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Tuesday, February 6, 2018


JERÓNIMO JOSÉ CÁNDIDO

DISCÍPULO DE PEDRO ROMERO


El torero de quien vamos a ocuparnos a continuación, nació para vivir de sus rentas, y no para agenciarse la subsistencia. Nació también para habitar en regiones enteramente distintas de las propias a las que el ejercicio del toreo se dedica, y no obstante estas razones, trabajó para vivir, y necesitó abrazar la profesión que odiaba, o por lo menos a lo ningún apego se le conocía. Y no se diga que por ser el ejercicio contrario a sus instintos pasó en él con ese apercibimiento que inspiran las medianías, no, el torero de quien vamos hablar fue tan notable en ciertas y determinadas suertes, que pocos le han aventajado.
Discípulo también de un buen maestro, aprendió cuanto podía convenirle, y si no le aventajó, supo regularizar más provechosamente los conocimientos que de aquel recibió, y organizóse un hombre especial en la profesión en que su destino habíale colocado. Estos son sus antecedentes.
En la provincia de Cádiz y a tres leguas escasas de la capital, existe una población con el nombre de Chiclana, cuyo vecindario se ocupa, generalmente en sus labores del campo, por ser su terreno excesivamente pródigo, aunque reducido su término. En esta población nació Jerónimo José Cándido, el 16 de abril del año 1760, labradores y bastante bien acomodados.
José Cándido padre, había seguido la profesión de lidiador de toros y sin haber podido conseguir jamás el título de notabilidad, sino en teoría, supo reunir, no obstante, una decente fortuna, la cual aumentaba cada día bajo la influencia de una bien entendida administración. Esta circunstancia, unida a un excelente trato y alguna otra cualidad recomendable que Cándido padre poseía, fueron causas poderosas consideraciones por parte de las personas más distinguidas de aquella villa. Colocado José Cándido en una situación ventajosa, trató de metodizar su vida dedicándose exclusivamente al cuidado de sus intereses, de lo cual se ocupaba al nacimiento de su hijo torero.
Sus amigos, como ya hemos dicho, eran varios y de lo más escogido de la población; contándose entre ellos el entonces corregidor de la villa, que en cumplimiento de espontáneos ofrecimientos, reclamaba la vez de tomar a su cargo la comisión de tener en los brazos al recién nacido para su cristianación. De esta conducta puede decirse el aprecio y distinción que la familia de José Cándido merecía, y el lugar que ocupaba en la escala social de su pueblo.
Aceptada la proposición del corregidor, y hechos los preparativos consiguientes. Se bautizó al hijo de José Cándido, y le pusieron el nombre del progenitor, siendo el padrino el corregidor que, por su parte, desplegó la generosidad necesaria para quedar airoso en la comisión que había solicitado, y fue tanto y de tal naturaleza la suntuosidad y esplendidez con que se ejecutó la sacramental operación, que se recuerdan como un hecho notable algunas particularidades, entre las que ocupa un preferente lugar la de que se arrojaron al aire grandes sumas en monedas de oro y plata, desde la iglesia parroquial a la casa del recién nacido, costumbre antiquísima y que se conserva intacta en algunas poblaciones.
Se crió Jerónimo José Cándido, con el cuidado que era consiguiente a la posibilidad de sus padres, quienes tenían recopilado su cariño en él, por el único fruto de bendición con que el Supremo hacedor les había favorecido.
No descuidaron a pesar de ello la educación del niño, y buscaron desde bien pequeño un abonado preceptor que se encargase de dirigirle e instruirle más regularmente que los autores de su existencia, los cuales nunca hubieran podido darle más que una cristiana enseñanza, que era posible a la capacidad de aquellos. Así, continuó Jerónimo hasta la edad de ocho años, en que murieron sus padres, quedando desde esta época el exclusivo cargo de su tutor, que, abusando de la autorización propia de este título, descuidó su educación, permitiéndole, además de los goces naturales de la edad que hemos citado, que en buen principio, como todos sabemos economizarse y limitarlos a un estrecho círculo. Bajo la influencia de este género de excesos tan conocidamente perjudiciales a la niñez. Cuando cumplió catorce, le reclamó al tutor le comprara un caballo, la de ir vestido de majo, y algún otro objeto de lujo a que por entonces concretó sus exigencias, por ser a los que propenden los naturales andaluces.
Con esto se adormecieron por entonces sus pretensiones, pero al paso que avanzaba en edad, aumentaban sus exigencias para que el tutor facilitaba lo necesario por cuenta de lo Cándido administraba.
Semejante conducta debía precipitar a Jerónimo en un malestar del que no era fácil defenderse, pero sus ojos se cerraban a tan funesto porvenir, y solo atendía a los goces del momento.
