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Tuesday, February 27, 2018

ANTONIO RUIZ
“EL SOMBRERERO”
Antonio Ruiz Serrano, “El Sombrero”, nació en Sevilla el 24 de marzo de 1783. Este célebre torero no deja también de ofrecer cierta rareza en la adopción de un ejercicio que le era enteramente desconocido durante los años de su infancia, y contrario a la educación que sus padres le habían dado, desde luego. Nos contentamos ahora con esta observación, siguiendo la relación de sus antecedentes, y en ellos encontraremos motivos mucho más poderosos para llamar la atención de algunos sobre la extraña consecuencia que de los mismos se desprende. Antonio Ruiz “El Sombrerero” recibió siempre una educación de todo punto ajena a la profesión de torero, y además, cuando se pudo apercibir de que aquella existía, los padres le habían hecho comprender que la manera de asegurar el porvenir con cierta independencia propia de los artesanos que, como ellos parecían algo, era la decidida aplicación al trabajo. Esta buena crianza debió haber causado las primeras impresiones de Antonio Ruiz, con relación al oficio por que debía decirse, pero lejos de suceder así. Permaneció fluctuando en la más completa inacción, hasta que la casualidad le proporcionó los medios de conocer el aprendizaje de la ocupación que más se adaptaba a sus inclinaciones. Muchos fueron los obstáculos que a cada paso se le presentaban para conseguir sus intentos, pero todos los venció con una firme voluntad.
Esta es la historia de su vida. En Sevilla, y por los años de 1783, existía en una calle llamada “Tintores”, una modesta fábrica de sombreros, la cual pertenecía a un honrado matrimonio que trabajaba sin descanso para ganarse el sustento diario. El marido cuidaba con esmero aquel establecimiento, mientras la mujer atendía los quehaceres domésticos de su casa. En esta época vino al mundo Antonio Ruiz, el torero al que se refiere esta biografía. Le criaron con el esmero que les era propio a su posición y procuraron darle la mejor educación, infundiéndole sanas y excelentes inclinaciones.
A los diez años, Antonio Ruiz “El Sombrerero” había adquirido los conocimientos que constituyen la primera educación de la época, y su padre, deseoso de que fuera útil a sí mismo, le colocó de aprendiz en la fábrica de sombreros de la cual hemos dicho, con el ánimo de que teniendo un oficio tuviese siempre una segura y decorosa dependencia. Poco progresaba Antonio en el oficio, en el que su padre se empeñaba que aprendiera, pues sus instintos le llamaban a otra profesión, que hasta él ignoraba, puesto que desconocía los espectáculos de toros y la manera de ejecutar esta fiesta.
Sufría, por ello, frecuentes refriegas con sus padres, pero nada adelantaba en su mejoramiento, respecto a que una vez pasadas, no volvieron ni a recordarlas. Creció más en edad, y ya se le permitía alguna libertad y la compañía de sus amigos, los cuales debieron de orientarle de lo que hasta entonces ignoraba, con relación a las corridas de toros y del punto donde se aprendía a torear. Con este motivo, le impulso la curiosidad, y hallada que hubo una ocasión oportuna, se dirigió al matadero y vio por primera vez un toro suelto, y un hombre con una capa, ejecutando la suerte de torear, terminando ileso de aquella lucha con la fiera.
Inexplicable parece la sensación que Antonio Ruiz “El Sombrerero” hubo de experimentar a la vista de aquel cuadro que por primera vez se presentaba a sus ojos; no diremos más, sino que desde aquel momento fueron inútiles cuantos esfuerzos hicieron sus padres para separarle del matadero, a cuyo punto se dirigía siempre que le era dado burlar la extraordinaria vigilancia de sus padres. Esto prueba claramente que aquella ocupación, a juzgar por el despejo que manifestaba, era lo único que se asomaba a los instintos de Antonio Ruiz y la que buscaba antes sin antecedentes, ni noticia del toreo, mostrándose, por lo tanto, indiferente a lo que su padre le había indicado.
Aficionado al matadero en los términos que llevamos dicho, no dejaba Antonio de aprovecharse de los descuidos de su familia, con el fin de dirigirse a dicho matadero, cuya conducta le valió muchos y grandes sinsabores, proporcionándoselos también a sus padres, que, opuestos a ellos de un modo particular, no economizaban ningún género de castigo con el ánimo de separarla de la senda que el aprendiz de torero se había trazado. En balde seguían los padres de Antonio la conducta expresada, en balde también utilizaban recursos de otra condición, todo era inútil y todo se estrellaba en su constante decisión.
