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Thursday, November 1, 2018

ROQUE MIRANDA “RIGORES”

ROQUE MIRANDA “RIGORES”
Torero de la Corte del siglo XIX



Justo es que nos ocupemos de la biografía de un torero, que por muchas simpatías que abrigase para con los hijos de la Corte, no son menos las que siempre nos mereció, cualidades demostró en distintas ocasiones, que lo hacen acreedor al más sincero afecto y que sentimos la suerte de la familia que abandonó a su muerte, cuya situación fue ciertamente deplorable desde aquella fatal vicisitud.

A Roque Miranda, antes de considerarle como torero, hay precisión de juzgarlo como hombre, puesto que sus condiciones sumamente recomendables en este concepto, lo elevan a una altura sin límites, que las más veces se tienen presentes para dispensar más o menos consideraciones en la sociedad a cualquiera que las posea.
El nombre de este antiguo matador de toros, en la época a que nos referimos, no era una notabilidad en el arte de torear, sino como un hombre a quien se debía cierto respeto y veneración. Las causas que en ello influían, llamaban en algún tanto la atención, y procurando averiguar antecedentes, nos persuadimos de que en este personaje resaltaban más sus buenas cualidades como hombre, que su mérito taurómaco. Era Roque Miranda un diestro de buenos deseos, de bastante pundonor y de extraordinaria simpatía. Cualidades que eran estas, por cierto, que proporcionan la distinción de un hombre para con el público, aunque en la profesión que se elija, sea en parte limitado, no sucedía así, sin embargo, respecto al torero que nos ocupa, como resultará de los antecedentes que a nuestras manos han llegado y que a continuación relatamos.

Roque Miranda nació en la Villa y Corte de Madrid, el 16 de agosto de 1799. Murió en Madrid el 14 de febrero de 1843. Fueron sus padres Antonio e Isabel Conde, que eran empleados de la Casa Real. Desde muy niño trató a los compañeros de su hermano Juan, que era banderillero desde 1811. Sus padres, por demasiada pasión a su hijo, no pensaron en incomodarlo para que adquiriese una regular educación, como probabilidades había para ello, si atendemos a los elementos que en esta parte siempre tuvo en la Corte. Prefirieron abandonarlo, a la que el chico quisiera hacer, limitándose a la crianza del vástago con tan absurdo y perjudicial abandono se desprende. El chico, no obstante, era llamado por las buenas inclinaciones, y como su imaginación le dejase vislumbrar la suerte que le está deparando al que se abandona a la holganza y a las consecuencias que esta produce, ansió una profesión donde ejercitarse y hallar en ella su porvenir. Algunos días tardó en decidirse para optar por la ocupación a que debía aplicarse. Finalmente, llegó Roque Miranda a cumplir dieciséis años, y con el motivo de haberse acercado al matadero en varias ocasiones buscando distracción que le sacara de las fluctuaciones de ideas que le preocupaban, tuvo el impulso de abrazar el ejercicio de torero, aunque en sus propias convicciones notaba que le era necesario algún elemento de que carecía.
Volvió después a la misma inacción y de ella le hubiera sido difícil salir, si por entonces no se hubiera interpuesto en su vida al célebre Jerónimo José Cándido (Véase en este Blog su biografía), que contribuyó y no poco a la decisión de Roque Miranda por la profesión de torero, pues en él reconoció las distintas particularidades defensivas del Arte Taurino. Este torero, tan célebre, era el distinguido Curro Guillén, y su gran escuela taurina, fue la que contribuyó a que Roque Miranda se decidiese por el aprendizaje a matador de toros. Pero ya contaba dieciséis años, según hemos dicho anteriormente, y a esta edad empieza la reflexión del hombre y se fija en cierto modo el pensamiento del hombre sobre el porvenir, y Roque Miranda nada veía en el suyo que le fuera beneficioso. Abandonado en su educación, sin aplicación a cosa que le fuera productiva, errante, digámoslo así, en el círculo de la alianza y víctima del hastío que resulta de semejante conducta, no vaciló en abrazar una determinación que diese fin a su estado y situación violenta, y en consecuencia a todo ello adoptó la profesión de torero.
En tal virtud necesitaba Roque Miranda, como ya dijimos, un maestro que le enseñase el arte de la torería, y bajo su dirección, conseguir los necesarios conocimientos. Por algún tiempo no se presentó persona “adornada” con tal título que se hiciese cargo del aprendizaje de Roque, hasta que al cabo el mencionado Jerónimo José Cándido lo tomó a su cargo, formando desde esta época, que sería la que, en los años 1814, parte de la cuadrilla del gran torero pertenecía. Nada ofrecen de notables los primeros tiempos de Roque Miranda, relativamente a su vida artística, pues le faltaba lo más esencial para merecer en este género de   ejercicio la distinción que llegó a tener, luego que los conocimientos y la práctica forman al diestro y lo presentan con los conocimientos necesarios para cuadrarse delante de los toros.
Roque Miranda podía sólo hacerse acreedor a más o menos simpatías del público por sus buenas disposiciones y el deseo que abrigase de practicar adelantos en su profesión; pero no a otra cosa, respecto a que del oficio que había cogido no poseía nada más que unos conocimientos superficiales que todavía no constituyen mérito ni lugar de buena reputación. El maestro Cándido le dispensaba algunas consideraciones y aun le dispensaba algunas consideraciones y le daba preferencia que Roque aprovechaba, correspondiendo siempre del mejor modo posible, lo cual le servía de mucha utilidad para ir paulatinamente entrenándose y toreando, hasta llegar al punto, que último consiguió, del buen concepto taurino, que con justicia se le conoce. No decimos que por esto que el torero al que nos aludimos fuese una gran notabilidad, no; pero tampoco fue uno de esos matadores de toros que pasan desapercibidos del público, ni de sus compañeros sin pruebas de aceptación ni simpatías.
Roque no tuvo en ningún de estos casos, fue por el contrario un torero a quién el público consideraba mucho, distinguiéndole sobremanera y apreciándolo hasta el extremo que otros no han conseguido jamás. Su partido entre los concurrentes a las fiestas de toros era numeroso y cada momento le daba pruebas inequívocas del afecto que le profesaba. Y no digamos que en esta oposición quepa ninguna normalidad, el público en general siempre es justo y clasifica con acierto. Para demostrar esta verdad entraremos en el análisis de la vida torera de este diestro.
Roque Miranda empezó de matador de toros por los años 1814, bajo la dirección del célebre José Cándido cuyos conocimientos en la lidia fueron infinitos y dignos en realidad de tomar a su cargo la enseñanza de cualquiera que a este arte se dedicara, pero nos resta exponer la causa principal y más influyente a la adopción de Roque Miranda por el ejercicio de torear.
Los padres de Roque se hallaban colocados en el Palacio Real y formaban parte de la servidumbre del Rey Fernando VII, cuando en la Guerra de la Independencia, entraron los franceses en España, y también en los momentos en que la Corte se trasladó a Francia, dejando a los españoles a expensas del ejército de Napoleón, y dejándonos de rey a su hermano José I, “pepe botella o el rey pepino”. Este rey intruso hubo de respetar las disposiciones de su antecesor, puesto que fue compendiosa la variación que hizo en las personas que componían la servidumbre de Palacio, formando parte de los inamovibles, los padres del torero de quien tratamos.
Este, aunque joven, y sin edad suficiente para formar juicio exacto de la política francesa, determinó no volver a pisar los umbrales de la real casa, mientras en ella no habitase su legítimo señor. En esta conducta demostró el joven la fijeza de sus principios y el carácter con que a su mayor edad debía estar dotado. Un hermano mayor tenía Roque, Juan Miranda, era torero, que marchó a Francia en seguimiento del rey, y a su vuelta fue invitado para tomar parte en unas cuantas fiestas de toros que tuvieron lugar en varias plazas subalternas, en celebridad del regreso y libertad del rey deseado en aquellos tiempos.
De resultados de estos antecedentes se decidió Roque por el mundo del toreo, la misma profesión que su hermano mayor, con una sola diferencia y fue que Juan era banderillero y Roque aspiró a la de matador de toros, pues en su grandeza de alma no cabían términos medios en la carrera que emprendiera. Así lo conoció bien pronto su digno maestro Jerónimo José Cándido, que después de la enseñanza taurina, lo colocó de media espada, y como no pudiese conseguirlo por entonces, se dispuso Roque a matar en algunas corridas por varios pueblos, en los cuales se acreditó lo bastante, para que al año siguiente se le tuviera presente y fuera ajustado en la plaza de Madrid.
No digamos que Roque Miranda se fue ganando la fama y el buen crédito que el mérito inspira, pero si reconocemos las simpatías que se granjeó, puesto que a ellas debió el mismo ajuste en años posteriores con aprobación del público que lo vitoreaba frecuentemente.

