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Friday, February 17, 2017

PRINCIPIOS DE LA TAUROMAQUIA

Agonizaba el toreo a caballo y nacía el fervor por el toreo a pie. Serían las Reales Maestranzas de Sevilla, Granada y Zaragoza, así como los gremios de Granada y Zaragoza, y no digamos la de Sevilla, así como los gremios y hermandades, las instituciones que estimularían la fiesta de los toros. La afición por el toreo había sido heredada de lleno por el pueblo, que empezaba a convertir en plebeyo un deporte esencialmente elitista.

Se van orillando los lugares donde, tradicionalmente, se celebraban las corridas de toros. El mismo rey patrocina la construcción de una plaza de toros de madera en la castiza Puerta de Alcalá de Madrid.
También en Sevilla, en 1772, se alza una plaza cuadrangular muy cercana al río Guadalquivir.
En cuanto a los protagonistas, no existe todavía ninguna reglamentación, ni tercios, ni reglas para aquel “toreo” que aquellas valientes cuadrillas de toreros llevaban a cabo, matando los toros como ellos medianamente sabían o querían. La brega era sin destreza, sin arte, casi una brutal pugna de poder a poder, totalmente salvaje, con escasos recursos, y claro está, con gravísimas cogidas.
Ni que decir tiene que estas primeras “cuadrillas de toreros estaban compuestas por aventureros que ofrecían un espectáculo que en nada se parecería al de hoy en día, aunque les sobraba gallardía y una virilidad por su parte asombrosas. Había que tener también en cuenta la sensibilidad de un público bronco, que en nada se parece a quienes, hoy, soslayan, de alguna manera, lo que de cruento le pueda quedar a nuestra fiesta nacional y acuden a las plazas a solazarse con el arte de los toreros, la lentitud y la parsimonia de las suertes. Por el contrario, en aquellos tiempos, gustaban de asistir a un espectáculo que, básicamente, consistía en la lucha de unas cuadrillas de desesperados contra una fiera, a la que aguardaban en el centro de un improvisado redondel. Es fácil imaginar que aquello se convertía en un brutal baño de sangre.

La esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, se declaró enemiga de las corridas de toros y el Rey, de alguna manera, trató de inhibirse de la Fiesta, evitando su presencia en las plazas de toros.
Lo más destacable de esta época anárquica del toreo, de transición entre el arte ecuestre y el ejercicio de burlar a las reses a pie, vino de la mano de los lidiadores navarros, espléndidamente reflejados en la famosa Tauromaquia de Don Francisco de Goya. Los navarros interpretan el juego con el toro de una manera atlética, deportiva, desprovista de arte, pero preñada de valor y audacia. Dice Néstor Luján que el toreo navarro se compone de lances de un valor brutal; saltos de todas suertes, alardes de mozos con la cabeza calentada por el vino riojano. Es un toreo de un valor dislocado, conducido a veces por una habilidad lúcida y astuta, como de titiriteros.
Lo que se admira, en definitiva, es el valor por el valor, el arrojo, el riesgo desmesurado. Hasta para ser espectador había que ser valiente. Se necesitaban unos nervios muy templados para poder entender aquel forcejeo desenfrenado con las fieras.

Bernardo Alcalde y Merino, conocido por El Licenciado de Falces, nombre que popularizó Goya, había nacido en el pueblo navarro de Falces. Su figura no es también conocida por medio de Don José Daza, el excepcional jinete que ocupó un lugar privilegiado en la transición del toreo a caballo al ejercicio del toreo a pie. Tanto Daza en su Cartilla Taurómaca como Don José de la Tixera, quien escribió las reglas de la famosa Tauromaquia de Pepe-Hillo, afirman que el Licenciado les hacía a los toros unas cosas asombrosas, como los recortes o cuarteos “sin desembarazarse de la capa”, y que saltaba por encima de las reses con unas facultades de asombro.



En Cádiz y en 1796 –el mismo año en que se publica La Memoria de Jovellanos y el anónimo Pan y Toros- se publica otro texto, hoy clásico, cuya autoría se atribuye un conspicuo discípulo de Daza, el matador José Delgado, Pepe-Hillo (Sevilla 1754-1801), bajo el título Tauromaquia o Arte de torear y a cuyo subtítulo reza:
“Obra utilísima para los toreros de profesión, para los aficionados y toda clase de sujetos que gustan de toros”.
Hoy sabemos que se trataba de un libro inspirado por el torero, pero que escribió, al parecer, el aficionado Don José de la Tixera dado que Pepe-Hillo, como hemos dicho era casi analfabeto. Hoy también, dos siglos después, cabe considerar la Tauromaquia como un tratado didáctico que quiere mostrar la técnica y habilidades profesionales con objeto de salir bien de la lidia. Bajo principios un tanto ilustrados, su redactor presenta reglas para el conocimiento de los toros y para adecuar la ejecución de las suertes a sus condiciones.
Hay cosas que habría que verlas para creerlas, porque cuesta trabajo admitir que el Licenciado saltara por encima del toro poniendo el pie sobre el testuz de la fiera cuando ésta lo inclinaba para herir. Es demasiado, para los que conocemos el toro y la fiesta –aunque sea el toro actual y la fiesta actual- que nadie puede utilizar el testuz del toro, con toda su furia y violencia, como un escalón en el que apoyarse para saltar al otro lado. Puede que Don Francisco de Goya no exagerara con su imaginación a la hora de retratar aquellas suertes, pero es difícil, muy difícil, admitir tanta destreza…

Entre una larga serie de estos singularísimos toreros navarros hay que destacar a los hermanos Apiñani, considerados como de la región navarra, aunque nacieran en Calahorra; al no menos famoso José Leguregui El Pamplonés; y a otro navarro, también famoso por culpa de Goya, que se llamó Martín Barcaiztegui Martincho.
Los aguafuertes del genial pintor maño inmortalizaron a Martincho, diminutivo vascuence de Martín, aunque no se llegaran a despejar las dudas sobre si el Martincho goyesco era Martín Barcaiztegui u otro Martincho, nacido en la noble villa de Egea de los Caballeros, que se llamaba Martín Ebassún.

Lo cierto es que a la hora de atribuirles cosas al Martincho goyesco se le encasqueta nada más y nada menos que ser el inventor de la suerte del quiebro, también atribuido al Gordito. Los excesos de Martincho llegan –siempre de la mano de Goya- a presentarle mancorneando un toro y coleándole a la vez; o sea, cogiéndole de un pitón con una mano y del rabo con la otra hasta derribarle. Casi increíble. Máxime en aquella época en la que los toros no se caían. Y no digamos de esa barbaridad de esperar a un toro encima de una mesa, con los pies atados con grilletes, dispuesto a saltar por encima en cuanto el toro le tirara el primer derrote a la mesa. Dios bendiga la imaginación de Goya y perdone la memoria de Martincho, bien fuera navarro o aragonés, pero no se puede creer que hubiera nadie, ni siquiera en una becerrada, que sea capaz de semejantes hazañas, bautizadas por el propio Goya como “Locuras”.