En
la historia de la Fiesta Nacional hay dos grupos de toreros: el primero es Juan
Belmonte; en el segundo: todos los demás. Nadie en la Historia Taurómaca la ha
cambiado tan de raíz. Los toreros de hoy y hasta los toros son lo que se son
por lo que fue Juan Belmonte.
“El
Pasmo de Triana” nació el 14 de abril de 1892 en el barrio sevillano de La
Alameda, número 72 de la calle Feria, aunque su familia no tardó en trasladarse
al barrio de Triana, donde viviría toda su niñez. De origen humilde, su padre
era quinquillero, Belmonte creció entre escapadas a las capeas de becerras y de
las dehesas.
En
1912, con tres novilladas triunfales en Valencia le dieron de nuevo la
oportunidad de volver a la Maestranza, donde se consagró saliendo por la Puerta
del Príncipe y lo llevaron a hombros hasta su misma casa, en Triana. Fue esta
etapa de novillero cuando, para los entendidos, se fraguó en la muleta y en los
pies de Belmonte el paso del toreo decimonónico al Toreo Moderno. Su
revolución, apoyarse en dos conceptos básicos: la quietud y el temple ante el
toro. Fue el primer matador que mantuvo quietos los pies ante el astado, ayudándose
con el juego de brazos. Su temeridad y valor le convirtieron en mito.
Intelectuales y artistas le admiraron, fascinados por el clima dramático que
creaba en el ruedo.
Don
Ramón del Valle-Inclán le dijo en una ocasión: “No te falta, hijo, más que morir en la plaza” –a lo que Belmonte
respondió: “Se hará lo que se pueda”.
El
16 de octubre de 1913, tomó la alternativa en Madrid, actuando de padrino
Machaquito, que se retiraba del toreo esa misma tarde, y de testigo Rafael El Gallo. Al año siguiente, en 1914,
torearon por primera vez juntos, Joselito El
Gallo, hermano menor de Rafael.
La
competencia entre los dos diestros, hasta la muerte de Joselito en Talavera de
la Reina en 1920, daría lugar a la Edad de Oro del Toreo.
Decenas
de corridas cada año, las plazas llenas hasta la bandera, los tendidos inflados
de pasión y España divida entre gallistas
y belmontistas. Joselito representaba la perfección del toreo clásico, la
elegancia. Belmonte la ruptura, la temeridad, sus verónicas imposibles, sin
rectificar los pies, y el pase al natural representaron para muchos el salto
definitivo del Toreo al Arte.
Y
llegó Juan Belmonte. Hubo en aquel tiempo excelentes toreros de segunda fila,
algunos de los cuales serían hoy grandes figuras, como Paco Madrid, gran
estoqueador, Agustín García Maya, a quien mató un toro en la plaza francesa de
Lunel; el gallego Celita, buen estoqueador; Curro Martín Vázquez, estoqueador
excepcional, materialmente cosido a cornadas y creador de la dinastía a la que
pertenece su hijo Pepín, un excepcional artista; el Vasco Cocherito de Bilbao,
cuya afición estableció el club taurino más antiguo de España, que todavía
existe; y un sinfín de toreros olvidados, más o menos brillantes, que llegaron
a sonar en su momento, como el almeriense Relampaguito, o El Moreno de Alcalá,
a quien le cogían los toros hasta haciendo el paseíllo, Bombita III, hermano
menor de los Bombas, el vallisoletano Pacomio Peribáñez, y Serafín Vigiola Torquito, suegro del humorista y
académico Don Antonio Mingote, quien fue un torero de buen corte y enorme
decisión en el manejo de la espada, pero que tuvo la desgracia de coger de
lleno la época de Joselito y Belmonte.
Cuando
llega a la fiesta Juan Belmonte no soplan precisamente buenos vientos para las
corridas de toros. Creo que ha sido el gran escritos Néstor Luján quien mejor
vió el problema. Porque, pese a lo mucho que se ha escrito del entusiasmo
belmontistas de la generación del 98, lo cierto es que antes de la aparición
del genial Pasmo de Triana los intelectuales estaban dispuestos a acabar con la
Fiesta de los Toros.
No.
No fue favorable en un principio ese movimiento ideológico liberal para la
Fiesta Nacional. Esta generación se enfrenta bravamente al espectáculo más
español. Renegaba Don Joaquín Costa de un pueblo que paseaba a hombros al
Guerra la misma tarde en que nuestra escuadra naval se hundía en Santiago de
Cuba. El mismo Antonio Machado ataca violentamente a las corridas de toros. Don
Pío Baroja y Don Jacinto Benavente se desentienden, Don Santiago Ramón y Cajal
las desprecia y Eugenio Noel se dedica con su formidable y cálido verbo a
combatirlas en numerosas conferencias que da por toda nuestra geografía. En
Sevilla, los aficionados le corrieron por las calles pretendiendo cortarle su
romántica melena.