Estos antecedentes y buen giro que a su educación artística le diera su maestro, debió después consideraciones que no tributan jamás al que las merece. La poca edad de Roque Miranda y su carácter simpático, no dejó de influir también en la creación de una peña de gente que se decidió por este torero, la cual era tan numerosa en seguidores escogidos, que en breve tiempo hicieron correr su nombre por toda España, inspirando a todos los deseos de ver a tan joven novillero.
Miranda, como hombre pundonoroso, comprendió la obligación que este proceder de sus amigos le imponía, y quiso corresponder dignamente precipitando los periodos de su carrera; por eso alternaba poco después con matadores de gran fama y justamente adquirida, ante los cuales se le veía esforzarse para no aparecer en inferior escala, aunque esta le era bien difícil en atención a sus cortos conocimientos, pero lo que a Miranda faltaba en este concepto, le sobraba pundonor y vergüenza, y nunca quedó rezagado ante aquellos que bien podían oscurecer sus triunfos por la superioridad de elementos.
Corrían por esta época de 1822, aunque desde 1814 había aparecido como espada, no le fue posible perfeccionarse, por dos razones de mucha importancia. La primera, porque los acontecimientos políticos llamaban extraordinariamente la atención del público, y se anteponían a todo lo demás que perteneciese a distinto círculo, y menguando el número de festejos taurinos, y la segunda porque Roque Miranda siguiendo al gobierno a Cádiz había abandonado su profesión por obedecer a la obligación que contrajo al ingresar en las filas de la milicia nacional de caballería a las cuales pertenecía.
Sólo toreó en este tiempo, una vez y fue a petición del público y fue en Sevilla, lidió, banderilleó y mató un toro con un traje impropio para el festejo. Más por esta circunstancia no retrasó su carrera, aunque en algún tiempo después no toreó a consecuencia de las persecuciones que sufrieron los que a este extremo condujeron su patriotismo, tampoco fue causa influyente en su empeoramiento, pues en silencio, y desde el rincón del escondite que lo ponía a cubierto del furor de sus enemigos, meditaba la manera de adelantar; y organizando en fantasía una completa corrida de toros, veía los instintos y propiedades de las reses, y evadía a su modo el peligro que aquellas le ocasionaban.
De este modo trabajó algún tiempo, y sus meditaciones no dejaron de servirle en adelante, por cuanto el mismo confesaba que de ellas había sacado siempre un excelente partido. Después quedó probada esta verdad, puesto que en nada decayó del afecto del público de la época. Su partido crecía y las afecciones que antes había inspirado, no le retiraron jamás su protección. ¿Y cómo negar a Roque Miranda esa simpatía general, hija en todos los conceptos de su natural carácter tan noble y pundonoroso? ¿Es acaso proverbial la dispensación de consideraciones a un hombre, que cual el que hablamos, reúna todas las consideraciones que se exigen para merecer bien del público? No. El público las reconoce siempre, y nunca deja de satisfacer con su aprecio las buenas cualidades. Así aconteció con Roque Miranda, y así sucede con todos los que se hallan en el caso de este.
Pero abandonemos estas reflexiones, y sigamos el curso de la historia de este torero. Una vez dedicado al toreo y bajo unos auspicios de los más favorables, adquirió adelantos de bastante consideración, hasta llegar a considerarse un torero puntero. Hasta que este caso llegó, Miranda estuvo toreando por los pueblos, granjeándose cierta consideración de no escaso interés para el que en algo estima su arte como torero. Pasó después a torear en algunas plazas de provincias subalternas, y para estas se le buscaba ya como cabeza de cartel o jefe de cuadrilla, donde por lo general, salía triunfante, dejando más que satisfecha a la afición, tanto por su buen hacer en el ruedo como en el trato que le era natural.
Después de estos acontecimientos y de haber toreado en casi todas las plazas del reino, aspiró solo torear en la plaza de Madrid, su tierra natal, donde además de conservar muchas simpatías, tenía el convencimiento de que alternando en ella con los más afamados toreros que por entonces se conocían, perfeccionándose más y más, único modo de ocupar después un lugar eminente entre los grandes matadores de la época.  No le fue fácil cumplir este deseo por algún tiempo, pues a ello se oponía tanto los compromisos que los contratistas (apoderados taurinos) tenían contraídos con otros toreros de excelente reputación, como así mismo los antecedentes de Roque Miranda, contrarios enteramente a los que por entonces disponían en todo, en razón a su igualdad de opiniones con las que tenían a su cargo todas las dependencias del Estado.
Difícil situación prometía estas circunstancias a Roque, pero este estaba decidido a sufrir sus rigores antes que faltar a sus convicciones, y por ello lamentaba su posición, pero no se arrepentía de las causas que la originaban. Pasaron los primeros ímpetus de las ociosidades y de las horribles venganzas que ocasionan estos extremos, y unida esta reclamación de infinito número de personas, hubieron de permitir que Miranda, fuese contratado y poder torear en la plaza de Madrid, cuya población le vió nacer. Efectuó su salida, pero ocupando un puesto inferior en la escala de matadores, y por eso nos abstenemos de mencionar los hechos que produjo en aquella época este torero.
Pero el tiempo corrió velozmente y concluida la temporada taurina que tratamos, ya se consideraba a Roque Miranda de distinto modo, y a consecuencia de ello pasó en plazas de Andalucía, y entre ellas la de Sevilla, considerada bajo todos conceptos, una de las más principales de España, tanto por la sabiduría e inteligencia de los espectadores sevillanos, como por la calidad del ganado que en ella se lidia.
En la temporada del año 1834, Roque Miranda fue ajustado de primer espada, siendo su segundo el luego célebre Francisco Montes, que tenía un gran número de seguidores. Ahora nos vamos a detener, en cierta manera, para formular un juicio crítico de este matador de toros, puesto que ya no se trata de un bisoño en el arte, sino por el contrario, de un primer espada con todas las prerrogativas de tal, y alternando con uno de los mejores toreros de la época, en el concepto general.
Roque Miranda no desmerecía del puesto que ocupaba, esta es la manera de juzgarle en globo, pero analizando sus particularidades, debemos confesar que además poseía cierto conocimiento y práctica que le recomendaba mucho y lo dejaba airoso en casi todas las situaciones difíciles que la casualidad le proporcionaba. Y a pesar de expresarnos así, también diremos que a Roque le faltaba algo, que en este momento no es difícil definir, pero que a su debido tiempo lo echaremos de ver. No se mostraba cobarde ante el toro, y sin embargo, le faltaba valor, tenía práctica en las distintas suertes que constituyen el arte de la lidia; y con especialidad en algunas que eran sus más favoritas y por lo tanto ejecutaba frecuentemente, y no obstante dejaba que desear en su desempeño. Comprendía perfectamente su misión como jefe de una cuadrilla, y sus disposiciones no eran por lo regular las más atinadas, sus conocimientos con los toros no dejaban de ser grandes y cual puede apetecerse en un espada, y a pesar de esta circunstancia no correspondía en ocasiones a lo que de todo ello se esperaba, y en conclusión, tenía excelentes dotes e inspiraba una general simpatía, pero no terminaba de entusiasmar a los espectadores. Difícilmente podrá hacerse la clasificación conducente de un torero de semejante naturaleza, pero creemos que la única posible y que en nada rebaje la justa reputación que dejó a su muerte, es la de que, siendo buen torero, no era oportuno.
El arte debe, en nuestro juicio, hallarse adornado de esta última cualidad, para merecer el título de excelente. La persona a quien se refiera. Pero no es esto sólo lo notable en Roque Miranda, lo que más llamó la atención en este diestro, es que tenía adquirido el más intenso convencimiento de sí propio, lo cual es muy natural que todos conozcamos, así como difícil que lo confesemos, este aventajado torero no cedió jamás el puesto que por antigüedad debía conservar en la plaza de Madrid, y sin embargo, tuvo la condescendencia de permitir el ajuste en una ocasión, con la cláusula de que se le antepusiese otro matador de toros más moderno, al cual cedió generosamente su puesto, porque sin duda reconocía en él cierta superioridad, o por lo menos quiso que el público de la Corte viese trabajar a uno de los más consumados lidiadores de la época moderna, aun a costa de tal sacrificio por su parte.


