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Thursday, February 15, 2018


CURRO GUILLEN



Cuando teniendo apenas el tiempo que necesita el valiente para apreciar el riesgo, se encuentra precisado en ciertos y determinados casos a encargar al arrojo el oficio que compete a la prudencia, bien está el atrevimiento en el torero; pero cuando se desatiende esta virtud porque equivocadamente se hace consistir el pundonor en el desprecio al peligro, dejando al arbitrio de la casualidad el mérito de aquellos hechos, y abandonando la vida al azar, el osado pasa a ser temerario entonces, apenas tiene en su desgracia derecho alguno a la compasión. Y por la observancia de este erróneo y mal entendido sistema, ¿qué se consigue? Que el desastre infructuoso, lejos de acreditar a quien lo sufre, mortifica a los que lo presencian.
Por el desgraciado fin del matador de toros, cuyos apuntes nos ocupan, desearíamos que los que en esta profesión les han sucedido, fueran o no prudentes en la significante de la palabra, al menos precavidos, teniendo para ello muy en cuenta, que esta última cualidad agraciada por la destreza, aventaja el crédito de una manera extraordinaria, y evita además las contingencias de una desgracia.
Nadie desconoce que el esfuerzo físico del torero es importante cuando se vé acometido por el toro, y que de ningún modo alcanza aquel a parar el golpe que le descarga el enemigo, quién reúne fuerzas infinitamente más superiores y al mismo tiempo hallase dotado de cierta intención natural, que se refina y aumenta proporcionalmente al paso que experimenta el castigo. El aficionado a esta clase de fiestas, por exigente que sea, comprende que la destreza y el arte regularizado con el bien entendido valor, son los elementos que únicamente puede eludir el ímpetu feroz del animal, el inteligente mide la entidad de la suerte por el riesgo que el diestro supo evadir, y el espectador en general, propuesto solo a divertirse, aplaude con inexplicable satisfacción la cautela que proporciona los goces que fue a buscar a la Fiesta. Por estas razones hay que hacer lo posible por entender al torero, que el público reconoce en el torero que acertadamente se resguarda o precave del peligro innecesario, que reservándose para mejor ocasión, fía a su criterio la apreciación del riesgo a cuya superioridad no quiso sucumbir; y que mira con sobresalto al osado, o ya al temerario que sofoca sus instintos de conservación, bien porque irritado con la fiera la mira como a su enemigo personal, o ya porque más rígido consigo mismo que lo son sus jueces, siente a su espalda un descrédito mayor que el enemigo con que lucha. Este era el temple del acreditado torero que a continuación vamos a biografiar.
Francisco Guillén era valiente, entendido, y entusiasta de su reputación, gallardo y querido de los demás; y sabiendo apreciar justamente sus favores, nunca les mostró su cara descolorida, ni pudo permitirse que su figura apareciese en la huida menos garbosa de lo que él la apreciaba en la espera. Así podemos decir, sin temor a equivocarnos, que este aventajado torero, jamás dio muestras de verse atacado por el más leve temor a un toro; completo lidiador, banderilleaba sin haberlo aprendido, picaba sin ser caballista ni conocer por principios la entidad de la suerte y finalmente mataba toros con la ayuda de su inimitable mano izquierda, de una manera pasmosa, y todo esto, ¿a quién es debido? A su extraordinario valor, a la apreciación que de sí mismo tenía.
Nació Curro Guillén en el pueblo de Utrera, en la provincia de Sevilla, en el año 1788. Fueron sus padres, Francisco y María del Patrocinio Rodríguez, de los cuales heredó Curro la afición al toreo, puesto que su padre fue segundo espada en la plaza de Madrid y otras del Reino, y su madre hija de Juan Miguel Rodríguez, matador de toros también, prima de Joaquín Rodríguez “Costillares” y hermana de José María Cosme, afamado banderillero, afamado banderillero y suplente de espada en distintas ocasiones.
A los cinco años, Curro Guillén junto con sus padres cambian de domicilio a Sevilla, y conforme crecía en edad, aumentaba su extraordinaria afición al toreo. Las sillas de su casa le servían para practicar sus primeros pases de ensayo, y a pesar de su corta edad, ya se le veía regularizar los pases de muleta, con cierta propiedad, que denotaba lo que en adelante debía valer.