En
ese preciso momento llega Juan Belmonte y pone delante de todo el tema tremendo,
estremecedor, de la muerte española. Muestra que sólo en España se puede
encontrar un público que haya elevado la muerte a espectáculo nacional. Hace
callar a casi todos los intelectuales, que pasan de repudiar la fiesta de los
toros a convertirse en sus más acérrimos partidarios. Y es que Juan rompe con
aquel espectáculo de horrible brutalidad que se combatía violentamente. Toma
los caminos de la estética, de la escultura viva. Se reducen los espacios,
crece el ajuste, se sueltan los brazos, se pierde el sentido atlético para dar
paso a la lentitud.
Hasta
el mismo Don Antonio Machado, que siempre había dicho que las corridas de toros
no constituían un espectáculo, ni siquiera divertido, acaba por reconocer, tras
la aparición de Belmonte, que naturalmente las corridas de toros no pueden
divertir a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para ser
una diversión. Empieza a entender que la fiesta no es un sucio ejercicio de
matadero, que el torero no es un verdugo, ni un matarife. “¿Será acaso un sacerdote?”, se pregunta el inmortal poeta, que, a
través de Belmonte, entiende el fervor taurino, el rito, la ofrenda de la
muerte del animal a un dios, con minúscula, extraño, y desconocido. A Belmonte
hay que atribuirle el soberbio viraje de los intelectuales y de toda la
afición, que ya ven la fiesta de otra manera. Las corridas de toros han dejado
de ser una bárbara lucha para suavizarse y derivar por los senderos del arte.
Desde
Belmonte, el toreo, que sigue teniendo una enorme carga de riesgo, gana su
propia supervivencia al perder el ochenta por ciento de aquella bárbara orgía
de sangre que se presentaba no sólo en la época goyesca, sino en las corridas
de principios de siglo. Todo cambia con Belmonte. Empezando por el toro, porque
los ganaderos comienzan a preocuparse de criar un toro que sirva para un toreo
estilizado. La lidia ha dejado de ser una preparación para la muerte, y
llegaría un tiempo –el que estamos viviendo- en que todo lo que se desarrolla
en el ruedo va encaminado a la brillantez del toreo de muleta.
Si
algún mérito tuvo el colosal Juan Belmonte fue el de haber hecho la revolución
con el toro de entonces. Los que vinieron después, los que mejoraron incluso su
arte, aquellos que perfeccionaron la obra del coloso trianero, ya se
encontraron con un toro más a la medida para
esta nueva forma de interpretar el arte del toreo.
Juan
Belmonte es el padre del temple, la personalidad más grande que haya podido
tener cualquier torero en un redondel y, conviene no olvidarlo, el que ha hecho
posible que la fiesta haya podido llegar hasta nuestros días, saltando por
encima de todos los obstáculos y diatribas que se le ponían de no poco peso.
Todo
en Juan Belmonte fue diferente. Como todos los grandes genios, sería imitado,
pero tomarían de él sus defectos, porque era imposible copiar sus virtudes. Es
cierto que rompió con lo que de hermoso tiene la torería, ese andar por las
calles viviendo y sintiéndose torero. Juan quitó hasta la costumbre de usar la
tradicional coleta; pero fue excepcional, único e irrepetible.
Murió
en su cortijo sevillano de Gómez Cardeña en un anochecer de un domingo
descerrajándose un tiro en la cabeza debajo del retrato que le hiciera Don
Ignacio Zuloaga. Hasta el suicidio y la forma de llevarlo a cabo fueron fruto
de la improvisación. Había estado todo el día montando a caballo. Creía que
tenía una enfermedad incurable. Luego la autopsia revelaría que no era así.
Pero lo de su espantosa muerte no deja de ser una penosa anécdota. Lo
importante es que Juan Belmonte fue un torero inconmensurable, el que hizo posible
que hoy estemos todavía presenciando corridas de toros.
¿Por
qué se suicidó Juan Belmonte? Nadie lo sabe con seguridad, pero existen varias
pistas. Desde joven, tenía obsesión con la muerte, siempre llevaba consigo una
pistola pequeña. No se resignaba a la decadencia física. Temió que una hernia
de hiato fuera una enfermedad más grave. Le impresionó mucho ver a su gran
amigo Julio Camba, en el hospital, llenos de tubos: él no quería morir así.
Enriqueta Pérez
Lora, el último amor de Belmonte. El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir
los 70 años, visitó a Enriqueta, le dejó varios regalos, un portacalcetines de
oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con dinero y varias fotografías
dedicadas: “Cuando yo me muera, si
necesitas dinero, véndeselas a una revista extranjera, que las pagarán bien”.
Y,
como tantas veces, en broma, ella le tiró una zapatilla, pero él ya no pudo
volver otro día para devolvérsela. Esa tarde, recorrió a caballo su finca,
acosó y derribó algunas reses, quiso encerrar en la plaza de tientas a un
semental. Lo contó su amigo Andrés Martínez de León: “¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad?
