un funesto resultado cuando las desatendían.
Para probar esta verdad queremos recurrir a las cartas insertas en un libro, que con el título de Fastos Tauromáquicos se publicó en la Villa y Corte por los años 1845, las cuales dan una idea clara de la maestría y conocimientos del gran Pedro Romero y dice así:
“En el mismo año que mencionamos, y toreando Pedro Romero con el dicho José Delgado “Pepe-Hillo” en la plaza de Sevilla, mató aquel toro que correspondía a este, y que Pepe-Hillo no pudo concluirlo en razón a una cogida que tuvo, de la cual resultó quedar imposibilitado por entonces, y Romero con su acostumbrada destreza lo remató de dos estocadas, no sin encontrarse con bastante exposición, tanto en los momentos en que empleó su capote para librar a Pepe-Hillo, como en el que se ocupó de la misma operación: “el bicho tenía muchos pies y había adquirido mucho sentido”.
“En las fiestas Reales que se practicaron en Madrid a consecuencia de la jura del Rey Carlos IV, dispusieron corridas de toros, como era, por consiguiente, y Pedro Romero acudió a ellas como también Pepe-Hillo y el inteligente Joaquín Rodríguez “Costillares”; presentáronse al señor Corregidor de la Corte, para que cerciorado de la asistencia de estos dispusiera lo necesario y procedente.
Esta autoridad llamó una mañana a los lidiadores de que hablamos y les dijo:
-Señores, paréceme conveniente, que en virtud a la igualdad de crédito que disfrutáis como matadores de toros, no haya categorías entre ustedes en las funciones que se preparan, ni que se guarde el orden de rigurosa antigüedad, sino por el contrario, que se encargue de la dirección de la plaza el que le toque en la suerte.
Los tres lidiadores que estaban en presencia del Corregidor, guardaron un profundo silencio, y la autoridad en cuestión continuó en la operación del sorteo que había preparado, el cual debía injustamente resolver, quien de los toreros aludidos era cabeza en las fiestas que iban a tener lugar.
Difícil sería deducir, después de tanto tiempo, las razones que al Corregidor asistieron para una determinación tan contraria a la práctica hasta entonces usada. Respetémosla, por lo tanto, sin que por ello dejemos de calificarlo de parcial, tal como se deja conocer a la simple vista de todos.
Se verificó el sorteo, y tocó a Pedro Romero el privilegio de ser en aquellas fiestas ser el primer espada de los matadores. Así era lo probable, y aquí está demostrada la parcialidad. Veamos ahora las causas que a todo influyeron.
No bien se hubo designado a Pedro Romero jefe de la lidia, cuando el Corregidor tomó por segunda vez la palabra y le dijo:
-Supuesto que ha tocado a usted la suerte de representar a los demás lidiadores y de titularse jefe de todos ellos en funciones, como primer espada en las mismas, deseo me exprese si se obliga a matar los toros de Castilla.
-Me obligo a matar los toros que pasten en el campo, fue la atrevida contestación de Pedro Romero.
-Bien, contestó el Corregidor.
Pedro Romero hubo de ignorar el motivo de la pregunta que le habían hecho, o más bien quiso dejarlo de manifiesto, y dirigiéndose nuevamente a la autoridad, que con su lacónica contestación no le había satisfecho al parecer, le preguntó:
- ¿Tendría Vuestra Señoría la bondad de decirme el por qué se me hace esta observación?
El Corregidor, que, sin duda, aguardaba tales o semejantes palabras, sacó un papel y contestó:
-Esa observación es hija de que el famoso Costillares y el aventajado Pepe-Hillo, han solicitado por medio de memorial, de que se prohibiesen los toros castellanos.
-Pues yo mato todos los toros, sean de donde sean, -contestó Pedro Romero definitivamente.
Aquí cesó la conferencia habida, y por consecuencia la conformidad de Romero, se lidiaron estas corridas de toros de Castilla, a las cuales dio muerte el torero cuya biografía relatamos. No terminó, sin embargo, este incidente de una manera agradable y satisfactoria. Un tal tío Gallón, encargado de encerrar los toros, soltó a Pepe-Hillo uno de estos toros, bien por equivocación, o maliciosamente; y llegando el último tercio de su lidia, tocaron el último tercio, Pepe-Hillo se preparó para tal fin. El toro habíase hecho de cuidado, y buscando defensa se pegó a las tablas que constituían el rincón del Paso Real, (Plaza Mayor de Madrid). Pepe-Hillo fue en su busca con la valentía que le era tan natural, Pedro Romero le seguía, aunque a cierta distancia. Pepe-Hillo desplegó su muleta para pasarlo de aquel sitio, y Pedro Romero, que conocía la desventaja del torero por el terreno que ocupaba, le dijo:
-Compañero, échese usted, fuera y saquemos de ahí ese bicho, mire que ese torillo es un tunante.