El matador de toros del que hacemos mención, fue el célebre Juan Yust, que, a no haber ocurrido su muerte, se habría antepuesto a todos los toreros actuales de esa época, porque a sus buenas cualidades morales, reunía las físicas más recomendables que elegirse pudiera. Roque Miranda le cedió el puesto, y con ello, según nuestro modo de pensar, ganó más de lo que a primera vista aparece, y acreditó con esa acción las buenas prendas que le atribuían sus amigos.
El lunes 15 de octubre de 1828, se anunciaba una corrida en Madrid, con los siguientes matadores en cartel: Antonio Ruíz “el Sombrerero” y Manuel Parra. Estos espadas merecían ciertas diferencias de la autoridad encargada en la dirección de estos espectáculos, y por ello se les prefería en los ajustes, aunque el público reclamase a otros toreros. No diremos por esto, que los aludidos fuesen menos acreedores que los demás, convencidos estamos de lo contrario, y así lo prueba el juicio crítico que del Sombrerero hicimos al tratar de él en su respectivo lugar. Nuestro deber se concreta a referir los hechos. Siguiendo con la descripción de este acontecimiento, diremos que, por razones de la aversión de esta autoridad hacia Roque Miranda, este estaba privado de torear, y pospuesto a otros toreros más modernos y menos simpáticos para el público. Esta circunstancia produjo que muchas personas criticasen la parcialidad de que hemos hecho mención, y la desaprobasen en todas sus partes, llegando hasta el punto de que se hiciera cuestión pública y casi general. No dejó de animar a Roque Miranda el giro que este negocio había tomado, y por ello permitió a su mujer que se presentase al rey Fernando VII, mediante a que a ella no le era difícil en virtud a la protección que la dispensaban muchas personas de su posición en palacio, y le refiriese al monarca el espíritu de intolerancia de que era víctima. La esposa del torero a que nos referimos, utilizó sus relaciones para el mejor éxito de la pretensión, y como fuese presentado al rey, y le refiriese el interés que el público tenía en que Roque Miranda saliese a torear, y la oposición que para ello se presentaba por la autoridad que entendía en el permiso para ello, se la ofreció al rey la reparación de semejante injusticia.
En efecto, el día 11 de octubre del año 1828, que fue el cuarto posterior a la presentación de esta señora al rey, se fijó con la mayor precipitación un aviso que, copiado literalmente es como sigue:

AVISO PÚBLICO

Habiendo mandado S.M. en su Real Orden del 7 del corriente, que se permita torear en la plaza de toros de esta Corte al espada Roque Miranda, lo verificaré este en la corrida de la tarde del 13 del corriente, en cumplimiento de dicha soberana resolución, y matará los toros que le cedan sus compañeros.
Madrid 11 de octubre de 1828.

Dos cosas se notan en la redacción del anuncio que íntegro hemos copiado. La primera en nada favorece a su autor, porque deja conocer el disgusto con que cumplimentaba la real solución que en él mismo alude, y la segunda, la generosidad del monarca, que cedía a simples instancias por la satisfacción de reparar una injusticia, que aun no siéndolo, se consideraba como tal por cierta parte del público que era decidido apasionado del torero Roque Miranda.
En cuanto a la conducta de los compañeros de Roque en esta tarde, el Sombrerero le cedió el primer toro con el mayor gusto. Luis Ruíz también hizo lo mismo, y Manuel Parra siguió la conducta de sus compañeros. Roque Miranda no olvidó la obligación que este proceder le imponía, y supo corresponder de un modo que dejó enteramente satisfechos a los espectadores. Miranda, en esta ocasión, lució su destreza, y el público se congratuló, consiguiendo ver en el redondel a un torero a quien en tanta estima tenían.
El primer toro que se lidió en esta tarde era procedente de la ganadería de Don Diego Muñoz y Pereira, de Ciudad Real; el segundo de la ganadería de Don Joaquín de Guadalain, vecino de Tudela, y el tercero de la respectiva de Don Juan Zapata, de Arcos de la Frontera. Los picadores fueron Alonso Pérez y Juan Martín.
Ya hemos manifestado el júbilo que el público recibió al leer el anuncio ya trascrito, y a hora diremos que algunos de los aficionados al toreo y de los adictos a Miranda, condujeron su entusiasmo a un extremo que suficientemente dejaba manifestado el aprecio que le dispensaban. Muchos celebraron el permiso que a este diestro le fue concedido de Real Orden, y cada uno lo practicó a su manera, siendo una de ellas la composición de unos cuantos versos que con profusión corrieron de mano en mano, pocos nos han sido posible reunir de los conservados desde aquella fecha, pero entre ellos haremos mención de unos que expresaban la situación de Miranda, y la oposición que había existido para que ejerciese su profesión en la plaza de la Corte.

A ROQUE MIRANDA

He visto con gran placer
Que ya te busca la suerte,
Pues que para dar la muerte
La Real Orden te dio el ser,
No dejes de conocer
Que el público de ha obsequiado,
Sírvele bien, más cuidado
Que, al momento de lidiar,
En lugar de ir a matar
No te veamos matado.

Es suerte que hayas triunfado
De quien tan mal te ha querido,
Y tanto te ha perseguido,
Hasta haberte perdonado,
Si quieres seguir amado
De todo Madrid entero,
Acuérdate de un Romero,
Del muy diestro Costillares,
Y si a aquellos imitares,
Serás siempre un buen torero.

No nos ha movido, al insertar estos versos, la idea sublime que de ellos hayamos formado, tanto de su mérito literario como de la originalidad del pensamiento, ambos extremos son bastante limitados, y no es ciertamente la consideración a ello lo que hemos tenido presente; es sólo demostrar la importancia del torero que tratamos en su mundo, dentro de la tauromaquia del siglo XIX, la que deseamos hacer valer para que formen idea del gran “partido” con que este diestro contaba, y el poderoso elemento que contaba a su favor.
Sin embargo, no supo utilizarlo, pues en este caso ya hubiera sacado de ello mucho más partido del que en realidad consiguió, en lo que debemos culpar más a sus cualidades morales que a las físicas. A pesar de ello, este incidente que hemos relatado contribuyó extraordinariamente a que Roque Miranda adquiriese una popularidad sin límites, y a que en los años siguientes fuese buscado con avidez para escriturarlo en la plaza de Madrid con el carácter que le pertenecía, lo cual sucedió en efecto, como se deduce de la relación que antes hicimos de las vicisitudes de las funciones con los toros en la plaza de Madrid.
Desde esta época continuó Roque Miranda en el ejercicio de su profesión, tanto en la plaza de Madrid como en algunas de las provincias para que era llamado, hasta que, en la temporada de novilladas del año 1830, fue invitado por cierto número de aficionados para picar los dos toros de muerte que en la corrida correspondiente al día 25 de diciembre de dicho año debía de tener lugar.
“Agradecido el espada Roque Miranda a los favores que le dispensa este respetable público, se ha propuesto picar en esta función los dos toros que su hermano Juan ha de matar por primera vez en esta plaza”.
Después decía:
“Seguirán dos toros de muerte de la acreditada ganadería de Don Mariano García, que anteriormente perteneció a Don Ramón Zapater, vecino de Colmenar, con divisa azul turquí, los que picará Roque Miranda, y estoqueará Juan Miranda, acompañado de la correspondiente cuadrilla de banderilleros”.