¿Quería que el toro lo matara? Ya anocheciendo, casi a dos luces, en “la hora
de Belmonte”, se encerró en su despacho, puso en marcha el ronroneo del motor
que daba luz al caserío y se pegó un tiro”.
La historia de
Enriqueta, una historia de película. Había nacido en Camas, en 1920. Era la
sexta de ocho hermanos. Siempre estuvo unida a su hermana Patrocinio, 13 años
mayor que ella, que, al comienzo de la guerra civil, se casó con un hombre que
le sacaba 15 años. Al trasladarse el matrimonio a Sevilla, Enriqueta los
acompañó, ayudaba en las tareas domésticas y trabajaba en una fábrica de
azafrán. Murió Patrocinio en el parto de su segunda hija y Enriqueta, con las
dos niñas, volvió a casa de su madre, en Isla Cristina. La madre y el viudo
presionaban a Enriqueta para que se casara con él, en un “matrimonio blanco”,
para evitar que las niñas fueran a un colegio de huérfanos. Movida por su
cariño a ellas, accedió, por fin, a esa boda. Antes de un año, el marido
reclamó sus derechos conyugales, al negarse Enriqueta, la maltrataba. Ella decidió
escaparse, vendió a una vecina los pendientes que llevaba, con ese dinero, huyó
a Sevilla, donde la recogió un párroco, que la alojó en un convento de monjas
Adoratrices. A pesar de que un médico certificó su virginidad, no logró la
nulidad matrimonial. Para alejarla del marido, las monjas la recomendaron a la
hija de Juan Belmonte, que la contrató para el servicio, en el cortijo Gómez
Cardeña.
En
1942, Enriqueta tiene 22 años; Belmonte, retirado ya de los ruedos 50. Ella no
le conoce ni sabe nada del mundo taurino. Cuando la ve, por primera vez,
Belmonte le pregunta: “¿De dónde ha
salido este bicho tan feo?”. Pero ella no se corta y contesta: “¡Anda que
usté! ¡Cómo qué no es feo! ¿Cuánto hace que no se mira al espejo?”. Tienen que
avisarle de que es el señor de la casa, y este se ríe a carcajadas.
Cuando
enferma Enriqueta, la atiende el médico de cabecera de la familia, Joaquín Mozo.
Le diagnostica dos manchas en el pulmón, necesita reposo, vitaminas y buena
alimentación. Belmonte le busca un alojamiento, pagando él todo, con la promesa
de que, cuando esté bien, le encontrará un trabajo. Vive ella dos años y medio
en una casa de Higueras de la Sierra, en Huelva. Allí la visita el médico, para
las revisiones, y Belmonte para hacerse cargo de los gastos.
Ya
recuperada, Enriqueta le pide el trabajo prometido, pero Juan Belmonte se ha
enamorado. Él está separado de su mujer, pero, en España, no existía el
divorcio. Ella contó que él se arrodilló a sus pies, con la cabeza en su
regazo, y suplicó: “¡No me dejes, por
favor! Soy un hombre que está solo y te quiero”.
Así comienzan
cerca de 15 años de convivencia. Estaban juntos, pero hacían una vida discreta.
Ella vivía en una casa de la calle San Vicente. Se veían a diario. Cuando iban
a los toros se sentaban en localidades distintas. Hubo etapas muy felices y
también conflictos. A los cuatro años, se pelearon y Enriqueta lo dejó, se fue
a Madrid, con el dinero que tenía ahorrado, montó una perfumería. Belmonte no
aceptó renunciar a ella, la localizó y consiguió que volviese con él. Pero los
tiempos más felices, quizá, ya habían pasado.
La mañana del 8 de
abril de 1962, Belmonte que estaba a punto de cumplir 70 años, la visitó por
última vez. Le llevó un sobre con dinero, un maletín con objetos personales y
varias fotografías dedicadas, por si necesitaba dinero, las vendiera a la
prensa extranjera, le tiró la zapatilla, como era costumbre, al despedirse,
pero él ya no volvió a devolvérsela.
Enriqueta
todavía no había cumplido los 42 años, cuando asistió, en Madrid, a un homenaje
a Belmonte que le dedicaron sus amigos, que también lo eran de ella. Su vida
dio un giro, logró un trabajo fuera de España, durante más de diez años cuidó a
los hijos del actor Anthony Quinn. Por su simpatía, él la llamaba “Torre del
Oro”.
Volvió
luego a Sevilla, a su vivienda de la Avenida República Argentina. Rechazó muchas
ofertas sensacionalistas de la prensa. Algunos han querido quitarle
importancia; negar, incluso de su existencia. Además de algunos objetos, fotos
y papeles, ella guardaba sus recuerdos. Su vida no fue fácil pero el destino le
otorgó un gran regalo: haber sido el último amor de un genio, llamado Juan
Belmonte.