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Tuesday, December 19, 2017

Juan Belmonte "El Pasmo de Triana". 1892 - 1962



En la historia de la Fiesta Nacional hay dos grupos de toreros: el primero es Juan Belmonte; en el segundo: todos los demás. Nadie en la Historia Taurómaca la ha cambiado tan de raíz. Los toreros de hoy y hasta los toros son lo que se son por lo que fue Juan Belmonte.

“El Pasmo de Triana” nació el 14 de abril de 1892 en el barrio sevillano de La Alameda, número 72 de la calle Feria, aunque su familia no tardó en trasladarse al barrio de Triana, donde viviría toda su niñez. De origen humilde, su padre era quinquillero, Belmonte creció entre escapadas a las capeas de becerras y de las dehesas.



Con diecisiete años, vistió su primer traje de luces en Elvas, Portugal, en una corrida a la portuguesa, con los toros embolados y sin muerte. Debutó en la Maestranza de Sevilla en agosto de 1910, pero un año más tarde repitió en la misma plaza y fracasó ante un mal toro.
En 1912, con tres novilladas triunfales en Valencia le dieron de nuevo la oportunidad de volver a la Maestranza, donde se consagró saliendo por la Puerta del Príncipe y lo llevaron a hombros hasta su misma casa, en Triana. Fue esta etapa de novillero cuando, para los entendidos, se fraguó en la muleta y en los pies de Belmonte el paso del toreo decimonónico al Toreo Moderno. Su revolución, apoyarse en dos conceptos básicos: la quietud y el temple ante el toro. Fue el primer matador que mantuvo quietos los pies ante el astado, ayudándose con el juego de brazos. Su temeridad y valor le convirtieron en mito. Intelectuales y artistas le admiraron, fascinados por el clima dramático que creaba en el ruedo.
Don Ramón del Valle-Inclán le dijo en una ocasión: “No te falta, hijo, más que morir en la plaza” –a lo que Belmonte respondió: “Se hará lo que se pueda”.
El 16 de octubre de 1913, tomó la alternativa en Madrid, actuando de padrino Machaquito, que se retiraba del toreo esa misma tarde, y de testigo Rafael El Gallo. Al año siguiente, en 1914, torearon por primera vez juntos, Joselito El Gallo, hermano menor de Rafael.
La competencia entre los dos diestros, hasta la muerte de Joselito en Talavera de la Reina en 1920, daría lugar a la Edad de Oro del Toreo.
Decenas de corridas cada año, las plazas llenas hasta la bandera, los tendidos inflados de pasión y España divida entre gallistas y belmontistas. Joselito representaba la perfección del toreo clásico, la elegancia. Belmonte la ruptura, la temeridad, sus verónicas imposibles, sin rectificar los pies, y el pase al natural representaron para muchos el salto definitivo del Toreo al Arte.




Y llegó Juan Belmonte. Hubo en aquel tiempo excelentes toreros de segunda fila, algunos de los cuales serían hoy grandes figuras, como Paco Madrid, gran estoqueador, Agustín García Maya, a quien mató un toro en la plaza francesa de Lunel; el gallego Celita, buen estoqueador; Curro Martín Vázquez, estoqueador excepcional, materialmente cosido a cornadas y creador de la dinastía a la que pertenece su hijo Pepín, un excepcional artista; el Vasco Cocherito de Bilbao, cuya afición estableció el club taurino más antiguo de España, que todavía existe; y un sinfín de toreros olvidados, más o menos brillantes, que llegaron a sonar en su momento, como el almeriense Relampaguito, o El Moreno de Alcalá, a quien le cogían los toros hasta haciendo el paseíllo, Bombita III, hermano menor de los Bombas, el vallisoletano Pacomio Peribáñez, y Serafín Vigiola Torquito, suegro del humorista y académico Don Antonio Mingote, quien fue un torero de buen corte y enorme decisión en el manejo de la espada, pero que tuvo la desgracia de coger de lleno la época de Joselito y Belmonte.
Cuando llega a la fiesta Juan Belmonte no soplan precisamente buenos vientos para las corridas de toros. Creo que ha sido el gran escritos Néstor Luján quien mejor vió el problema. Porque, pese a lo mucho que se ha escrito del entusiasmo belmontistas de la generación del 98, lo cierto es que antes de la aparición del genial Pasmo de Triana los intelectuales estaban dispuestos a acabar con la Fiesta de los Toros.
No. No fue favorable en un principio ese movimiento ideológico liberal para la Fiesta Nacional. Esta generación se enfrenta bravamente al espectáculo más español. Renegaba Don Joaquín Costa de un pueblo que paseaba a hombros al Guerra la misma tarde en que nuestra escuadra naval se hundía en Santiago de Cuba. El mismo Antonio Machado ataca violentamente a las corridas de toros. Don Pío Baroja y Don Jacinto Benavente se desentienden, Don Santiago Ramón y Cajal las desprecia y Eugenio Noel se dedica con su formidable y cálido verbo a combatirlas en numerosas conferencias que da por toda nuestra geografía. En Sevilla, los aficionados le corrieron por las calles pretendiendo cortarle su romántica melena.
En ese preciso momento llega Juan Belmonte y pone delante de todo el tema tremendo, estremecedor, de la muerte española. Muestra que sólo en España se puede encontrar un público que haya elevado la muerte a espectáculo nacional. Hace callar a casi todos los intelectuales, que pasan de repudiar la fiesta de los toros a convertirse en sus más acérrimos partidarios. Y es que Juan rompe con aquel espectáculo de horrible brutalidad que se combatía violentamente. Toma los caminos de la estética, de la escultura viva. Se reducen los espacios, crece el ajuste, se sueltan los brazos, se pierde el sentido atlético para dar paso a la lentitud.