El público que a la fiesta anunciada acudió, estaba dispuesto a perdonar algo al improvisado picador de toros, puesto que no era aquella su verdadera profesión; pero nada encontró que le extrañase, y por el contrario, muchos motivos de aplaudir la perfección con que ejecutaba unas suertes ajenas enteramente para Roque. Sus adictos repetían y prolongaban los aplausos que la generalidad de los concurrentes tributaba a Miranda, y con la mayor aceptación de todos terminó la fiesta en que este torero alcanzó muy señalados triunfos.
No está, sin embargo, la única vez que demostró sus disposiciones en el arte de la lidia, generalmente considerada, pues ejecutó en varias ocasiones otras suertes, también ajenas a él, y que en su práctica mereció infinitos aplausos e inequívocas muestras de completa aprobación.
Debemos reconocer por estos hechos sus muchas disposiciones para la lidia, y su fuerza de afición y voluntad, pero esta circunstancia no nos debe evitar el conocimiento de su verdadero análisis como gran torero.
Antes manifestamos las cualidades que en él reconocimos, y en ellas aparece cierta discordancia, que después de explicarlas cual es conducente, veremos de donde dimana la falta de perfección del torero.
Roque Miranda nació para ser un excelente maestro que, si a su costado hubiera tenido un buen maestro, que haciéndole comprender los extremos del arte en todos los casos difíciles que se presentan, con especialidad a la suprema hora de la muerte de los toros, más esto le faltó a girar por sí, no pudo adquirir lo que de otro modo le habría sido bien fácil. Un ejemplo de ello tenemos en varias suertes que se le veía practicar con el mayor acierto, porque a otro matador de su época se las había visto y aprendido con la más absoluta perfección. Hablamos del volapié, los que recordaban esta suerte de entrar a matar en Roque Miranda y vieron al célebre Juan León, no nos negarían la similitud entre ambos.
Más, aunque en el sentido de matador de toros, le faltaba esa generalidad, ¿habremos de negarle celebridad? No lo creemos justo, nadie lo explica mejor que el éxito que logró alcanzar. Y no digamos que esta reputación se limitaba a ciertos puntos; en Madrid era conocido como el que disfrutaba toreando, y las circunstancias de su relación con la Casa Real, y de reunir muchas simpatías, la consideramos causa principal de su gloria con el público. También podemos citar otras ciudades y capitales que el público lo recibía con entusiasmo que no disipaba después de verlo torear, por ejemplo: Sevilla, Valencia, Reus, Brihuega, Albacete, Almagro, Ciudad Real, Murcia, Haro, Bilbao, Pamplona y otras plazas en que repetidas veces fue contratado. Esta es la mejor prueba de su indisputable mérito.
Hasta aquí podemos avanzar en la definición tauromáquica de Roque Miranda; hasta aquí también lo que arrojan los apuntes y antecedentes que de este diestro hemos podido recopilar en el concepto de este torero. Pasemos a otros de los incidentes que lo elevaron más, y por qué a su fallecimiento lo igualaron a los demás toreros de renombre en el mundo del toreo de la época.
Era por el año de 1816 cuando Roque Miranda era uno de los que contaban con la más decidida protección del gran torero Jerónimo José Cándido, de muchos conocimientos y de una consumada maestría. Ansioso de su discípulo se luciera y que diera a conocer sus mejores y superiores disposiciones para la lidia, preparó una tienta con un toro llamado enano, el cual debía de ser picado, banderilleado y matado por Roque Miranda, este no repugnó aquella especie de prueba y llegada la hora de la corrida y la salida del toro en cuestión, apareció Roque Miranda a caballo vestido de picador, con soltura y dando muestras de ser un perfecto caballista, ejecutó la suerte de varas hasta que el presidente del festejo cambió al tercio de banderillas. Roque Miranda bajó del caballo de picar al momento y despojándose con la mayor prontitud del pesado traje de picador que cubría al de banderillero, practicó la suerte de banderillas a la perfección, pasando últimamente a la suerte suprema, estoqueando al toro con el mayor acierto y aprobación del público, que sin cesar le aplaudía y colmaba de vítores y aclamaciones.
No fue en esta ocasión su maestro Jerónimo José Cándido quien menos satisfacción recibió al escuchar las significativas muestras de júbilo que el público prodigaba a su protegido, tanto más cuanto que él mismo conocía la justicia con que obraba. También este buen torero dio parabienes a su ahijado y le anunció una ventajosa posición en el arte taurino, si continuaba en los términos que había empezado.
Otros hechos notables se refieren de este diestro, que tuvieron lugar en varias plazas de provincias. Progresando con bastante rapidez continuó Miranda hasta el año de 1828, cuya época fue en la que estuvo más feliz, pues consiguió rivalizar con cuantos matadores se conocían por entonces. Antes hemos hecho mención de algunos de ellos, por lo tanto, obviaremos el recordar nombres. Limitando, pues, a la relación del torero que nos ocupa, y habiendo demostrado lo más principal de cuanto se le ha concedido, pasaremos a hablar de los últimos años de su vida, no sin consignar antes que, como nuestros lectores habrán conocido, pasó de este diestro la más perfecta época de su lucimiento, en razón a que sus opiniones le privaron de ser admitido entre sus compañeros, por motivos políticos, hasta el extremo por la adversión a las ideas liberales.
Nos hallamos en el año 1841, cuando Roque Miranda fue empleado por el ayuntamiento de Madrid, nombrándole administrador del Matadero, este cargo duraría poco tiempo, pues no era el más apropiado para sus instintos. No obstante, sirvió el destino hasta la temporada taurina del año siguiente, en que por razones de compromiso que él mismo buscó, fue contratado como matador de toros en la plaza de la Corte, sin fijar su consideración en que este extremo estaba precisamente en oposición a su calidad.
Se anunció públicamente su salida a torear, y los concejales hubieron de pedirle explicaciones, que él las dio cumplidamente, toda vez que aquellos señores le concedieron permiso para torear cuatro corridas. Toreó estas y otras posteriores, como no podía menos de suceder, atendiendo a su contrata, y entonces el ayuntamiento se vio precisado a disponer el despido de Roque, como administrador del Matadero, dedicándose solamente a su profesión, torero. No queremos calificar esta conducta, pero a nuestro modo de ver, no fue muy acertada, en quien como él hallábase ya en una edad en la que ha pasado la agilidad que se reclama para torear. Bien pronto debió conocer los resultados de su indiscreción, el día 6 de junio de 1842 sufrió una terrible cogida en la plaza de Madrid, de la cual sacó tres cornadas del mayor peligro, por un toro de la ganadería del Duque de Veraguas. Mucho tiempo necesitó para su completa curación, pero Roque Miranda no atendía a esta importante circunstancia, y como fue llamado a torear en Bilbao, emprendió su marcha para la capital bilbaína, donde se hallaba Curro Montes, fundándose en que aún no tenía sus heridas cicatrizadas, no permitió que torease. Regresó a Madrid, y ya mejorado de su percance, toreó dos corridas en esta plaza, que fueron las últimas en que dejó verse de un público que tanto le apreciaba.
Achacoso ya y constantemente ocupado en una vida tan agitada como es la de un torero, se le formó una fistula entre las dos vías. Los facultativos que buscaron para su curación, eran quizá de sus más apasionados seguidores, y tal vez el deseo de sacarlo cuanto antes de la situación que le ocasionaban sus padecimientos, fueron causa de que equivocasen el método de cura y contribuyesen a su muerte.
Por último, después de graves sufrimientos y tres operaciones crueles que sufrió, exhaló Roque Miranda su último quejido en la noche del 14 de febrero de 1843, en los brazos de su tierna esposa y su hija.
Tales son los antecedentes de Roque Miranda, a quien nos falta juzgarlo como privado, en cuyo análisis no entraríamos seguramente, si temiéramos no quedar completamente airosos en la relación descriptiva de sus costumbres particulares. Su conducta pública estaba en completa consonancia con la privada, y así es que, si del público recibía muestras de un aprecio y consideración ilimitada, entre su familia no era menos querido, por la razón de que además de poder titularse buen jefe de ella, era al propio tiempo el más amable esposo y razonado padre y favorecedor de los demás parientes. Favorecía a estos aún más allá de lo que sus facultades le permitían, no vacilaba nunca en sacrificar sus intereses, con tal de que resultase en provecho de esa persona, y últimamente, podía llamarse el mediador y conciliador. ¿Y qué diremos de su formalidad, de su buena fe y delas demás cualidades que recomiendan al hombre en sociedad? Nadie se ha lamentado aún de perjuicios que por el procedimiento de Roque se le hayan ocasionado en ningún tiempo, todos le concedían estas dotes, y nadie pronuncia su nombre sino para hacerle en esta parte la debida justicia. Jamás se vio molestado por autoridad alguna, y habría seguramente, a la eterna mansión sin conocer los rigores, ni aun de la persecución, sino hubieran mediado las circunstancias políticas que tanto influyeron en perjuicio de sus intereses.
Podemos decir sin incurrir en equivocación, que Roque Miranda era uno de esos hombres de instintos de los más benignos y excelentes, y que al paso tenía formado un verdadero concepto de lo que vale un hombre de bien, y dándose este aprecio, no se separó jamás de la senda que está marcada por la ley de la sociedad.