En esta pretensión continuaron los padres del aficionado torero por algún tiempo; más convencidos de la ineficacia de sus esfuerzos para hacer perder a nuestro joven la resuelta inclinación que demostraba, le abandonaron a ella finalmente.
En este caso, se dedicó Antonio Ruiz con más amplitud al toreo, y aumentándose progresivamente su afición, adelantaba con rapidez en conocimientos, logrando por este medio ser admitido a torear en varias plazas, con el carácter de banderillero.
Sea porque su afición le condujo a un extremo de perfección incalculable, bien porque sus facultades contribuyeron a ello, es cierto, que después se hizo un excelente banderillero, llegando a merecer por último el título de sobresaliente. No fue breve la época en que Antonio Ruiz “El Sombrerero” se concretó a esta parte del toreo, pero siempre correspondió al buen crédito que merecía; y al mismo tiempo era elegido generalmente para ayudar con su capote a poner al matador el toro en suerte. Pocas veces se separaba Antonio Ruiz del toro, que, en el último tercio de la lidia, era trasteado para la muerte, y siempre fue su capote el que más dispuesto se hallaba cuando la necesidad lo exigía.
Estas excelentes cualidades, unidas a sus buenos deseos de adelantar cuanto le fuera posible en su profesión, produjeron que se inclinase a matar toros, lo cual principió a ejecutar con algunos que los espadas le cedían para adiestrarle en esta suerte, con el aplomo y la precaución que de suyo exige tan arriesgado lance.
Después de haber practicado esta operación en distintas ocasiones con algún lucimiento y aceptación, quiso figurar como media espada en las plazas principales, y como para ello se valiese del acreditado y justamente célebre Curro Guillén, este le mandó anunciar como tal en los carteles, y en la plaza de Sevilla se le vio salir con este carácter en el año 1808, bajo la dirección del matador a que antes aludimos.
Tampoco desairó a su favorecedor entonces, pues el público le aplaudía con entusiasmo, porque demostraba ciertos elementos de mucha importancia, que útilmente aprovechados daban una consecuencia ventajosa y poco común. Estas consideraciones movieron al mismo Curro Guillén a que después le hiciese figurar alternando como otro espada, en cuya época, ya más exigente el público, ya con la necesidad de habérselas con un compañero como Curro, se vio precisado a trabajar con un esmero y precisión que, hasta su mismo favorecedor, digámoslo así, le aplaudía.
De este modo cumplió Antonio Ruiz “El Sombrerero” su primera década de matador de toros, y el resultado fue de inmensas ventajas a para él, que además de aumentarse considerablemente, corrió la noticia de muchos, que después le ajustaban para ciertas plazas del territorio español, donde prestaba el cumplimiento que podía exigírsele. Cuando tales cosas ocurrían, no podemos asegurar que Antonio Ruiz fuese un torero consumado, tanto porque no llevara el tiempo de torero que necesitaba para reunir las indispensables cualidades que dan este título, cuanto porque todavía no lo había demostrado, quizá por falta de ocasión, pero de todos modos se le reconocía muy buenas disposiciones y unas excelentes facultades físicas que denotaban muchas esperanzas a su favor.
Atolondrado hasta entonces, cuando el toro exigía por su condición el auxilio de recursos especiales, no se le veía utilizarlos con oportunidad, y de aquí la falta de lucimiento; más esta condición debía sufrir un cambio en “El Sombrerero”, luego que la práctica le colocase en su verdadera posición, y esta era la falta única que se le atribuía en esta época de su vida artística, entre los inteligentes y personas de más competente autorización en la materia.
La exactitud que había en las oposiciones de los que reconocían en “El Sombrerero” grandes elementos para llegar a ser un aventajado torero, el mismo lo vino a demostrar en breve; siguió cuidadosamente la escuela de afamados toreros, que en esta época lucían grandes conocimientos, y principalmente la del distinguido Curro Guillén, y pronto corrigió sus defectos, haciéndose notable, si no por su completa igualdad con aquellos diestros, al menos alternando de una manera digna para no quedar desairado entre la habilidad y maestría de los que procuraba imitar.