De esta sencilla operación, pasó a complicar sus juegos destinando otra silla para el toro, y rodeándose con los demás, los cuales representan para él el público que le observaba. Aquí ya se colocaba en posición de favorecer a los picadores, ya metiendo su capote con la oportunidad que le era necesaria, o bien capeando y haciendo recortes y otras mil suertes de utilidad, según creía conducente a la situación que en su fantástica imaginación se habría colocado el toro y el supuesto picador. Seguía después la suerte de banderillas, y Curro Guillén las clavaba sin interrupción, procurando hacerlo de la manera más difícil en su concepto, terminando el primer periodo de la lidia con varios recortes que figuraba con el ánimo de acortar de pies a la fiera y predisponerla a la muerte. Resonaba en sus oídos el eco del clarín que ordenaba la muerte del toro, y después de tomar la muleta y una espada de madera que al efecto poseía, ejecutaba la operación de la manera más breve y airosa, no sin haberse antes dirigido a brindar la muerte del bicho a uno de los ángulos de la sala, a las personas que, a su juicio, le observaban. Por último, tomaba el supuesto estoque del sitio que lo había clavado, y saludaba a la pared, como en contestación a los aplausos que en sus oídos resonaban, concluyendo por enderezar con el pie la espada que le había servido para sacrificar a la fiera. De este modo hacía Curro Guillén sus ensayos diariamente como si alguna voz secreta le anunciase las glorias que en la profesión de torero debía alcanzar más adelante.
De más edad hacía Curro Guillén que sus amigos supliesen a las sillas, y con ellos organizaba ya una función completa, estableciendo picadores, banderilleros y demás, reservando siempre la dirección o ganándolo con su puño si encontraba oposición, para no menguar desde esta época el renombre que le estaba destinado. Ya aquí se hacia la fiesta más variada, pues a cada paso se le veía ejecutar una nueva suerte, cuya invención era propia, las cuales le valían aplausos y consideraciones de los demás muchachos, que siempre le cedían el puesto reservado a la inteligencia que cabe a semejante edad.
Ya por entonces aparecía Curro Guillén como notable, si no para el público en general, que todavía desconocía la existencia de este, al menos para quienes observaban esta clase de juegos, que era a los únicos que se prestaba. Graciosas son las tradiciones que tenemos de los entretenimientos tauromáquicos del torero de quien tratamos, baste lo dicho para formar una idea de sus antecedentes, que creemos bastantes, en atención a que sus hechos más principales serán expuestos cual corresponda a su notorio crédito, que con justicia adquirió, y que consignaremos para que pase a la posteridad; sirviendo de utilidad a los que se dedican al difícil arte de torear.
Si Curro Guillén se hubiera dedicado a otra profesión de las que queda un recuerdo perpetuo por la perfección de una obra que supo el artista construir, se habría indudablemente inmortalizado, según los recuerdos que dejó en su primera salida al toreo, tanto en el concepto de lo satisfecho que el público quedó, como la tierna edad que contaba. Quince años, no cumplidos, cuando Curro Guillén se estrenó en la plaza de Gerena, matando dos toros con la propiedad de un consumado torero. Pero este primer trabajo emprendido sin conocimiento de su madre, no se crea que Curro lo solicitó demandando favor, ni del modo que parecía consiguiente a su situación de aprendiz, no; se presentó cual otro que, descansando sobre sus pasados triunfos, está satisfecho de sí propio, y no permite que nade evalúe su trabajo. Así fue, que lejos de ello apareció con cierta importancia ajena del que se encuentra en su caso, y no como quien deseando ejercitarse deja por una decente cantidad con lo cual sorprendió a su madre que al ver en sus faldas las primicias del toreo, lloró más y más tiernas lágrimas, que las que había derramado por el hijo querido, cuyo paradero antes desconocía.
Este primer paso practicando en la forma que dejamos referido, sirvió de mucho para su crédito, pues se le miraba, aún por los mismos toreros, con cierta deferencia propia al que se lanza a un ejercicio, empezando con aceptación por donde otros concluyen, sin dejar más idea que la de su cualidad.