Pepe-Hillo volvió la cabeza, y por única contestación dirigió a Romero una mirada despreciativa, en la cual iban recopilados todos los motivos de queja que de él tenía a causa de los antecedentes habidos, Pedro Romero comprendió toda su fuerza y se retiró agraviado. Pepe-Hillo deseaba colocarse en la suerte, pero antes de conseguirlo, el toro se arrancó, y el resultado de ello fue lastimoso y casi trágico, sufriendo una cogida de la que salió muy malherido. Pedro Romero voló en socorro de su compañero, pero fue en balde, ya estaba hecho el daño, y solo pudo serle útil para tomarle en brazos y conducirlo al palco de la Excma. Señora Duquesa de Osuna, que era la protectora de Pepe-Hillo, y desde allí a la enfermería, en cuya operación tardó un cuarto de hora. Cuando Pedro Romero volvió a la plaza, el toro se hallaba en el mismo sitio en que causó tan desgraciado acontecimiento, y los demás espadas indecisos en acercarse al toro; luego que vieron a Romero tomaron aquello los estoques; pero éste, que conocía la causa de tanta apatía, les dijo con voz aterradora:
-Quietos, caballeros, quietos; después de tanto tiempo, ninguno ha tenido el valor de irse al toro, y ahora que me han visto quieren todos hacerlo. Yo lo despacharé.
Armó, Pedro Romero la muleta, y provisto de su formidable estoque se dirigió delante de la fiera, y colocado a una distancia regular, una de las veces que citó al toro, este se arrancó. Romero le dio un cambio en la cabeza, el toro se revolvió y liando este famoso matador, aguardó la embestida; el bicho no se hizo esperar y quedó muerto en el acto de un buen estoconazo, en todo lo alto de los rubios.
Esta suerte valió a Pedro Romero muchos aplausos.
En la plaza de las Angustias de Jerez de la Frontera, Pedro Romero le mató otro toro a Pepe-Hillo, en razón a que este no pudo hacerlo por haber tenido una cogida, de la cual le resultó una herida en la ingle, sin otras varias cosas que ocurrieron de idéntica naturaleza.
Entre los lances de que Pedro Romero fue autor, y en los que se justificó su serenidad, valor y conocimientos, merecen figurar en primer término los que expresan algunas cartas, tomadas de la obra que antes hemos citado, y que, con referencia a una corrida de toros ejecutada en la plaza de Jerez de la Frontera, dicen:
“Hoy ha estado felicísimo Pedro Romero, y ha hecho lo que no harían otros matadores; ha muerto un toro que se había hecho receloso y de sentido, cuando iban entrando en el ruedo las mulillas para arrastrarlo, se le dieron las voces de Romero, ¡Huye, huye! Y en efecto, volvió la cara y se encontró con un toro escapado que estaba entre puertas para entorilarle, y viéndose perdido, si echaba a correr, determinó recibirlo a muerte, y lo agarró tan bien, que acabó en el mismo instante que el que tenía a su espalda, y las mulas sacaron los dos a la vez, valiéndose muchos aplausos y obsequios”.
La segunda carta, notable por su contenido, está fechada en Madrid, el 17 de julio de 1789, y firmada por el picador de toros, Manuel Jiménez, y dice así:
“Esta tarde he podido quedar en los cuernos de un toro, y debo mi vida a la inteligencia y oportuno capote del maestro Pedro Romero, cada día más celebrado y admirado de sus discípulos y aficionados. El tercer toro me ha puesto en un aprieto, animal de mucha cabeza, de bastantes kilos y rematando el bulto, tan luego como le cité me arrancó, y le puse una bara por cima del buquero, cuando sintió el hierro, se creció, y recargando de nuevo, me tiró delante de la puerta del arrastre, se levantó el caballo y me quedé tendido a la larga a cuerpo descubierto. Pedro Romero se hallaba a una distancia regular con el capote en la mano, y el toro puso la vista en mí sin embestirme y solamente se alegraba cada vez que miraba al torero, a Pedro Romero, y luego a mí, y cuando este movía el capote, el toro volvía a mirarle a él. Esta disposición del toro era fatal, y mi vida corría un inminente riesgo, porque no partiendo a ninguno de los dos, y permaneciendo aplomado, le daba lugar a dirigirse a cualquiera y tener una cogida, en esta confusión oigo la voz del maestro Pedro Romero que me dice: “Tío Manuel, levántese usté, sin cuidao”.