Friday, August 17, 2018



JUAN LEÓN

Juan León y López, nació en Sevilla el 2 de septiembre de 1788, y murió en Utrera el 5 de octubre de 1854.
El célebre torero Juan León (el de la copla) nació en Sevilla capital, que como tantos toreros de su época, pasaron su niñez en el famoso Matadero sevillano, adiestrándose en el arte del toreo, bajo la dirección y el auspicio del célebre Francisco Herrera Guillen, continuando después, como banderillero, hasta conseguir el beneplácito del público, que algo tuvo que influenciar la enseñanza que de su maestro recibió, que no poco influyó en sus dotes y cualidades, asimilándolas a su forma y maneras de torear.

Así se deja conocer por la historia de este torero, que siempre supo sostenerse a una gran altura digna del nombre que adquirió, elevándose si cabe, hasta que por razón de su avanzada edad abandonó la profesión; y aún en este caso debemos decir que Juan León, nunca fue viejo para el toreo. La falta de agilidad, la suplió por el Arte que tan hábilmente poseía.
Su Arte con la muleta fue sin límites, manejándola extraordinariamente. Nadie le vio en situaciones violentas, cuando un toro se defendía con aspereza y derrotas, por el contrario, siempre inspiraba nuevos recursos, que le evadían del peligro, que le pudiera la peor condición de los toros, que, al rigor de su espada, morían.
Como hemos dicho, Juan León recibió las primeras lecciones de Curro Guillén, que, acogiéndole desde niño bajo su protección, sacó de él a un distinguido banderillero. No era en el tiempo a que aludimos muy general, que los diestros que ocupaban un lugar de esta clase fuesen aplaudidos con entusiasmo por los espectadores, pero Juan León, con algunos compañeros de la época, alcanzó este triunfo, disputándose a la vez con sus contemporáneos el lugar más preferente que a semejante situación era dada. Por ello mereció el nombre de sobresaliente que ninguno le disputó jamás.

LA COPLA DE JUAN LEÓN
Más flamenco no lo había, 
en la villa de Madrid, 
cuando fue de Andalucía, 
a la corte a presumir. 

Y con Cúchares y El Tato, 
en el Café de la Unión, 
se ufanaba de arrogancia, 
el torero Juan León. 

Como reluce, como reluce, 
la gran calle de Alcalá, 
como reluce, como reluce, 
cuando suben y bajan, 
los andaluces, los andaluces, 
y reluce más que el sol, 
cuando con su traje corto, 
la pasea Juan León. 

A Paloma, moza brava, 
puso cerco Juan León 
pero ella se burlaba, 
del mocito rondador. 

Curro Cúchares y El Tato, 
en el Café de la Unión, 
un cantar muy conocido 
dijeron al fanfarrón. 

Ya no reluce, ya no reluce, 
la gran calle de Alcalá, 
ya no reluce, ya no reluce, 
cuando suben y bajan, 
los andaluces, los andaluces, 
que al torero Juan León, 
una madrileña guapa, 
le ha robado el corazón.

Compositores: García Padilla, León, Quiroga y cantada por la gran Marifé de Triana. 

Llegó una época para Juan León, en que dominaba las suertes concernientes a su clase, y en la que era preciso ocuparlo en otras más difíciles, y se le propuso la de ser toreros. Aceptó como era de suponer, y bien pronto se confirmó la idea de que esta elevada situación, era la más compatible a la inteligencia de este diestro, y a fuerza de voluntad con que al toro se lanzase. Pocas advertencias fueron necesarias para imponerle de lo que debía practicar.
Una inteligencia consumada demostró bien en breve, y esta reunida a su agilidad y a la especialidad de sus recursos, lo elevaron en poco tiempo, organizándose unas simpatías generales en cuantas plazas se presentaba.
Negar que las consideraciones que el público dispensaba a Juan León, no eran remuneradas por este, seria faltar a la verdad y no discurrir sobre el aprecio que este buen torero mereció de cuantos veían su manera de torear. Difícilmente puede hallarse más completa uniformidad de pareceres entre los espectadores, cuando se trata de un buen torero, y Juan León era esto una consecuencia de las simpatías que inspiraba.
Inteligentes y profanos, se declaraba por este célebre torero, porque a los primeros no molestaba con exposiciones, que siempre son repugnantes, y a los segundos complacía por la manera oportuna de aplicar su arte a las difíciles suertes que el toro le presentaba. Tal concepto mereció en sus buenos tiempos, y desde poco después de lanzarse a ocupar un puesto en el escalafón de matadores.
¿Cómo negar a este célebre torero una superioridad, respecto a los demás, que existieron en sus buenos tiempos? Sin competidor notable que le estimulase, sin elementos capaces de prestar alguna idea y sin más recurso que los antecedentes adquiridos del inolvidable Curro Guillén, supo crearse un método, que a la vez metodizaba y conducía a la perfección, pero no digamos que este era forzado, no, era el más a propósito para la lidia, puesto que a todos agradaba y a todos satisfacía. Las notabilidades que en los primeros tiempos de Juan León alcanzó este a ver, y el buen trabajo que otros antiguos diestros practicaron en época anterior, en que este pudo adquirir igual los conocimientos taurinos, a razón que se formaba en su manera de manejar los trastos de matar, tal era su convicción de que este método adquirido de su maestro Curro Guillén y regularizado después con proporción a sus dotes físicas, era el más útil y beneficioso. La experiencia demostró más tarde, que su opinión en esta parte fue la más acertada, puesto que bajo ningún concepto hubiera disfrutado jamás otra reputación más distinguida que la adquirida en su carrera, conservada íntegra en su larga vida torera y aun después de su retirada del mundo taurino.
Juan León fue siempre uno de esos matadores que, ya excusados con su agilidad, bien por la natural defensa que desde luego se creó con la muleta, y por su gran valor para con los toros, se contentaba con muy escasos pases para lidiar y estoquear; si el toro resultaba muerto de una estocada, su triunfo estaba ya conseguido, puesto que a la prontitud iba unido el lucimiento; pero si en caso contrario el toro no caía y necesitaba otra estocada, Juan León no titubeaba en darlas precipitadamente, porque sin duda obraba en él la convicción de que este periodo en la lidia del toro debe ser breve y pasajero.
Otra causa existe, y es, de que este aventajado torero utilizaba la suerte del volapié con más frecuencia, y la anteponía a las demás suertes, que por entonces se conocían. Por esta y por otras muchas razones, los aficionados que no eran partidarios del arte de Juan León, lo criticaban.
¿Y esta era razón para juzgarle así? Los que de tal modo opinaban, ¿no veían las cualidades físicas del torero? En su talla, en sus elementos físicos y en todas las demás particularidades de este diestro, ¿cabía otro sistema que proporcionara mayor seguridad y lucimiento? El toreo de Juan León satisfacía a la mayoría del público, y el mismo también se satisfacía su entrega para con el toro. Pero no se diga por eso, que esos arbitrios son ajenos del arte. Por el contrario, son necesarias muchas cualidades y poseerlas con sobrada perfección, para adquirir en dilatadísimo periodo, el crédito y justa fama que siempre mereció el matador de toros cuyo juicio nos ocupa.
Llaman matador de sorpresa al diestro que, con el auxilio de su muleta, arregla la cabeza de los toros en menos tiempo que otro que ha sabido regularizar su acción y manejo para adquirir una completa defensa; que sin eludir ninguna de las reglas establecidas en el arte de torear, consigue matar un considerable número de reses, y que siempre se hallan ocasiones para aplaudirle y vitorearle, no puede con justicia censurársele ni darle otro título que consumado matador de toros y distinguido diestro. Tal es nuestro parecer y el de cuantas personas reflexionen antes de aventurar una expresión, que sin duda alguna es ajena al mérito que reconocidamente poseyó este torero. Recordemos su manera de lidiar a los toros, su defensa con la muleta para con todas las situaciones en que los toros se colocaban, y esto sólo bastará para que le aclamemos con entusiasmo, porque tal es el efecto que produce lo bien entendido, lo útil, lo provechoso y lo que se adapta al gusto y capacidad de todos.
Sentimos que la falta de documentación no nos permita decir de él cuanto se merece ciertamente en el concepto de los imparciales, un hombre cual el de que tratamos fue siempre apreciable para los que en algo tienen las especialidades de su país, y para las que distinguen el mérito donde quiera que lo hallen. Quisiera, por lo tanto, dejar consignados sus hechos más notables, para que se inmortalizaran cual el de otros muchos que exponemos.
Nos resta comentar de este aventajado torero, que sólo a sus grandes conocimientos le hubiera sido dado, más que a ninguno de los de su clase, defenderse de las reses a tan avanzada edad. Ya pasaba de sesenta años cuando toreó por última vez, y falleció el año 1854 en Sevilla, no dejando a su desconsolada familia más medio de subsistencia, que el recuerdo de su honradez.