El concepto general que supo adquirir fue extraordinario y siempre correspondió a su propósito, pues todos le concedían el título de torero concienzudo. Luego que la continua práctica le dio a “El Sombrerero” el complemento de los necesarios conocimientos para perfeccionarse más y más en su ejercicio del toreo, adquirió otro nuevo método de lidiar al toro, no de menos lucimiento que el anterior, aunque sí con más aplomo y maestría. Siempre procuraba colocar al toro en la suerte que más se adaptaba a su condición, sin eludir por eso el aprovechamiento de la primera ocasión que se le presentase, en cuyo caso no titubeaba en ejecutar la operación que el toro reclamaba. Estas cualidades tan propias de él, le hicieron recomendable a la vista de los numerosos aficionados que se declararon sus seguidores; pero impasible siempre, jamás alteró su sistema por merecer un puñado de aplausos más o menos numerosos. Convencido de que el Arte de Torear es en sí, no se excedía del círculo que él se trazaba, porque en otro caso habría podido pagara caro el atrevimiento, como la experiencia se lo había demostrado en distintas ocasiones y personas.
A “El Sombrerero” se le concedía una excelente privativa, que solo pertenecía a su método y condición, y para dar una idea más exacta de este torero y cual compete a nuestra misión, analizaremos sus dotes físicas y morales con la aplicación conveniente de las mismas, y con ello demostraremos evidentemente el mérito con que estaba adornado. Era, como hemos dicho, excelente matador de toros, porque además de su presencia esbelta y poderosa, reunía como mérito artístico, muy buena muleta y de bastante defensa, a sus conocimientos nada comunes, se agregaba un cálculo para la verdadera aplicación de ellos, se embraguetaba con los toros y daba muy buenas estocadas. Elegía siempre la muerte que cada toro merecía, y lo único que constituía su desgracia para aminorar el lucimiento y prestigio que de todas estas cualidades pudo haberle resultado, es que daba muchas estocadas, generalmente hablando. Tal defecto, si así se le quiere llamar, las explicaremos de esta manera. “El Sombrerero” poseía todas las buenas cualidades de un matador de toros; pero quizás por su mucha inteligencia se menguaba su valor, y en la última suerte no aparecía el mismo que en las primeras, temeroso sin duda del peligro que tan exactamente debía el mismo conocer. Una de las circunstancias que más le recomendaron, fue la consiguiente a su serenidad con respecto a la suerte de varas. Seguro como el que más en los quites, no había picador, por temeroso que fuera, que no saliese a los medios si veía a “El Sombrerero” colocado a corta distancia del estribo izquierdo de su caballo.
Es verdad que, en la época de su apogeo en la lidia, no escasearon los picadores de buen crédito, contándose entre ellos algunos muy sobresalientes y con mucho mérito, como eran “Poquito Pan”, “el Pelón”, “el Tío Ortiz”, Corchao, Juan Mateo Castaños, Pinto y otros; que además de su conocida habilidad, merecían el título de caballistas, pero si estos acreditados picadores de toros no hubiesen contado con un capote tan eminente como el de “El Sombrerero”, quizá se hubieran sujetado y eludido algunas suertes de las que produjeron la fama que disfrutaban. Más no está reducida a esta sola cualidad el mérito del lidiador cuyos apuntes biográficos nos ocupan. Si su capote se conceptuaba aventajado y oportuno, debemos deducir también, que sus conocimientos sobre los toros debían ser extraordinarios, pues que preveía generalmente los resultados que los toros habían de producir, hallándose siempre dispuesto a evitar los que originasen desgracias. Esta razón, hizo que los aficionados más inteligentes le reconociesen como lidiador concienzudo.
Pasemos ahora a hablar del banderillero, antes que a la clase de matador llegase. Durante el tiempo que “El Sombrerero” a la cuadrilla de banderilleros, no permitió que ningún otro le llevase ventaja, escudado quizás con sus facultades físicas. Fue, sin separarnos de la verdad, el mejor de su época, y hasta podemos asegurar, que dominó esta suerte como ninguno, pues en ella no halló nunca dificultades que se opusiera a sus designios.
Su capote era también considerado como el de más utilidad, y la importancia que se le atribuía, no era precisamente la propia de su clase, sino la que se le concede a un torero profundo que empapa o distrae al toro según conviene a la situación en que se halla colocado.
Esta suerte de correr toros, que, a simple vista, aparece como de ningún mérito, es una de las más esenciales, si en ellas se lleva un objeto determinado y asequible; así es que “El Sombrerero”, perteneciendo a esta clase, desplegaba su capote siempre bien, siempre en regla, y siempre con felices resultados.
Su mérito respecto a la suerte de capa y galleo, era asi mismo, eminentemente airosa al propio tiempo, pues lo había aprendido con toda perfección, y con este auxilio y el de su natural gallardía, lo ejecutaba con un lucimiento tal, que pocas veces dejó de recibir aplausos cuando lo practicaba.