También contribuyó a la conducta atrevida de Curro, que tal nombre debe darse, a que varias personas, de alguna importancia, se declarasen sus protectores y le proporcionasen ocasión de aventajar su fama. Entre ellos citaremos al rico hacendado Don Joaquín Clarabon, coronel del Regimiento de Barbastro, de guarnición en Sevilla. Este caballero le preparó a Curro una corrida de toros en susodicha capital, para la cual le regaló una magnífica espada adornada con insinuantes moños y un capote de seda cuya circunstancia llamó la atención del público que acudió con avidez a la fiesta preparada.
Los pocos años de Guillén, su gentil presencia y el acierto de las estocadas que dio aquella tarde, le granjearon tan numerosos y entusiastas aplausos, que su reputación se elevó a una altura eminente; terminando este tributo al mérito con la conducción del nuevo matador de toros, desde la plaza de toros a su casa, en medio de inexplicables vítores, interrumpidos por el ruido de una banda de música militar, que su protector le había dispuesto para hacer memorable el día de su estreno en el toreo.
No desconocía, Curro Guillén que estas muestras de aprecio eran un pesado impuesto, más que a su gratitud, a su inteligencia. Comprendió también que reclamaban de él un gran torero, y considerándose un bisoño afortunado, quiso hacerse a sí mismo maestro, fundando en el matadero de Sevilla la escuela práctica donde debía aleccionarse bajo propia diversión. En este establecimiento permanecía Curro, adelantando en el arte cuanto era posible, a quien como en él, simbolizaba la inclinación con las dotes físicas; ambos elementos marchan de común acuerdo, y de este modo se familiarizó con el ganado en unos términos que consiguió conocer todas las propiedades adherentes a las reses. Toreaba todos los días dos o tres horas, y de esta ocupación, como de lo mucho que se arrimaba a los toros, llevaba con frecuencia señaladas muestras de girones en sus ropas.
Con tales ejercicios, se iba desarrollando la musculatura de Guillén en unos términos, que bien pronto adquirió una fuerza “hercúlea”, en la cual fiaba su intrepidez, y perfeccionó las formas, que sabía lucir en sus naturales movimientos y posturas de torero tan arrogantes como airosas. La justa celebridad que Curro disfrutaba poco tiempo después que esto tuviera lugar, produjo que fuese llamado a diferentes plazas de provincias, donde mató con el arrojo e inteligencia que le era tan natural, fundado uno de los motivos de crédito, en no huir jamás del toro. No solo desempeñaba Guillén el cargo de matador, sino que también banderilleaba con una destreza extraordinaria, y queriendo ser completo en su arte, picó por primera vez un toro en Cádiz.
Cuando Curro llegó a la edad de 24 años, debutó en Lisboa y toreó en seis corridas, en las que fue contratado. Le vieron los portugueses con inexplicable entusiasmo.
Cuando Curro Guillén concluyó su compromiso en la capital del vecino país, regresó a Sevilla, donde a su llegada supo la prohibición de las corridas de toros, cuya disposición fue debida a la orden de Manuel Godoy. Se volvió a Lisboa, y allí continuó con su oficio con idéntica aceptación de cómo lo había dejado en su primera visita, y cada vez notaba que su método de torear, un nuevo motivo de admiración, por parte del público, por su acostumbrada intrepidez y maestría.
Al hablar de la primera visita del matador a Lisboa, depusimos algún dato, sin menguar la verdad, la seriedad que nos hemos trazado en estos apuntes, no sin justo motivo, pues sabedores de muchas escenas en las que Curro representó el principal papel, habidas en la capital portuguesa, por parte de las mujeres, el agasajo con que recibieron al torero en cuestión, cuando contenido en los límites de la buena crianza, solo aspiraba a la estimación de las féminas; pero cuando ya más galán miraba Curro el simple aprecio de los demás como algo pasajero, y comprendían la gran timidez del torero.
Restablecida la orden y permitidas las corridas de toros en España, volvió Curro Guillén, y en la primera temporada en que se le vio torear, ejecutó en su profesión prodigios de valor y destreza que se conservaron, por mucho tiempo en la memoria de los aficionados.
Corrió el tiempo y llegó la época de la Guerra de la Independencia, por la cual contrataron a Curro en Madrid para unas cuantas corridas, y en una de ellas, que se hizo memorable, picó cuatro toros en competencia con Luis Corchado.