 Yo quise hacerlo, pero como estaba tan pesado, tardé en verificarlo, y enseguida tomé la barrera, Romero se fue retirando, andando para atrás, hasta cierta distancia; el toro se mantuvo quieto en el mismo sitio, y aquel no corrió, no fuese que la fiera se volviese, y en vez de seguirle, se volviera hacía mí, en cuyo caso, no hubiera podido librarme, porque todavía permanecía en el estribo de la barrera”.
Otra carta la escribió un aficionado de Madrid a otro que residía en Cádiz, con fecha 23 de mayo de 1785, y hablando del matador de toro que nos ocupamos, que, por cierto, bastante entusiasta, que entre otras cosas decía:
“Entren todos y salga el que pueda. Pedro Romero es el mejor torero del mundo, su muleta es de un mérito especial y de lo que no hay ejemplo; los toros de esta mañana, a pesar de no ser muy bravos, los ha lidiado con gracia y mucha maestría; pero le hemos visto hacer un quite al picador Carmona, que solo estando presente puede apreciarse cual corresponde. No obstante, como usted es inteligente, se lo expresaré con algún esmero para que se persuada de lo que vale esta cuadrilla con semejante jefe a la cabeza.
Es el caso, que se lidiaba el quinto toro de la tarde, y el picador Carmona se hallaba preparado para la suerte, debajo del balcón del señor Corregidor; el toro desafiaba al bulto, escarbando, y Carmona le obligaba en su terreno, en cuya situación permanecieron dos o tres minutos, hasta que por último el toro se arrancó; sin perjuicio, pues el jinete se agarró bien con la puya, el bicho era muy duro y empujaba en términos que le derribó al caballo, provocando la caída de Carmona, de lo cual resultó que este quedase tendido debajo del caballo, aunque sin lesión alguna. El toro era pegajoso y remataba bien, por lo que no cesó de dar cornadas al caballo, levantándole estando enganchado a él. En estos momentos, Pedro Romero, metió el capote y despegó a los dos animales, saliendo el caballo a la carrera y quedando el toro aplomado. Carmona, que solo se había cuidado de incorporarse para tomar la barrera, no atendió a la situación que la res ocupaba; pero ya de pie, notó con sorpresa que su posición muy expuesta, y que se hallaba colocado entre el toro y el capote de Pedro Romero; a éste, que le constaba la índole del bicho, y por consecuencia el riesgo infalible del picador, se le ocurrió en este momento el único medio de evitar la catástrofe que debía terminar aquella escena, y con una velocidad inexplicable, se pasó el capote a la mano izquierda, y dando con la derecha un fuerte empujón a Carmona, cayó este de boca al suelo, y el toro en su arranque, no se encontró otra cosa que el capote de Pedro Romero, que llamó al lado opuesto de donde el picador estaba. Este quite tan hábilmente practicado, y con la oportunidad y ligereza que exigía tan peligroso lance, no pudo menos que entusiasmar a los espectadores, que hasta entonces habían padecido una terrible curiosidad durante toda la escena que llevo relatada. Tan pronto como el picador se levantó, se dirigió a Pedro Romero y le dio un abrazo, como prueba del distinguido servicio que le acababa de hacer librándole de la muerte”.
Otra de las anécdotas de Pedro Romero tuvo lugar en el madrileño pueblo de Torrelodones y se cuenta así:
“Salió un toro salmantino, tan ligero de pies y ágil de movimientos, que saltó la barrera y llegó al tendido, hiriendo a varios espectadores y matando al alcalde de Torrelodones, que presenciaba la corrida. Se produjo tal confusión ante aquel inesperado acontecimiento, que descuidaron el cierre de una puerta que daba a la calle y el toro, salió de la plaza, y en lugar de dirigirse al campo, que sería la querencia natural, se internó en la población. Pedro Romero, que nunca perdía la serenidad, cogió la muleta y la espada, subió a la grupa del caballo, con el picador Antonio Galiano, que estaba en el ruedo, le mandó que galopara en seguimiento del toro. Así lo hizo, y lo alcanzaron a la entrada del Paseo del Prado, que estaba muy concurrido de gente. Pedro Romero, desmontó del caballo, y en medio de la calle, sin sitio para guarecerse, ni peones que le ayudaran, le dio una brillante brega de muleta y lo mató, recibiendo, de una magnífica estocada. Así salvó Pedro Romero a Madrid de una gran tragedia ese día”.