No era menos seguro en la suerte de los caballos, según lo hemos ya manifestado, pero a todo contribuía su serenidad y grandes conocimientos. Algunos lances hemos escuchado de boca de los antiguos aficionados con referencia a este torero, todos ellos demuestran la opinión justa que sobre el mismo se tiene formada y dejamos expuesto.
Hay una circunstancia especial en este torero, que creemos oportuno mencionar, “El Sombrerero” fue uno de esos toreros que el público admite sin muestras de desagrado, y en su trabajo no halla opiniones que le perjudiquen en lo más mínimo; tampoco era uno de esos, que al pisar el ruedo son recibidos con una salva de vítores y palmadas. Nosotros a fuerza de imparciales, según lo hemos ofrecido, explicaremos las causas que a ello influían en nuestro juicio.
“El Sombrero”, que además del aislamiento en su trato, carecía también del adorno que ciertas suertes reclaman, para producir esa especie de entusiasmo en los espectadores que tan significativamente denotan con nutridos aplausos, no sacaba de su ejecución este partido a pesar de que, para el concepto de los inteligentes, las practicaba con la perfección y maestría más consumada.
Esta razón y la constante circunspección de su carácter en la plaza y en sociedad, hacían aparecer a este torero con unas pretensiones que no existían, si no como propiedad de su genio. Si al “Sombrerero” le hubiesen tratado los mismos a quienes repugnaban estas cualidades que le atribuían, de seguro que habrían cambiado de opinión, y en vez de la prevención que les inspiraba, le hubieran dispensado su amistad, porque su trato fue enteramente opuesto a lo que de su aspecto deduce.
Su desgracia nace de esta equivocación, si desgracia puede llamarse, el no haber aventajado en reputación a muchos de sus contemporáneos que supieron adquirírsela con menos elementos que este torero. Otra consecuencia de no peores resultados, le produjo esta condición. Se hizo muy desgraciado en la plaza, y no había función en que no tuviera que lamentarse de algún incidente desagradable, no en toda su significación, pero al menos era motivo para despojar a “El Sombrerero” del lucimiento propio a sus conocimientos y facultades. Contaba, no obstante, con un gran círculo de personas que se titulaban sus amigos, y especialmente en la plaza de Sevilla lo demostraban con bastante frecuencia.
El natural interés que inspiraba “El Sombrerero” por su gentileza y buena presencia, hacía que fuese bien recibido por el público que asistía a las corridas donde él toreaba; no podemos decir que toreó en todas las plazas de España, pero en las que lo hizo, aseguramos en honor de la verdad, que dejó buenos recuerdos.
Pasemos ahora a explicar lo que de este célebre matador de toros ha llegado a nuestra noticia, con relación al último periodo de su vida torera, época que ya no reunía la agilidad que tan indispensable es para el lucimiento de las distintas suertes que a cada momento se presentan en el expuesto y difícil ejercicio de torear, a cuya postración contribuía un desgraciado acontecimiento que le ocurrió con su espada, al despedirla el toro en un derrote, hallándose “El Sombrerero” encargado de su suerte, a corta distancia del animal. La espada que el toro arrojó, fue a caer de punta sobre las partes más delicadas de su cuerpo, cuya circunstancia le ocasionó la particularidad de que fuese despojado, si no en su totalidad, al menos en mucha parte, de su mérito; no obstante, continuó en la misma profesión y no desmintiendo sus propiedades, en términos que, no habían desertado de las filas del matador ninguno de sus adictos seguidores, en su mayor parte inteligentes aficionados.
Por el año 1834, cuando “El Sombrerero” vio menguarse sus facultades físicas, y temeroso, sin duda, de que por esta causa pudiera ocasionarle la muerte si continuaba toreando, se concretó a prestar atención a sus intereses, que puso en movimiento y regularizó de una manera conducente, dedicándose al acopio de varios artículos de consumo, con especialidad el del aceite, con lo cual vivió en una completa independencia y con la tranquilidad del que no conoce enemigo de ninguna clase.