En poco tiempo se hizo dueño el tutor de lo que a su padre había pertenecido, y el joven Cándido se encontró en una posición triste, que caminaba rápidamente a su empeoramiento, aumentándose más y más según corrían los tiempos. No nos detendremos en calificar el proceder del tutor por no parecernos oportuno de este lugar y por y porque también le consideramos ajenos de incumbencia, y si referimos estas particularidades es, porque las consideramos de utilidad, toda vez que fueron origen de que el motor de estos apuntes abrazara por necesidad una profesión que en otras circunstancias no hubiera pensado en ella, sino por pura distracción y pasatiempo.
José Cándido se aproximaba ya a la edad de los diecisiete años y en actitud de raciocinar sobre su porvenir, conoció sus pasados errores y trató de corregirlos, pero este remedio venía demasiado tarde, solo podía ser provechoso para cuando Jerónimo volviese en otra ocasión a poseer algo. Por entonces carecía de todo, tan en toda la extensión de la palabra, que no contaba con los medios necesario a la subsistencia. En tal estado, y como el náufrago que por salvar su existencia busca su apoyo en una débil tabla, resolvió Cándido dedicarse a la profesión de su padre.
Necesitaba un protector para ayuda de sus intentos, y aquí fue donde la suerte se le mostró propicia, puesto que halló dispuesto al más apropiado de cuantos hombres hubiera podido buscar, el cual llamábase Don José de la Tijera, cuyo amparo se cobijó Jerónimo José Cándido.
Este caballero, rico, generoso y sumamente aficionado al toreo y a las personas que del mismo ejercicio dependían, no descuidaba la colocación de su protegido, ni menos le omitía las explicaciones precisas para instruirle, aunque superficialmente, de las indispensables al toreo. Jerónimo José las escuchaba con la atención que inspira el vivo deseo de aprender, y mientras disponía los preparativos para el estreno del nuevo torero.
El expresado Don José de la Tijera conservaba íntimas relaciones de amistad con el célebre matador Pedro Romero, de quien ya tratamos en capítulos anteriores, y exigió a éste de que tomase a su cargo la educación taurina de Jerónimo José Cándido, incluyéndole desde luego, en el número dentro de su cuadrilla, a lo que este excelente espada no puso inconveniente.
Le hicieron los vestidos de torear, con que Jerónimo debía practicar su primera salida, costeados en la totalidad por su protector, y a poco tuvo efecto, pues el nuevo torero progresaba mucho y bien.
Tanto el favorecedor de Jerónimo José, como su maestro Pedro Romero, quedaron complacidos enteramente del comportamiento del bisoño lidiador; y ambos también reconocían en él facultades físicas nada comunes y altamente adecuadas a la profesión que se había elegido.
No fueron defraudadas las esperanzas de los que así opinaban, porque cada día que Jerónimo José salía a la plaza, daba testimonio y una nueva prueba de sus adelantos en el Arte del Toreo. Esta razón ocasionó que antes de poco tiempo, figurase como medio espada de Pedro Romero, a cuyo puesto le elevó, correspondiendo Jerónimo José Cándido tan dignamente como pudiera desearse.
Su crédito tauromáquico crecía con extraordinaria rapidez, y en cada una de las funciones en que prestaba trabajo, acreditaba más y más la justicia con que se le tributaba. Pedro Romero miraba estos triunfos como propios, y sólo eran motivos de bien entendida satisfacción para quien, como él, era, digámoslo así, el que más había contribuido para colocar a Cándido en la situación que ocupaba.
Cándido, por su parte, vivía agradecido a Pedro Romero, y sólo disfrutaba cuando la ocasión le proporcionaba un medio de prestarle utilidad a su maestro. Con este motivo, y de esta mutua correspondencia, se creó entre ambos toreros la más estrecha y perfecta amistad, en términos que muy poco después de estas glorias de Cándido, contrajo matrimonio con la hermana de su maestro.
Pocos años duraron los lazos de esta unión, la hermana de Pedro Romero murió desgraciadamente después de una larga y penosa enfermedad.
Siendo general la justa reputación que Cándido disfrutaba, fue ajustado, para torear en la Plaza de la Corte, dónde a su presentación supo adornar su frente con nuevos laureles, y de triunfo en triunfo, alcanzó el de merecer los favores y deferencias de las personas más notables y distinguidas de la época, y hasta el mismo Monarca, en más de una ocasión, le demostró su benevolencia.