Hasta el mismo Don Antonio Machado, que siempre había dicho que las corridas de toros no constituían un espectáculo, ni siquiera divertido, acaba por reconocer, tras la aparición de Belmonte, que naturalmente las corridas de toros no pueden divertir a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para ser una diversión. Empieza a entender que la fiesta no es un sucio ejercicio de matadero, que el torero no es un verdugo, ni un matarife. “¿Será acaso un sacerdote?”, se pregunta el inmortal poeta, que, a través de Belmonte, entiende el fervor taurino, el rito, la ofrenda de la muerte del animal a un dios, con minúscula, extraño, y desconocido. A Belmonte hay que atribuirle el soberbio viraje de los intelectuales y de toda la afición, que ya ven la fiesta de otra manera. Las corridas de toros han dejado de ser una bárbara lucha para suavizarse y derivar por los senderos del arte.
Desde Belmonte, el toreo, que sigue teniendo una enorme carga de riesgo, gana su propia supervivencia al perder el ochenta por ciento de aquella bárbara orgía de sangre que se presentaba no sólo en la época goyesca, sino en las corridas de principios de siglo. Todo cambia con Belmonte. Empezando por el toro, porque los ganaderos comienzan a preocuparse de criar un toro que sirva para un toreo estilizado. La lidia ha dejado de ser una preparación para la muerte, y llegaría un tiempo –el que estamos viviendo- en que todo lo que se desarrolla en el ruedo va encaminado a la brillantez del toreo de muleta.
Si algún mérito tuvo el colosal Juan Belmonte fue el de haber hecho la revolución con el toro de entonces. Los que vinieron después, los que mejoraron incluso su arte, aquellos que perfeccionaron la obra del coloso trianero, ya se encontraron con un toro más a la medida para esta nueva forma de interpretar el arte del toreo.
Juan Belmonte es el padre del temple, la personalidad más grande que haya podido tener cualquier torero en un redondel y, conviene no olvidarlo, el que ha hecho posible que la fiesta haya podido llegar hasta nuestros días, saltando por encima de todos los obstáculos y diatribas que se le ponían de no poco peso.

Todo en Juan Belmonte fue diferente. Como todos los grandes genios, sería imitado, pero tomarían de él sus defectos, porque era imposible copiar sus virtudes. Es cierto que rompió con lo que de hermoso tiene la torería, ese andar por las calles viviendo y sintiéndose torero. Juan quitó hasta la costumbre de usar la tradicional coleta; pero fue excepcional, único e irrepetible.

Murió en su cortijo sevillano de Gómez Cardeña en un anochecer de un domingo descerrajándose un tiro en la cabeza debajo del retrato que le hiciera Don Ignacio Zuloaga. Hasta el suicidio y la forma de llevarlo a cabo fueron fruto de la improvisación. Había estado todo el día montando a caballo. Creía que tenía una enfermedad incurable. Luego la autopsia revelaría que no era así. Pero lo de su espantosa muerte no deja de ser una penosa anécdota. Lo importante es que Juan Belmonte fue un torero inconmensurable, el que hizo posible que hoy estemos todavía presenciando corridas de toros.
¿Por qué se suicidó Juan Belmonte? Nadie lo sabe con seguridad, pero existen varias pistas. Desde joven, tenía obsesión con la muerte, siempre llevaba consigo una pistola pequeña. No se resignaba a la decadencia física. Temió que una hernia de hiato fuera una enfermedad más grave. Le impresionó mucho ver a su gran amigo Julio Camba, en el hospital, llenos de tubos: él no quería morir así.

Enriqueta Pérez Lora, el último amor de Belmonte. El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir los 70 años, visitó a Enriqueta, le dejó varios regalos, un portacalcetines de oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con dinero y varias fotografías dedicadas: “Cuando yo me muera, si necesitas dinero, véndeselas a una revista extranjera, que las pagarán bien”.
Y, como tantas veces, en broma, ella le tiró una zapatilla, pero él ya no pudo volver otro día para devolvérsela. Esa tarde, recorrió a caballo su finca, acosó y derribó algunas reses, quiso encerrar en la plaza de tientas a un semental. Lo contó su amigo Andrés Martínez de León: “¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad? ¿Quería que el toro lo matara? Ya anocheciendo, casi a dos luces, en “la hora de Belmonte”, se encerró en su despacho, puso en marcha el ronroneo del motor que daba luz al caserío y se pegó un tiro”.