Después fue contratado en Cádiz, y en la misma temporada picó otra corrida de toros de Cabrera, con igual intrepidez que si hubiera sido esto su fundamental profesión.
Vuelto a Sevilla, y siguiendo su antigua costumbre, mató un gran número de toros en aquel matadero. Este motivo de diversión para este torero, le obligaba a hacer más parada en aquella ciudad, y dio lugar al suceso que vamos a referir. Fue en Ajeza, paraje inmediato a Sevilla, punto a que los naturales del lugar llaman el tablar, un toro de diez años, huido de su ganadería, había adquirido la costumbre de dormir en el agua, saliendo al amanecer por las campiñas vecinas, donde perseguía a toda persona que divisiva. El vicio de aquel toro y la bravura que se le concedía, fueron objeto de diferentes conversaciones en varios círculos, y más principalmente entre los toreros. Un día se refirió entre Curro Guillén, que con otros de su oficio se hallaba en la puerta del Matadero, y todos se creyeron capaces de sortear aquel toro, no faltando quien se brindase a darle castigo para ahuyentarlo de aquellos sitios. Curro guardó silencio y la conversación fue variada, sin que se tocase más en algunos días. Pasados estos, y visto que nadie daba pruebas de haber satisfecho el compromiso, se dirigió una noche al paradero del toro, entró con su caballo en el agua, y no pudiendo conseguir que el toro se moviese, salió a la orilla. Se rodeó la brida del caballo a la muñeca y se echó a dormir.
Alerta Curro al amanecer, vio salir al toro y dirigiéndose hacia él, se preparó para sortearlo, y puesto en la suerte con su manta, lo empezó a torear. Media hora tardó en cansar al toro, que furioso cada vez más, se esforzaba en engancharlo, pero visto que no podía conseguirlo, después ya rendido, le fallaron las patas y se echó en tierra con la lengua fuera, de cuya situación, se aprovechó Curro para cortársela, lo cual consiguió mancornando al toro antes, para evitarle los medios de defensa. Provisto del testigo de su triunfo, se retiró de aquel sitio, marchándose seguidamente a su casa.
Uno de los toreros comprometidos, se encaminó esa misma mañana a ver al toro desde una prudente distancia y hallándolo, con gran sorpresa suya, en aquella inofensiva postura, se acercó y le cortó el rabo, retirándose inmediatamente y ansioso de ostentarla entre los demás toreros.
Se hizo entre los toreros la demostración del nuevo trofeo, y Curro Guillén, con calma, demandó los pormenores del lance, al supuesto héroe, aunque no tenía corazón para ejecutar aquella obra, no le faltaba talento para pintarlo con tan vivos colores, que la reunión se disponía a concederle hasta laureles.
Curro le reconvino entonces por la falsedad y sacó para mayor prueba la lengua del toro. Todos quedaron admirados de la explicación que le escucharon y miraron con el asombro propio a grandes y difíciles hazañas, quedando confundido el otro colega.
Descritas estas particularidades concernientes al torero en general, trataremos ahora de sus elementos particulares y del método especial que tanta y tan distinguida reputación le hizo adquirir. Nacido Curro Guillén para el toreo, no desconocía el partido que podía sacar de sus naturales dotes. Corpulento, ágil, forzudo y de un valor a toda prueba, contaba con los medios para dar a su espada una impulsión más que suficiente para quedar airoso en todas las suertes que al toro se le colocase. Perito en el Arte, comprendía que una estocada bastaba para dar muerte al toro, y que esa debería ser la primera, porque de este modo se conciliaba la facilidad y el lucimiento, por lo mismo, animoso e inteligente, aprovechaba el momento oportuno para despacharle de una estocada mortal. Tan repetidas fueron las ocasiones en que a la primera estocada dejó Curro tendido el toro a sus pies, que ya aquel tino parecía casi instintivo y tenía cierto carácter providencial de imposible explicación. Innumerables y a cuál más entusiastas eran los aplausos que por ello recibía.
Las circunstancias particulares ocurridas después de esta época con el torero que tratamos, nos mueve a referirlas, si no en su totalidad, al menos en determinadas corridas, que se hicieron objeto de públicas de públicas conversaciones por bastante tiempo, en razón a la bravura del ganado lidiado en ellas.