Esta posición eminentemente ventajosa, que Cándido poseía, tenía su origen en la conducta que desde luego se había trazado, a la cual acompañaba un trato afable y sencillo, y enteramente simbolizado con su cualidad de honrado. Las relaciones que Cándido sostenía en la Corte, estaban limitadas a seis u ocho personas, de bastante distinción por sus nacimientos, los cuales le dispensaban sus amistades hasta con orgullo, porque a todo se había hecho acreedor por sus acciones caballerosas y finos modales.
De esta manera pasó el primer tercio de la vida del torero que nos ocupa, quien, concluidos sus compromisos de contratos en Madrid, regresó a Andalucía, donde poco después contrajo segundas nupcias, de cuyo matrimonio tuvo varios hijos.
En Andalucía estuvo toreando por espacio de varios años, con tan brillante éxito, como de costumbre tenía, y era consiguiente a su habilidad y conocimiento.
Ya por esta época, Cándido se resentía de un calambre en la pierna derecha que le postraba hasta cierto punto; pero este inconveniente para la lidia lo suplía con la gran inteligencia de este torero, que por ello se hizo matador muchas estocadas, todas en regla y de acuerdo con el Arte. El dolor de su padecimiento iba en aumento, y ya el torero aparecía defectuoso, en términos que a otro no le habría sido posible continuar con su trabajo, pero Jerónimo José Cándido desplegó los recursos y maestría de su mano izquierda, con cuyo auxilio, y armado de la muleta trasteaba y preparaba a la muerte a los toros que con más sentido buscaban su defensa entre las tablas.
De este modo se manejaba Cándido en estos tiempos, y sólo por dos ocasiones experimentó la falta que tenía de agilidad. La primera cayó al suelo delante del toro en el momento de estoquearle, y sólo llevó un revolcón; en la segunda recibió dos cornadas en igual suerte, las cuales le privaron de torear por bastante tiempo.
No le pareció bien a Cándido continuar en Andalucía, y dispuso su regreso a Madrid, donde se vio torear con sentimiento, a causa de la penalidad con que practicaba su oficio, por culpa a su enfermedad. En tal estado, no faltó persona, de las muchas que se honraban con la amistad de este torero, que se dedicase a aconsejarle su retirada del toreo y el completo abandono de una profesión que podía proporcionarle la muerte en cualquier ocasión. No desatendió este consejo, pero se presentaba una gran dificultad, y era, sus únicos y exclusivos recursos para atender a la manutención de su numerosa familia.
Sus amigos prepararon vencer este inconveniente, y con la conformidad de Jerónimo, dieron principio a diligenciar lo conveniente al fin que se propusieron.
Corría por entonces el año de 1824, y los interesados en el bienestar de Cándido, figuraron una solicitud dirigida al Monarca, en la que imploraba sus favores. Fue presentada por una persona de no escasa influencia, y el resultado no dejó de ser bastante satisfactorio, puesto que se le destinó de visitador o cabo principal del resguardo montado de Sanlúcar de Barrameda.
En agosto del citado año, recibió Cándido el nombramiento, que aceptó sin repugnancia, y en esta fecha abandonó para siempre la profesión en que tantos triunfos había adquirido.
Había llegado al punto de su destino y encargado de las atribuciones concernientes al mismo, notó que él no había nacido para ese oficio, pero obligado por las necesidades, continuó desempeñándolo, disfrutando el general aprecio de todos, hasta que se le ocupó de Real Orden en la segunda dirección de la Escuela Taurina de Sevilla, de cuyo establecimiento era primer jefe el célebre y cuñado Pedro Romero, según comentábamos con anterioridad.
Ordenada la disolución de aquella Escuela Taurina, volvió Cándido a Sanlúcar de Barrameda, continuando en su anterior destino, hasta la muerte del rey Fernando VII, en cuya época fue cesado de su cargo, sin saber el motivo que produjo dicha resolución.
De los antecedentes que nos han sido posible examinar, hemos deducido que Cándido no quedó cesante hasta esta última época, y que su ausencia de la Escuela Taurina fue una comisión especial que se le confirió, sin duda en consideración a su buen crédito; así es que, de una certificación de Don Domingo Torres, director de Rentas Provinciales, librada el 9 de abril de 1835, se lee:
 “Que, de los documentos presentados por Don Jerónimo José Cándido, para la clasificación del sueldo que le corresponde por sus años de servicio, aparecen de abono diez años, dos meses y ocho días; por lo que le pertenecen dos mil quinientos treinta y tres reales, once maravedíes anuales”.
Esto, no obstante, quedó sin efecto a consecuencia de que posteriormente se dispuso por punto general, que los cesantes no percibieran haber ninguno, mientras no contasen más de doce años de servicio, y Cándido por ello quedó privado de este recurso y enteramente pobre, sumido en la más angustiosa situación.