Muchos hechos de igual naturaleza a los expresados, brillan en la vida de este célebre lidiador, consignados todos en documentos, porque su condición espontánea, merecen entera fe y crédito, siendo además notorio que el capote de Pedro Romero salvó la vida a numerosos toreros de renombrada reputación; por lo que siempre mereció el título de maestro, que todos le concedían. Así se tuvo presente, cuando en virtud de la Real Orden expedida el 28 de mayo de 1850, se creó en Sevilla la Escuela de Tauromaquia, de la que Pedro Romero fue nombrado primer director.
Mencionadas ya todas las propiedades artísticas de este célebre torero, pasaremos a relatar las concernientes al hombre, en las que este buen torero no era menos aventajado. De un trato dulce y afable, reunía un corazón humano, su comportamiento, caballeroso siempre, le hizo apreciable hasta en los más elevados círculos sociales, sus maneras eran juiciosas y de tan buen género, como circunspecto en su trato, su principal cuidado era aparecer bien ante sus numerosos amigos, y no dar importancia al mérito en que se hallaba dotado. En la plaza era sumamente cuidadoso para evitar desgracias, defensor de sus compañeros, y el primero en manifestar su parecer cuando en el ruedo se encontraba con algún toro de “cuidado”.

Concluiremos manifestando que los toreros contemporáneos a Pedro Romero, le concedieron unánimes un extraordinario conocimiento de los toros, y en su mayor parte, si no todos, rindieron tributos a su inteligencia, según así lo hemos demostrado. Últimamente diremos, que ajustada una minuciosa cuenta de los toros que mató Pedro Romero en las distintas plazas públicas donde toreó desde los años de 1771, en que empezó a figurar como espada, hasta 1799, según nuestra indagaciones, mató a más de 5600 toros, número bastante excesivo y más que suficiente para probar  de lo que era capaz y de que se le pudiera juzgar con toda exactitud sin temor de aventurar un juicio equivocado, como pudiera decirse de quienes han limitado su carrera artística a un reducido periodo de tiempo.
1800 fue el año en que Pedro Romero cesó en la lidia de toros, y se dedicó exclusivamente al cuidado de las ganancias e intereses que había sabido adquirir, exceptuando el tiempo que dirigió la Escuela de Tauromaquia de Sevilla. Y cuando esta escuela quedó disuelta, Pedro Romero se volvió a Ronda, su pueblo, donde permaneció por algún tiempo, al cabo del cual lo trajo a Madrid un asunto propio, que resolvió brevemente, más como quiera que los aficionados a los toros de la Corte, los más jóvenes, no conocían a este célebre torero, sino por la fama que había disfrutado en su pasada época, y por lo que tradicionalmente adquirieron de pocos hombres antiguos que se titulaban testigos principales de las proezas de Pedro Romero, hubieron de comprometerlo con tan especial habilidad, que el famoso y jubilado torero accedió a torear en una sola corrida, a la que asistieron con avidez cuantos a este género de diversión tenían apego. Inútil sería explicar el recibimiento que el galante público de Madrid preparó al antiguo matador.
Llegado el día de la corrida, todos despacharon sus negocios para no desaprovechar la hora del comienzo de la corrida. El empleado meditaba una disculpa legal para justificarse de la falta al punto de su destino. El comerciante paralizaba la acción de sus especulaciones. Y todos con el mismo afán se sacrificaban con la mayor satisfacción, para asistir a una función que sólo tenía de extraordinaria, la salida al ruedo de Pedro Romero. Avanzó el día y con él aumentó el entusiasmo de la gente, pero una vez en la plaza, y dada la señal de trompetas y timbales, todos aguardaban la salida de Pedro Romero, para admirarlo, cual héroe que vuelve victorioso de mil conquistas.
Se presentó Pedro Romero entre una continua agitación de palmas y vítores, en un incesante movimiento de los concurrentes al festejo. El acreditado matador de toros contestaba afectado a tan elocuente muestra de aprecio, y estamos seguros de que en aquellos momentos habría querido tener la aptitud que, en otras ocasiones, para emplear todos los recursos de agilidad y arte, con el fin de complacer a quienes tanta deferencia le tributaban y tanto aprecio les debía.
No pudo a pesar de todo, sino cubrir en cierto modo el lugar que ocupaba. Dio muerte a los toros que le correspondieron, y aunque sin elementos ya, a una edad avanzada, se le vio practicar esta operación bajo los mismos principios que tanto recomendaba. Después del descanso consiguiente a tan pesado trabajo, emprendió su regreso a la ciudad que le vio nacer, y rodeado de su familia permaneció algún tiempo, hasta que el 10 de febrero de 1839, cerró los ojos a la luz del mundo, en medio del más general sentimiento de sus discípulos y amigos.