CRONOLOGÍA


*Juan León, como tantos toreros sevillanos de la época, en sus primeros años de aprendizaje tuvo lugar en el famoso matadero de Sevilla, concurrido por tantos “maletillas” jóvenes, que luego, algunos, serían famosos.
Aquí en este matadero sevillano, también empezó Juan León haciendo sus “primeros ensayos” de torero, bajo la dirección y auspicios del célebre Curro Guillén. Entrenamientos continuos hasta conseguir una técnica del toreo de la época, hasta conseguir una distinción, en que algo debió contribuir las instrucciones que de su maestro recibiera, pero no poco influiría sus dotes y cualidades, las más adecuadas para la profesión. Así se dio a conocer.

*Juan León tomó la alternativa, en Madrid, en la “Plaza de la Puerta de Alcalá, el 29 de abril de 1821. Su padrino fue Francisco Herrera “Curro Guillen". Fue una gran figura de los ruedos, y destacó por su valor, raza y fuerza en el toreo.

*En la temporada 1814, en esta temporada figura en la maestranza de Sevilla, como banderillero, con el sobrenombre de “Costura”.

*Temporada 1816-1819, en esta temporada lidiaba como media espada, en la plaza de Madrid, el 8 de julio de 1816, destacó entre Cándido, Curro Guillén y el Sombrerero. Juan León, avecindado en la Villa y Corte, tras el alzamiento de Riego, se alistó en el cuerpo Nacional de Milicianos de Caballería, decisión que le permitió incrementar el número de contratos. Este mismo año toreó un festejo en Sevilla en honor del anterior general liberal.

*En el 1820, el 20 de mayo toreó en Ronda donde fue cogido, por el toro que mató a Curro Guillén, el gran maestro murió en minutos ante el desconsuelo de los allí presentes. En paralelo, se labró una gran popularidad gracias a su enconada rivalidad con El Sombrerero.

*En la temporada 1821-22, torea en Madrid como primer espada.

*Año 1840-50, sufre graves cogidas, a consecuencia de su forma de toreo, arriesgando, propio de un torero valiente.

*Y en la temporada 1851, el 25 de mayo es cogido nuevamente en Aranjuez por lo que decide retirarse de los ruedos.

*Murió en Utrera, provincia de Sevilla, el 5 octubre en el año 1854.

Inauguración: El 20 de agosto de 1845 se inaugura la plaza de toros de Almagro (Ciudad Real), con una corrida de toros en la cual actuó como único espada Juan León, y en ella se lidiaron toros de la ganadería de Vistahermosa.

Temporada 1851: el 25 de mayo es cogido en Aranjuez, por lo que decide retirarse definitivamente

Wednesday, May 30, 2018


JUAN JIMÉNEZ “EL MORENILLO”


En el año 1794, nació en Sevilla el torero de que vamos a ocuparnos en la presente biografía taurina. Fue bautizado en la parroquia de San Pedro de la capital sevillana, y en el mismo barrio creció hasta la edad de seis años. Poco prometen los de la infancia de Juan Jiménez para que nos detengamos en hacer un relato de esta primera época. Aplicado en la escuela primaria, empezó con el aprendizaje de párvulos con bastante rapidez, bien por su natural viveza, ya por razón del método que el encargado de su educación tenía adoptado, es lo cierto, que apenas contaba Juan Jiménez seis años de edad, cuando se encontraba escribiendo, y en disposición bastante adelantada. Un incidente de todo punto desgraciado, vino a paralizar la enseñanza de Juan, pues en breve tiempo perdió a sus padres, quedando huérfano por consiguiente y sin el único recurso que en el mundo poseía. Triste es, por cierto, una situación de semejante naturaleza, y más lo habría sido en aquellos momentos para el niño que era, y de quien tratamos, si una tía, cediendo a los impulsos de compasión que su sobrino le inspiraba, no se hubiera hecho cargo del cuidado de tan desafortunado niño, pero esta no había meditado quizá el grave peso que sobre sus hombros se echaba, y bien pronto se resintió de él, notando los gastos excesivos para su posición que la educación de Juan le ocasionaba. En consideración a ello, dispuso que este fuese separado de la escuela, dejándole con los escasísimos conocimientos hasta entonces adquiridos, tan importantes en su esencia, como todos sabemos que constituyen la más principal de las necesidades del hombre. Tampoco había limitado esta señora sus proyectos a la resolución que hemos dicho, eran más vastos, quería, además, con el ánimo de que su sobrino le fuera menos gravoso, que se aplicase a un oficio de fácil ejecución y breve aprendizaje, para que cuanto antes se agenciase en él la necesaria subsistencia. Fue elegido zapatero, y seguidamente se le impuso a Juan Jiménez de la medida últimamente tomada por su madre adoptiva, el cual la escuchó con la impasibilidad propia del que no piensa obedecer. No obstante, se le buscó maestro, se le hizo concurrir a su presencia, asistió Juan algunos días a la tienda, pero no se dedicó a aprender lo que ciertamente era ajeno de sus instintos. Semejante conducta, unida a una desaplicación especial, llamó la atención especial, llamó la atención de la tía, que no economizaba medios de castigo para obligarle más y más a sus proyectos. Esta circunstancia dio margen a que Jiménez eludiese la vista de su tía, y para conseguirlo sin la contingencia de poder ser hallado por aquella, encaminándose a la puerta de la Carne, donde pasaba los días escuchando lances y suertes del toreo, que los dedicados a esta profesión referían.
Impulsado Juan Jiménez por la curiosidad que estas conversaciones le infundieron, se acercó al Matadero, conocido por todos los taurinos, y como en él se adiestrasen algunos toreros ejecutando suertes con los toros y vacas, que al mismo eran conducidas para su sacrificio; Juan se decidió a practicarlo también, seducido quizá por la influencia que esta ocupación ejerce sobre la generalidad de los niños y jóvenes. Su tía en tanto, le buscaba con afán, no solo por indagar su paradero, sino con el ánimo de precisarlo a seguir en el oficio de los zapatos, lo cual no pudo la señora conseguir, porque Juan Jiménez se separó de ella para siempre, mudando de domicilio al barrio sevillano de San Bernardo. Nada más natural en un niño que había perdido el cariño de sus padres, que tomara grandes decisiones cuando una mano tirana le oprime, obligándole a tomar una senda contraria a sus instintos y afecciones. En esta ocasión quedó probada tal verdad, pues no habiendo cálculo para meditar sobre el porvenir, se arrojó a lo primero que se presentó a su imaginación.
Su idea dominante era huir de quien sin justicia le prodigaba castigos, y a este impulso obedeció sin consideración a ninguna otra razón de utilidad ni conveniencia.
Se despertó en Juan tan decidida afición por el mundo del toreo, que no procuraba otra cosa que la salida de un becerro pequeño para ocuparse en torearlo de la manera más apropiada a su temprana edad. Poco tiempo pasó sin que el atrevimiento lo condujese a torear todo el ganado que entraba en aquel Matadero sevillano, pues su osadía caminaba de acuerdo con la habilidad que adquiría en la constante práctica. Tal vez los pocos años y su contextura, naturalmente endeble y delicada, produjo en los demás toreros parasen la vista en quien con tan escasos elementos se aventuraba a lo que el aprendiz de torero, y por esta razón era objeto de aprecio, sin que por ello nadie le pidiese explicación sobre su situación ni se declarase su favorecedor.
En la ocupación que hemos descrito y guiado por sus propios instintos, permaneció Juan Jiménez el dilatado tiempo de cuatro años, al cabo de los cuales contaba este los doce años de edad y ya la fortuna saciada hasta cierto punto de serle contraria, quiso mostrarse propicia, con la amistad de Curro Guillén, que hechizado de verle tan joven, y toreando con cierta perfección, le propuso llevárselo a Portugal, a cuyo punto se dirigía este célebre torero para cumplir contratos de varias corridas de toros. Juan Jiménez acudió gustoso, y Curro Guillén le presentó en aquella capital sin ajuste ninguno y sólo con el ánimo de que se soltase completamente en la lidia. No fue muy económico en practicar distintas suertes a toros que se lidiaban con la aprobación de Curro que le dirigió en ellas, por lo cual dio motivo a que el público le cobrase un decidido afecto, hijo del asombro que experimentaba a la vista de la ejecución del niño en las complicadas y difíciles suertes que practicaba a cada paso. Con este motivo por parte del asentista de la plaza, para que Juan Jiménez matase un becerro, y Curro Guillén accedió (midiendo las facultades de Juan), con tal que el becerro fuese de dos años.
Se anunció la salida del improvisado matador, y provisto de una muleta a propósito para su talla y del más ligero verduguillo de Guillén, mató tres becerros en tres tardes diferentes, según lo había ofrecido, recibiendo en todas ellas infinitas muestras de aprobación por parte del público, que lo admiraba, y la retribución de media onza cada tarde que el empresario cedió a su favor, siendo este el primer dinero del toreo que Juan Jiménez percibía. Dos años consecutivos asistió a las corridas que se ejecutaron en la capital del vecino país, y siempre dejó muy buenos recuerdos, merced a la protección que le dispensaba el maestro Curro Guillén.
Concluido el tiempo expresado, volvió a España, y su primer ajuste formal o sea por cantidad convenida, fue el que realizó en el pueblo de Trigueros, en el cual se comprometió a torear las distintas corridas que debían tener lugar, matando además un toro en cada una de ellas, para cuya operación se le unió con igual obligación, un hombre de bastante edad, llamado Manuel Correa, el que no sólo dejó de ayudar a Juan en el toreo que se preparaba, sino que a pesar de haber tenido precisión de matar los toros que a Correa correspondían, hubo de compartir con él la mitad de lo ganado en las corridas, sin que este lo hubiese merecido.
Por esta época, en el año 1814, estuvo Juan Jiménez ocupado en torear por varios pueblos de Andalucía, matando un toro en el Castillo de la Guardia, a pocos kilómetros de Sevilla, tres toros en la villa del Arahal, y otros festejos en varios puntos.
Llegó el año 1815, y ya el torero ansiaba una ocasión de manifestar sus adelantos en la lidia, que en esta época se le presentó, verificando su salida en la plaza de Sevilla, ajustándose de media espada; siendo primera el aventajado Jerónimo José Cándido, y segunda espada José García “el Platero”, también matador de algún crédito.