Jerónimo José Cándido era hombre de muchos conocimientos y sabía aprovecharlos, inteligente con la ganadería brava, precavía cuanto dejase conocer en las reglas del Arte y recomendaba el excesivo cuidado sin tolerar distracciones a cuantos con él trabajaban. Como matador de toros, era en general de muchas estocadas y cortas, origen quizá de su escaso valor. Con el capote y muleta fue siempre excelente, “galleaba” también con sobrada maestría, y comprendía el “quite de la suerte de varas”, con la exactitud que ahora se concibe, colocado siempre muy próximo al estribo izquierdo del picador, aguardaba al toro para meter el capote cuando la necesidad lo exigía, y finalmente, Cándido, en concepto de los aficionados, era todo un torero de habilidad y conciencia.
Atravesó toda la escala gradual del ejercicio Taurómaco, y siempre fue digno de que le mirasen los aficionados con cierta especialidad reservada sólo a los que saben distinguirse. Como torero chulo, fueron sus propiedades tan aventajadas, que jamás metió su capote en balde para hacer conducir al toro al sitio conveniente.
Como banderillero se excedía a los deseos de todos, respecto a que era “muy fino y muy largo”, y cuantas más dificultades ofrecía un toro, ya con relación a su instinto, bien por las propiedades que le hubiera hecho adquirir durante los periodos de la lidia, con tanta más facilidad se le veía a Jerónimo José Cándido clavar siete u ocho pares de banderillas en un breve espacio de tiempo y metiendo los brazos para esta operación de una manera admirable. De lo expuesto, podemos deducir, Jerónimo José Cándido fue una notabilidad en el Arte del Toreo, incomparablemente más aventajado que ninguno de los de su época.
Pasemos ahora al hombre y dar cuenta al mismo tiempo de la última época de su vida, tan triste como desgraciada. Jerónimo José fue hombre de unos sentimientos inmejorables, nació, como antes dijimos, para ser muy rico y no para agenciarse la subsistencia. Fue generoso hasta el extremo de que le podamos acusar de dilapidador, no se aprovechó jamás de las cuantiosas sumas de dinero que supo ganar en su profesión como torero, ni de las que le proporcionaron su último destino.
Era hombre poco considerado para su familia y perjudicial a veces, sin que nunca se le reconociesen vicios capaces de desacreditarlo. Finalmente, no formó juicio jamás sobre su porvenir, ni el de sus hijos, y por esta causa no les legó más que los sufrimientos propios a una completa pobreza.
Mereció en todas ocasiones el aprecio y consideración de cuantos le trataron, humano y caritativo, también lo fue Cándido de una manera exagerada, y esta cualidad de su natural carácter, no fue la menos poderosa para que en el último tercio de su vida se viese colocado en tal difícil situación. Exento de recursos en Andalucía, después lo dejaron cesante de la Escuela Taurina, determinó volver a la Corte, quizá con el ánimo de que sus afectuosos amigos de otro tiempo le favorecieran; más a su presentación, el número de estos era bastante reducido, y economizaban sus generosidades. Pocos fueron los que no desmintieron el aprecio que Cándido les merecía, pero estos no eran bastantes a cubrir por entero sus necesidades, y en medio de las penalidades que se desprenden de este género de vida, permaneció algunos años en Madrid, hasta que agobiado por la desgracia y sus padecimientos, dejó de existir en esta Villa y Corte el día 1 de abril de 1839, a los sesenta años de edad, dejando en el mayor abandono a su esposa e hijos, que lamentaban el descuido de su padre que jamás dio muestras de recordar los deberes que semejante título le imponía, para dejarles una regular fortuna, proporcionada al mucho dinero que durante su vida pudo ganar.
Además de lo expuesto, se conservan también otros recuerdos de bastante importancia, respecto al diestro Jerónimo José Cándido, que no queremos dejar en olvido. Aludimos el sistema de vida que adoptó durante el tiempo que dependió del arte de torear.
Su principal faena en esta época consistía en la regularización de suertes, para simbolizar estas con las propiedades del toro con quien se debían practicar; asi es que jamás se le pudo acusar de que hubiese empleado recursos contrarios al toro, ni hubo ganadero que pudiera lamentarse de que sus toros lucían más o menos de lo que en realidad habían merecido. A cada toro le proporcionaba los medios que más en consonancia estuviesen con su bravura, y por ello daba en todo un agradable juego, que resultaba en beneficio general de los propietarios del ganado y de los espectadores que concurrían a la fiesta.
Concluiremos manifestando que en la fecha ya citada y en una casa modesta, situada en la calle de Santa Brígida, con el número 25, exhaló su último aliento el torero.