La historia de Enriqueta, una historia de película. Había nacido en Camas, en 1920. Era la sexta de ocho hermanos. Siempre estuvo unida a su hermana Patrocinio, 13 años mayor que ella, que, al comienzo de la guerra civil, se casó con un hombre que le sacaba 15 años. Al trasladarse el matrimonio a Sevilla, Enriqueta los acompañó, ayudaba en las tareas domésticas y trabajaba en una fábrica de azafrán. Murió Patrocinio en el parto de su segunda hija y Enriqueta, con las dos niñas, volvió a casa de su madre, en Isla Cristina. La madre y el viudo presionaban a Enriqueta para que se casara con él, en un “matrimonio blanco”, para evitar que las niñas fueran a un colegio de huérfanos. Movida por su cariño a ellas, accedió, por fin, a esa boda. Antes de un año, el marido reclamó sus derechos conyugales, al negarse Enriqueta, la maltrataba. Ella decidió escaparse, vendió a una vecina los pendientes que llevaba, con ese dinero, huyó a Sevilla, donde la recogió un párroco, que la alojó en un convento de monjas Adoratrices. A pesar de que un médico certificó su virginidad, no logró la nulidad matrimonial. Para alejarla del marido, las monjas la recomendaron a la hija de Juan Belmonte, que la contrató para el servicio, en el cortijo Gómez Cardeña.
En 1942, Enriqueta tiene 22 años; Belmonte, retirado ya de los ruedos 50. Ella no le conoce ni sabe nada del mundo taurino. Cuando la ve, por primera vez, Belmonte le pregunta: “¿De dónde ha salido este bicho tan feo?”. Pero ella no se corta y contesta: “¡Anda que usté! ¡Cómo qué no es feo! ¿Cuánto hace que no se mira al espejo?”. Tienen que avisarle de que es el señor de la casa, y este se ríe a carcajadas.

Cuando enferma Enriqueta, la atiende el médico de cabecera de la familia, Joaquín Mozo. Le diagnostica dos manchas en el pulmón, necesita reposo, vitaminas y buena alimentación. Belmonte le busca un alojamiento, pagando él todo, con la promesa de que, cuando esté bien, le encontrará un trabajo. Vive ella dos años y medio en una casa de Higueras de la Sierra, en Huelva. Allí la visita el médico, para las revisiones, y Belmonte para hacerse cargo de los gastos.
Ya recuperada, Enriqueta le pide el trabajo prometido, pero Juan Belmonte se ha enamorado. Él está separado de su mujer, pero, en España, no existía el divorcio. Ella contó que él se arrodilló a sus pies, con la cabeza en su regazo, y suplicó: “¡No me dejes, por favor! Soy un hombre que está solo y te quiero”.
Así comienzan cerca de 15 años de convivencia. Estaban juntos, pero hacían una vida discreta. Ella vivía en una casa de la calle San Vicente. Se veían a diario. Cuando iban a los toros se sentaban en localidades distintas. Hubo etapas muy felices y también conflictos. A los cuatro años, se pelearon y Enriqueta lo dejó, se fue a Madrid, con el dinero que tenía ahorrado, montó una perfumería. Belmonte no aceptó renunciar a ella, la localizó y consiguió que volviese con él. Pero los tiempos más felices, quizá, ya habían pasado.
La mañana del 8 de abril de 1962, Belmonte que estaba a punto de cumplir 70 años, la visitó por última vez. Le llevó un sobre con dinero, un maletín con objetos personales y varias fotografías dedicadas, por si necesitaba dinero, las vendiera a la prensa extranjera, le tiró la zapatilla, como era costumbre, al despedirse, pero él ya no volvió a devolvérsela.
Enriqueta todavía no había cumplido los 42 años, cuando asistió, en Madrid, a un homenaje a Belmonte que le dedicaron sus amigos, que también lo eran de ella. Su vida dio un giro, logró un trabajo fuera de España, durante más de diez años cuidó a los hijos del actor Anthony Quinn. Por su simpatía, él la llamaba “Torre del Oro”.

Volvió luego a Sevilla, a su vivienda de la Avenida República Argentina. Rechazó muchas ofertas sensacionalistas de la prensa. Algunos han querido quitarle importancia; negar, incluso de su existencia. Además de algunos objetos, fotos y papeles, ella guardaba sus recuerdos. Su vida no fue fácil pero el destino le otorgó un gran regalo: haber sido el último amor de un genio, llamado Juan Belmonte.