Existía en Sevilla por este tiempo, la antigua costumbre de lidiar un toro en los encierros, el cual sufría la muerte después por el medio espada, y Juan Jiménez, que con tal carácter se había contratado, fue el encargado de esta operación por el tiempo de tres corridas que abrazaba dicho ajuste, lo cual practicó a satisfacción de cuantos a este festejo concurrieron. Aquí creció en cierto modo la reputación del torero, y con la ayuda de esta circunstancia determinó torear en Madrid, para demostrar en la capital de España su valía.
Provisto de una eficaz recomendación de Juan Núñez “Sentimientos”, se trasladó a la Corte, donde llegó por la época del carnaval, en que se celebraban novilladas con dos toros, que “Sentimientos” mataba; más en un periódico llamado El Diario de Madrid, apareció un anuncio, el martes 7 de febrero de 1815, que decía:
“Por indisposición que padece Juan Núñez “Sentimientos”, no puede matar los dos toros de la fiesta de hoy, y lo verificará en su lugar Juan Jiménez, natural de Sevilla, nuevo en esta plaza. Lo que se noticia al público para su inteligencia”.
En esta tarde se lidiaban un toro de la vacada de Don Antonio Calleja, vecino de Fuente Sauce, y el otro de Don Ventura Peña, de Madrid. Con este ganado se estrenó Juan Jiménez en la plaza de esta Corte, y no fue, por cierto, en dicha fiesta menos afortunado que lo había sido en Portugal. Acreditado ya con tan buenos antecedentes, fue ajustado al siguiente año en la misma plaza de Madrid, en clase de media espada y banderillero de Juan Núñez, segundo espada aquella temporada, y primera el célebre Curro Guillén.
Llegó la segunda temporada de este mismo año, y Juan Jiménez marchó a Valladolid en unión de Francisco Guillén, con el fin de ayudarle, y matar el toro que tan famoso torero le designase, mediante a que este se encontraba herido en un brazo, de resultas de una cogida en Salamanca. Juan Jiménez cumplió como siempre.
En el año 1817 fue contratado a torear Curro Guillén en las plazas de Valencia y Zaragoza, y como quiera que recordase este lo satisfecho que Juan Jiménez había dejado al público ante quien había toreado el año anterior, no vació en ajustarlo de banderillero y medio espada, no obstante acompañarle en el mismo concepto el torero Juan León, de quien Curro Guillén era decidido protector. Juan Jiménez, cumplió y mereció aplausos y vítores y repetidas muestras de la aceptación con que el público le distinguía.
Pasada esta época a que aludimos en el párrafo anterior, continuó este torero en el ejercicio de su profesión, progresando con una rapidez extraordinaria, hasta que, en el año siguiente de 1818, le condujo su buen hacer en el arte de torear, a que fuese contratado en compañía del matador de toros Francisco Hernández, conocido por “El Bolero”, para matar un toro por la mañana y dos por la tarde en la plaza de Pamplona. En esta ciudad dejó muy buenos recuerdos, pues sus facultades por entonces simbolizaban con el valor, y de estas cualidades no podía menos de resultar una ventaja inmensa para quien las poseyese. En este caso se hallaba el torero Juan Jiménez, que, en 1819, época en la cual había adquirido cierta posición con su torería, y por no descender de ella, se veía precisado a desechar algunos ajustes que en razón a su buen toreo se le proporcionaban, tanto porque estos no correspondían a su condición y al carácter que representaba, cuanto porque la retribución del trabajo para que era buscado también aparecía en inferior escala a la que Juan Jiménez ocupaba. En consideración a todo ello, se concretó por algún tiempo a torear en ciudades subalternas, y en alguna que otra función extraordinaria, de las que tenían lugar en la plaza de la Corte.
Aquí adquirió su completa reputación, si asi podemos llamar al interés que generalmente inspiraba a los aficionados. Fiel ejecutor de las suertes que los toros reclamaban, las ponía en práctica con una serenidad y maestría admirables, sin que ninguna exposición delante del toro, por grave que fuera, bastase a contenerle en los peligros propios de la suerte. Con semejante método, se creó un partido de seguidores, que no solo le servía para sostenerle a una altura privilegiada, sino que hacían correr su fama por todas partes, generalizando y dando una idea más o menos exagerada, según lo reclamaban sus cualidades artísticas y las simpatías que a cada uno inspiraba.
Este es el resultado que producen las voces que dicta la pasión, cuando se trata de un hombre que depende del criterio del público; y aunque Juan Jiménez no se encontraba en el caso de los que han sido favorecidos por la opinión que les haya tributado un puñado de amigos o adictos, no obstante, se vio obligado a poner de su parte cuanto cabía en el círculo de la posibilidad para no desmerecer ni desmentir lo que de él se esperaba.
Incidentes más o menos desunidos de fundamento organizaron por esta época dos partidos entre los aficionados al toreo, los unos se declararon por el torero que tratamos, y los otros daban la preferencia a un matador de que también hablaremos, no menos digno por cierto de figurar en esta publicación, por su especial mérito.
Obstáculos de alguna consideración se presentaban a cada paso para aventurar la opinión de cuál de los dos matadores de toros era el más perfecto y consumado torero, ambos poseían condiciones sumamente dignas de aprecio, y los dos rivalizaban con una igualdad poco común, a lo que contribuía eficazmente la identidad de escuela que poseían. En semejante lucha existían los acérrimos partidarios de uno y otro torero, y al presentarse el año de 1820, en el cual ya Juan Jiménez figuraba como primera espada en muchas plazas de primer orden, contándose entre estas la de Zaragoza, para la que estaba contratado el célebre Curro Guillén por entonces, y por razón del desgraciado acontecimiento de su muerte, recayó la elección en Juan Jiménez, quien se trasladó a la capital maña, lidió las corridas que estaban previstas en la misma, llevando a Jerónimo José Cándido de compañero, como retribución de los muchos favores que de este gran torero tenía que agradecer.
No defraudó, Juan Jiménez a sus seguidores, cuajando faenas y derrochando valor, por lo cual se encontraba pleno de facultades, demostrando los recursos con que se adornaba en distintas ocasiones, con que la cualidad de ciertos toros lo precisaban.
Distintos ajustes se le presentaron este año y en todos correspondió satisfactoriamente. Al siguiente se le buscaba con afán, y avenidos en el contrato, toreó en la plaza de la Corte con inexplicable éxito entre la afición. En varios años posteriores fue también contratado Juan Jiménez, sin perjuicio de lo cual, toreó en distintas plazas de provincias y también en Sevilla, sufriendo un percance y lastimado en esta corrida, en la cual alternaba con el referido José Cándido, y ya restablecido totalmente de su cogida toreó en las tres siguientes corridas, con una acogida clamorosa del público, y terminada la temporada de toros regresó a Madrid nuevamente, donde desde luego fijó su residencia.