La ausencia de figuras destacadas del toreo durante esos tiempos, le permitió destacar en las plazas, cosa que después no podría hacer. De 1820 a 1830 su rivalidad en la plaza fue con el torero apodado “Leoncillo” en el contexto de un período turbulento en la historia de España dónde los Liberales se enfrentaban a los Absolutistas. La rivalidad entre él y Leoncillo fue exacerbado por cuestiones políticas. Las ideas de “El Sombrerero” se mostraban abiertamente “Absolutista”, mientras que las de Leoncillo eran del lado los “Liberales. Fuera de esta rivalidad que fue etapa, no se puede decir que El Sombrerero era una gran estrella del toreo, pero se recuerdan sus magníficas estocadas y su manejo con el capote. La Constitución de Cádiz “La Pepa”, fue abolida en 1823. El Sombrerero se puso de parte de Fernando VII, los contrarios al Absolutismo del Rey, lo apartaron de por vida de las plazas. En 1823 sufre una cogida, lo que le obliga a abandonar temporalmente los ruedos. Ante la falta de corridas, le ruega al Rey que le contraten para torear, consiguiendo torear en alguna corrida más. En 1835 debido a la llegada al poder de los liberales, se le prohíbe torear; entonces se dedicó al negocio de semillas, aceite y grano, pero el cambio político liberal perjudica de tal manera sus intereses, por ser un declarado absolutista, y se arruina. Al adoptar esta resolución de separarse del toreo, se infiere que debió meditarlo detenida y profundamente, si fijamos la atención en su conducta posterior, jamás tuvo ocasión de volver a torear, ni acceder a los compromisos que sus amigos le proporcionaron. Nadie le pudo obligar a presentarse alguna vez el volver a torear, pues su oficio, dejó de existir para él. Esta consecuencia inalterable, es una cualidad tan propia de “El Sombrerero”, según hemos visto, que, si hubiera tenido necesidad de faltar a ella por una de esas circunstancias imprescindibles, se le hubiera visto en un estado de excesiva violencia sólo por alterar su propósito. Tal firmeza de carácter, se recomienda al que lo posee de una manera especial, y no solo le granjea aprecio, si no consideraciones difíciles de destruir.
Hemos incluido en la biografía de “El Sombrerero”, como torero, algunos apuntes de la vida privada, como particular, no porque creíamos preciso para dar más importancia a su mérito taurino, sino porque en “El Sombrerero”, aparecen unidos estos extremos con una igualdad especial, que constantemente marcharon en perfecta armonía. Sus buenas relaciones con el poder en las postrimerías del régimen absoluto de Fernando VII hacen que sea nombrado profesor ayudante de la Escuela Taurina de Sevilla, que por entonces se fundó. Es evidente que al adoptar este buen torero la resolución de vivir enteramente aislado de toda sociedad, y con abstracción completa entregado al toreo, pertenece de la manera que hemos dicho, y con tan singular firmeza, debió asistir alguna prevención, pero esta, si existe, es un misterio que nadie sabe.
Antonio Ruiz “El Sombrerero”, murió a la edad de 78 años, pero su método de vida y las buenas costumbres que siempre tuvo, le conservaron durante su vida en muy buen estado de robustez, sin haber borrado el tiempo los rasgos, de buena presencia que siempre poseyó. En el último tercio de su modesta vida, se dedicó al cuidado de sus intereses, retirándose completamente de la sociedad; pero este sistema le favoreció bastante y le permitió hacer algunas limosnas a las necesidades que imploraron su compasión, con lo que encontraba una completa satisfacción.
Después de lo que hemos apuntado, difícilmente se le podía obligar a seguir una conversación de toros, ni menos que contestase a ninguna pregunta que llevase por objeto la averiguación del mérito de algún torero, ya de la presente o pasada época. Fue hombre, en fin, que no se lamentaba, ni se le oyó la más leve queja de las personas que le hubieran ofendido, al Sombrerero, estamos seguros, que nadie le hizo mal y todo lo olvidó, y si esto no es exacto y abrigó alguna prevención o resentimiento con determinadas personas, es un misterio que nadie supo.  
Muere en la indigencia en Sevilla, en el Hospital de San Jorge, el 20 de julio de 1860.   

Thursday, February 15, 2018


CURRO GUILLEN



Cuando teniendo apenas el tiempo que necesita el valiente para apreciar el riesgo, se encuentra precisado en ciertos y determinados casos a encargar al arrojo el oficio que compete a la prudencia, bien está el atrevimiento en el torero; pero cuando se desatiende esta virtud porque equivocadamente se hace consistir el pundonor en el desprecio al peligro, dejando al arbitrio de la casualidad el mérito de aquellos hechos, y abandonando la vida al azar, el osado pasa a ser temerario entonces, apenas tiene en su desgracia derecho alguno a la compasión. Y por la observancia de este erróneo y mal entendido sistema, ¿qué se consigue? Que el desastre infructuoso, lejos de acreditar a quien lo sufre, mortifica a los que lo presencian.
Por el desgraciado fin del matador de toros, cuyos apuntes nos ocupan, desearíamos que los que en esta profesión les han sucedido, fueran o no prudentes en la significante de la palabra, al menos precavidos, teniendo para ello muy en cuenta, que esta última cualidad agraciada por la destreza, aventaja el crédito de una manera extraordinaria, y evita además las contingencias de una desgracia.