Habiendo vuelto Curro Guillén a Andalucía y siguiendo en su empeño favorito de asegurar la muerte del toro a la primera estocada, le alcanzó un toro y sufrió una cogida, de la que resultó gravemente herido en el muslo, y arrancándole una oreja de un pisotón de la fiera.
Se preparó otra corrida igual, respecto al ganado que la anterior, donde debiera matar Curro Guillén; pero como su larga y penosa curación no le permitía torear, llamó a Lorenzo Baden para que le sustituyera, este respondió que no se determinaba, Curro al oír semejante contestación, saltó de la cama, pidió su ropa, se presentó en la plaza, con la incomodidad de los vendajes y una gran debilidad, mató de ocho estocadas los ocho toros de la tarde.
Otra de las heridas que Curro recibió, fue a consecuencia de su natural propensión de ser obsequioso con las damas, al quitarle una divisa a un toro en la plaza de Zaragoza, la cual se la había pedido, por antojo, una guapa y linda aragonesa.
Pasó a Madrid después de estos acontecimientos y en esta plaza lució su extraordinaria habilidad para descabellar los toros. Este ardid era un adorno a su profesión, y en él no solo un recurso para concluir a los toros moribundos, sino también una difícil suerte que ejecutaba, hasta en los primeros pases de muleta, con una oportunidad y acierto admirables.
En esta temporada, que fue la última que toreó en la Corte, se proporcionó varios lances muy vistosos, que contribuyeron a aumentar su justa reputación, ya general y casi europea.
Citaremos también, ya que de sus condiciones como lidiador hablamos, la afición que más dominaba a Curro Guillén. Esta se reducía a conocer más a los toros en sus terrenos, y persuadirse de sus cualidades, toreando sin el auxilio de burladeros y en parajes escabrosos, con lo cual gozaba infinitamente, si atendemos a la frecuencia con que asistía a las dehesas destinadas a la cría de ganado bravo.
En Castilla concurrió en distintas ocasiones, refiriéndose algunos festejos de cierta importancia, que no mencionamos, porque creemos, que, con lo expuesto, ya nos hemos podido formar una idea exacta del toreo que hemos descrito de Curro Guillén. Por ello concluiremos relatando el último periodo de su vida, de la manera concisa que debe ejecutarse cuando se trata del fin de un hombre cual hablamos, inspira simpatías e interés. Regresado Curro por última vez a Andalucía, toreó algún tiempo en las distintas plazas de esta región, y últimamente fue contratado para la plaza de Ronda en una corrida que debía tener lugar el día 20 de mayo de 1820. Este fue el último día de su existencia. Se presentó a la corrida lujosamente vestido, como tenía de costumbre y saltó al ruedo un toro de Cabrera, cuya casta era la más recomendada por esta época, y hallábase Curro Guillén descuidado atendiendo a lo que le decía desde un tendido. El toro que se lidiaba se dirigió a él, y como le viera Juan León, banderillero entonces de este célebre matador, le gritó: “¡Fuera Sr. Curro, fuera!”.
Curro, que jamás había cejado de su propósito de no huir, volvió la cara para sortear al toro, que así pensaba atacarle; pero este había ganado mucho terreno, y no dio lugar sin a defenderse con hábiles recortes, que Curro poseía como torero consumado. Por algunos momentos estuvo dudosa su salida, que tal vez habría sido feliz con otro toro de menos sentido que los de la citada casta; pero cuando al torero le fallaron los recursos, el toro se le echó encima y echándoselo a la cabeza, le dio tan tremenda cornada, que Curro Guillén quedó muerto en el acto.
Se ignora si este suceso causó en aquellos momentos a los espectadores consternación por desastre o irritación por la temeridad, es lo cierto, que, pasados los primeros impulsos de las pasiones, porque cada uno se encontraba dominado por el pánico, todos sintieron una desgracia tan lamentable como inoportuna y sin tiempo, cuyo sentimiento se conservó por mucho tiempo en los que lo presenciaron.
Su falta no pudo reemplazarse tan brevemente como se creía, pero algunos de su cuadrilla y discípulos, de quien trataremos también, acreditaron muy pronto la fuente donde recibieron las lecciones necesarias a tan difícil como expuesta profesión.