Después de estos sucesos y al aproximarse otra temporada taurina, fue buscado por distintas empresas, y como prefirió la Plaza de la Villa y Corte de Madrid, por convenirle a su forma de torear y de agradar al público, viéndosele torear esa temporada como tenía costumbre y sin desmerecer de la justa reputación que se le otorgaba. Algunos años después también siguió toreando en la misma plaza, alternando otros contratos por provincias, toreando en todas las plazas habilitadas para el toreo, recorriendo toda España, en diferentes épocas y repetidas ocasiones.
Bosquejada la historia de su vida taurina, ahora nos ocuparemos de las particularidades de su biografía. Durante sus primeros años se hallaba dotado de una agilidad extraordinaria, que le preservó en más de una ocasión de que los toros le hirieran; comprensivo en cuanto cabe, producto quizá de su desmedida afición por el toreo, le bastaba una advertencia para no olvidarla jamás y utilizarla siempre que las circunstancias lo exigían. Aplicado desde su más tierna edad al toreo de capa, por razón de sus facultades entonces eran nulas para otro extremo, lo aprendió con notable perfección y supo sacas después de aquella habilidad un distinguido provecho, haciéndose, en fin, notable por la defensa de su capote, en la que cada día adquiría más y más seguridad ante el toro.
Pasemos ahora a la clase que a esta sigue en categoría, conocida por la de banderillero. Lo fue Juan Jiménez más fino que largo, pero con la ventaja de hacer la suerte de ambas manos o sea de los dos lados, nunca se quedó rezagado de sus compañeros, y por el contrario, prefiriendo siempre las suertes difíciles a las de menos exposición, fue muchas veces aplaudido por los buenos y entendidos aficionados. Su capote no hizo jamás un feo al toro, y siempre dispuesto a la voz del matador que le ocupaba, no se hacía esperar, ni menos entorpecía las suertes, en una palabra, no estorbó jamás en el ruedo.
Como matador de toros fue corta la época de su apogeo, o bien en la que demostró que ninguno le excedía; pero aquella pasó como una tempestad borrascosa, que deja siempre señales de destrucción. Así ocurrió con Juan Jiménez. Las desgracias que sucedieron a este torero en breve espacio de tiempo, hubieran inutilizado a otro cualquier torero de menos recursos; pero este contratiempo hubo al fin de producir sus efectos naturales y se le veía luchar con su incapacidad, y si permaneció en candelero, fue solo debido a la bondad de sus cualidades como torero y a su valor.
Mejorado últimamente, volvió a hacerse notable; y guardando la alternativa que exigían sus padecimientos, pasó considerado del público y aun con cierta deferencia, que después de entrado ya en edad, supo conservar.
En la primera década, que también podremos dividir en dos partes, suprimiremos los extremos de que ya hemos hablado, y lo cual llamaremos ensayo; pero respecto a la segunda parte de aquel tiempo, nos detendremos en clasificar lo especial y notable que a Juan Jiménez pertenece. Su muleta llegó a perfeccionarse de una manera admirable, y no le faltaba más que práctica para llamarse un aventajado torero y general como pocos.
Después que se colocó por su trabajo en el término que antes decimos, adquirió cierto aplomo, inteligencia y arte, que con dificultad podrán hallarse reunidas tantas circunstancias y de tal valía y recomendación. La vida artística de Juan Jiménez ha sido bien conocida del público y este podrá juzgar la imparcialidad que nos guía en nuestro relato.
Tampoco dejó de hacer alguna invención de reconocido interés, que no queremos pasar por alto. Se le debe la suerte de bastante utilidad, que cuando no generalizada, ni puesta en práctica, demuestra, sin embargo, que puede ejecutarse con notable aprovechamiento. Hablaremos de ella detenidamente y en los términos que su entidad reclama.
Se conoció en España hace muchos años, un ilustre caballero excesivamente aficionado a la Fiesta de los Toros y afecto por consecuencia a los que a este oficio se dedicaban, el cual hubo de adquirir conocimientos prácticos de bastante importancia, que unidos a los teóricos que se había proporcionado con las muchas ocasiones en que pudo discurrir sobre difíciles suertes que a toreros consumados vio practicar; reunió este un caudal de observaciones, que aplicadas con acierto, formaban el complemento del arte de torear. Este mismo sujeto las explicaba con sobrada exactitud y por tal razón se le reputaba con justicia por persona muy entendida en la lidia y autorizada su opinión hasta un punto indeterminado.
Juan Jiménez había escuchado a este señor como a un oráculo, cuando trataba sobre materia de toreo, y más principalmente sobre la utilidad de que los toreros, en general, fuesen “ambi-diestros”, o sea, torear y matar con ambas manos, de lo cual podrían sacar una inmensa ventaja, siempre que el toro fuese imperfecto, o se entregase a alguna de las suertes contrarias a la mano derecha del diestro. De estos sabio consejos, tomó Juan Jiménez un tanto y supo detenerlo en la imaginación, hasta que se le presentó una ocasión de realizarlo en los términos siguientes: Juan Jiménez firmó un contrato con la Plaza de Madrid, y en una de las corridas que tuvieron lugar, le tocó un toro “boyantón” y sencillo con los pases de muleta, pero que al lidiar se terciaba y se colaba, poniendo al diestro en una situación difícil, lo cual prometía un desgraciado incidente. Jiménez comprendió que era llegado el caso de ejecutar lo que en tantas ocasiones se le había recomendado, y como contase con valor suficiente para ello, no titubeó en cambiarse la espada y la muleta, y cambiando de mano los trastos de torear, le dio una estocada al toro que, en breves momentos, dejó de existir. Un clamor de palmas, olés y vítores resonaron por toda la plaza, y no faltó quien reputase esta suerte como una de las de más entidad, siquiera por lo poco que era usada en aquellos tiempos.
Visto por Juan Jiménez que esta suerte del cambio de mano dio tan buen resultado, volvió a practicarlo en distintas ocasiones y plazas, repitiéndola siempre con el más brillante éxito.
Expuestas ya las condiciones como matador, pasaremos por conclusión a formar el juicio crítico que este matador de toros nos merece. Bien pudiéramos reducir este a dos extremos, como son el de buena escuela y bastante valor, pero lo aplicaremos diciendo que sus medios de defensa en la lidia han sido causa, sin duda de que se le viera siempre con desenvoltura ante un toro, no obstante, sus limitadas facultades físicas.
Cabe señalar que Juan Jiménez fue padrino de alternativa de esa gran figura del toreo que fue Francisco Montes Paquiro. Era un torero que, si bien no figuraba como un artista consumado, no tampoco reunía esa cualidad tan admirada por el público que le llaman arte, si era un diestro con un valor, que le hacían muchas cosas de indudable mérito a los astados y daba la pelea a sus alternantes. Dejó de torear, propiciando que su nombre cayera en la sombra del olvido. En 1852, viejo y sin facultades, intentó volver a los ruedos. Su precaria situación lo hizo tomar la decisión del retiro definitivo de la fiesta brava. Nadie mejor que él sabía que sus mejores tiempos ya eran recuerdos y la condición física se le había mermado. Para vivir, como pobre y con dignidad, puso un puesto de venta de pan en el portal de su casa. Murió el 30 de octubre de 1866, y dos toreros de la época, Cúchares y El Tato, costearon la lápida en el cementerio de San Martín.