Nadie desconoce que el esfuerzo físico del torero es importante cuando se vé acometido por el toro, y que de ningún modo alcanza aquel a parar el golpe que le descarga el enemigo, quién reúne fuerzas infinitamente más superiores y al mismo tiempo hallase dotado de cierta intención natural, que se refina y aumenta proporcionalmente al paso que experimenta el castigo. El aficionado a esta clase de fiestas, por exigente que sea, comprende que la destreza y el arte regularizado con el bien entendido valor, son los elementos que únicamente puede eludir el ímpetu feroz del animal, el inteligente mide la entidad de la suerte por el riesgo que el diestro supo evadir, y el espectador en general, propuesto solo a divertirse, aplaude con inexplicable satisfacción la cautela que proporciona los goces que fue a buscar a la Fiesta. Por estas razones hay que hacer lo posible por entender al torero, que el público reconoce en el torero que acertadamente se resguarda o precave del peligro innecesario, que reservándose para mejor ocasión, fía a su criterio la apreciación del riesgo a cuya superioridad no quiso sucumbir; y que mira con sobresalto al osado, o ya al temerario que sofoca sus instintos de conservación, bien porque irritado con la fiera la mira como a su enemigo personal, o ya porque más rígido consigo mismo que lo son sus jueces, siente a su espalda un descrédito mayor que el enemigo con que lucha. Este era el temple del acreditado torero que a continuación vamos a biografiar.
Francisco Guillén era valiente, entendido, y entusiasta de su reputación, gallardo y querido de los demás; y sabiendo apreciar justamente sus favores, nunca les mostró su cara descolorida, ni pudo permitirse que su figura apareciese en la huida menos garbosa de lo que él la apreciaba en la espera. Así podemos decir, sin temor a equivocarnos, que este aventajado torero, jamás dio muestras de verse atacado por el más leve temor a un toro; completo lidiador, banderilleaba sin haberlo aprendido, picaba sin ser caballista ni conocer por principios la entidad de la suerte y finalmente mataba toros con la ayuda de su inimitable mano izquierda, de una manera pasmosa, y todo esto, ¿a quién es debido? A su extraordinario valor, a la apreciación que de sí mismo tenía.
Nació Curro Guillén en el pueblo de Utrera, en la provincia de Sevilla, en el año 1788. Fueron sus padres, Francisco y María del Patrocinio Rodríguez, de los cuales heredó Curro la afición al toreo, puesto que su padre fue segundo espada en la plaza de Madrid y otras del Reino, y su madre hija de Juan Miguel Rodríguez, matador de toros también, prima de Joaquín Rodríguez “Costillares” y hermana de José María Cosme, afamado banderillero, afamado banderillero y suplente de espada en distintas ocasiones.
A los cinco años, Curro Guillén junto con sus padres cambian de domicilio a Sevilla, y conforme crecía en edad, aumentaba su extraordinaria afición al toreo. Las sillas de su casa le servían para practicar sus primeros pases de ensayo, y a pesar de su corta edad, ya se le veía regularizar los pases de muleta, con cierta propiedad, que denotaba lo que en adelante debía valer.
De esta sencilla operación, pasó a complicar sus juegos destinando otra silla para el toro, y rodeándose con los demás, los cuales representan para él el público que le observaba. Aquí ya se colocaba en posición de favorecer a los picadores, ya metiendo su capote con la oportunidad que le era necesaria, o bien capeando y haciendo recortes y otras mil suertes de utilidad, según creía conducente a la situación que en su fantástica imaginación se habría colocado el toro y el supuesto picador. Seguía después la suerte de banderillas, y Curro Guillén las clavaba sin interrupción, procurando hacerlo de la manera más difícil en su concepto, terminando el primer periodo de la lidia con varios recortes que figuraba con el ánimo de acortar de pies a la fiera y predisponerla a la muerte. Resonaba en sus oídos el eco del clarín que ordenaba la muerte del toro, y después de tomar la muleta y una espada de madera que al efecto poseía, ejecutaba la operación de la manera más breve y airosa, no sin haberse antes dirigido a brindar la muerte del bicho a uno de los ángulos de la sala, a las personas que, a su juicio, le observaban. Por último, tomaba el supuesto estoque del sitio que lo había clavado, y saludaba a la pared, como en contestación a los aplausos que en sus oídos resonaban, concluyendo por enderezar con el pie la espada que le había servido para sacrificar a la fiera. De este modo hacía Curro Guillén sus ensayos diariamente como si alguna voz secreta le anunciase las glorias que en la profesión de torero debía alcanzar más adelante.
De más edad hacía Curro Guillén que sus amigos supliesen a las sillas, y con ellos organizaba ya una función completa, estableciendo picadores, banderilleros y demás, reservando siempre la dirección o ganándolo con su puño si encontraba oposición, para no menguar desde esta época el renombre que le estaba destinado. Ya aquí se hacia la fiesta más variada, pues a cada paso se le veía ejecutar una nueva suerte, cuya invención era propia, las cuales le valían aplausos y consideraciones de los demás muchachos, que siempre le cedían el puesto reservado a la inteligencia que cabe a semejante edad.
Ya por entonces aparecía Curro Guillén como notable, si no para el público en general, que todavía desconocía la existencia de este, al menos para quienes observaban esta clase de juegos, que era a los únicos que se prestaba. Graciosas son las tradiciones que tenemos de los entretenimientos tauromáquicos del torero de quien tratamos, baste lo dicho para formar una idea de sus antecedentes, que creemos bastantes, en atención a que sus hechos más principales serán expuestos cual corresponda a su notorio crédito, que con justicia adquirió, y que consignaremos para que pase a la posteridad; sirviendo de utilidad a los que se dedican al difícil arte de torear.
Si Curro Guillén se hubiera dedicado a otra profesión de las que queda un recuerdo perpetuo por la perfección de una obra que supo el artista construir, se habría indudablemente inmortalizado, según los recuerdos que dejó en su primera salida al toreo, tanto en el concepto de lo satisfecho que el público quedó, como la tierna edad que contaba. Quince años, no cumplidos, cuando Curro Guillén se estrenó en la plaza de Gerena, matando dos toros con la propiedad de un consumado torero. Pero este primer trabajo emprendido sin conocimiento de su madre, no se crea que Curro lo solicitó demandando favor, ni del modo que parecía consiguiente a su situación de aprendiz, no; se presentó cual otro que, descansando sobre sus pasados triunfos, está satisfecho de sí propio, y no permite que nade evalúe su trabajo. Así fue, que lejos de ello apareció con cierta importancia ajena del que se encuentra en su caso, y no como quien deseando ejercitarse deja por una decente cantidad con lo cual sorprendió a su madre que al ver en sus faldas las primicias del toreo, lloró más y más tiernas lágrimas, que las que había derramado por el hijo querido, cuyo paradero antes desconocía.
Este primer paso practicando en la forma que dejamos referido, sirvió de mucho para su crédito, pues se le miraba, aún por los mismos toreros, con cierta deferencia propia al que se lanza a un ejercicio, empezando con aceptación por donde otros concluyen, sin dejar más idea que la de su cualidad.
También contribuyó a la conducta atrevida de Curro, que tal nombre debe darse, a que varias personas, de alguna importancia, se declarasen sus protectores y le proporcionasen ocasión de aventajar su fama. Entre ellos citaremos al rico hacendado Don Joaquín Clarabon, coronel del Regimiento de Barbastro, de guarnición en Sevilla. Este caballero le preparó a Curro una corrida de toros en susodicha capital, para la cual le regaló una magnífica espada adornada con insinuantes moños y un capote de seda cuya circunstancia llamó la atención del público que acudió con avidez a la fiesta preparada.
Los pocos años de Guillén, su gentil presencia y el acierto de las estocadas que dio aquella tarde, le granjearon tan numerosos y entusiastas aplausos, que su reputación se elevó a una altura eminente; terminando este tributo al mérito con la conducción del nuevo matador de toros, desde la plaza de toros a su casa, en medio de inexplicables vítores, interrumpidos por el ruido de una banda de música militar, que su protector le había dispuesto para hacer memorable el día de su estreno en el toreo.
No desconocía, Curro Guillén que estas muestras de aprecio eran un pesado impuesto, más que a su gratitud, a su inteligencia. Comprendió también que reclamaban de él un gran torero, y considerándose un bisoño afortunado, quiso hacerse a sí mismo maestro, fundando en el matadero de Sevilla la escuela práctica donde debía aleccionarse bajo propia diversión. En este establecimiento permanecía Curro, adelantando en el arte cuanto era posible, a quien como en él, simbolizaba la inclinación con las dotes físicas; ambos elementos marchan de común acuerdo, y de este modo se familiarizó con el ganado en unos términos que consiguió conocer todas las propiedades adherentes a las reses. Toreaba todos los días dos o tres horas, y de esta ocupación, como de lo mucho que se arrimaba a los toros, llevaba con frecuencia señaladas muestras de girones en sus ropas.
Con tales ejercicios, se iba desarrollando la musculatura de Guillén en unos términos, que bien pronto adquirió una fuerza “hercúlea”, en la cual fiaba su intrepidez, y perfeccionó las formas, que sabía lucir en sus naturales movimientos y posturas de torero tan arrogantes como airosas. La justa celebridad que Curro disfrutaba poco tiempo después que esto tuviera lugar, produjo que fuese llamado a diferentes plazas de provincias, donde mató con el arrojo e inteligencia que le era tan natural, fundado uno de los motivos de crédito, en no huir jamás del toro. No solo desempeñaba Guillén el cargo de matador, sino que también banderilleaba con una destreza extraordinaria, y queriendo ser completo en su arte, picó por primera vez un toro en Cádiz.
Cuando Curro llegó a la edad de 24 años, debutó en Lisboa y toreó en seis corridas, en las que fue contratado. Le vieron los portugueses con inexplicable entusiasmo.
Cuando Curro Guillén concluyó su compromiso en la capital del vecino país, regresó a Sevilla, donde a su llegada supo la prohibición de las corridas de toros, cuya disposición fue debida a la orden de Manuel Godoy. Se volvió a Lisboa, y allí continuó con su oficio con idéntica aceptación de cómo lo había dejado en su primera visita, y cada vez notaba que su método de torear, un nuevo motivo de admiración, por parte del público, por su acostumbrada intrepidez y maestría.
Al hablar de la primera visita del matador a Lisboa, depusimos algún dato, sin menguar la verdad, la seriedad que nos hemos trazado en estos apuntes, no sin justo motivo, pues sabedores de muchas escenas en las que Curro representó el principal papel, habidas en la capital portuguesa, por parte de las mujeres, el agasajo con que recibieron al torero en cuestión, cuando contenido en los límites de la buena crianza, solo aspiraba a la estimación de las féminas; pero cuando ya más galán miraba Curro el simple aprecio de los demás como algo pasajero, y comprendían la gran timidez del torero.
Restablecida la orden y permitidas las corridas de toros en España, volvió Curro Guillén, y en la primera temporada en que se le vio torear, ejecutó en su profesión prodigios de valor y destreza que se conservaron, por mucho tiempo en la memoria de los aficionados.
Corrió el tiempo y llegó la época de la Guerra de la Independencia, por la cual contrataron a Curro en Madrid para unas cuantas corridas, y en una de ellas, que se hizo memorable, picó cuatro toros en competencia con Luis Corchado.
Después fue contratado en Cádiz, y en la misma temporada picó otra corrida de toros de Cabrera, con igual intrepidez que si hubiera sido esto su fundamental profesión.
Vuelto a Sevilla, y siguiendo su antigua costumbre, mató un gran número de toros en aquel matadero. Este motivo de diversión para este torero, le obligaba a hacer más parada en aquella ciudad, y dio lugar al suceso que vamos a referir. Fue en Ajeza, paraje inmediato a Sevilla, punto a que los naturales del lugar llaman el tablar, un toro de diez años, huido de su ganadería, había adquirido la costumbre de dormir en el agua, saliendo al amanecer por las campiñas vecinas, donde perseguía a toda persona que divisiva. El vicio de aquel toro y la bravura que se le concedía, fueron objeto de diferentes conversaciones en varios círculos, y más principalmente entre los toreros. Un día se refirió entre Curro Guillén, que con otros de su oficio se hallaba en la puerta del Matadero, y todos se creyeron capaces de sortear aquel toro, no faltando quien se brindase a darle castigo para ahuyentarlo de aquellos sitios. Curro guardó silencio y la conversación fue variada, sin que se tocase más en algunos días. Pasados estos, y visto que nadie daba pruebas de haber satisfecho el compromiso, se dirigió una noche al paradero del toro, entró con su caballo en el agua, y no pudiendo conseguir que el toro se moviese, salió a la orilla. Se rodeó la brida del caballo a la muñeca y se echó a dormir.
Alerta Curro al amanecer, vio salir al toro y dirigiéndose hacia él, se preparó para sortearlo, y puesto en la suerte con su manta, lo empezó a torear. Media hora tardó en cansar al toro, que furioso cada vez más, se esforzaba en engancharlo, pero visto que no podía conseguirlo, después ya rendido, le fallaron las patas y se echó en tierra con la lengua fuera, de cuya situación, se aprovechó Curro para cortársela, lo cual consiguió mancornando al toro antes, para evitarle los medios de defensa. Provisto del testigo de su triunfo, se retiró de aquel sitio, marchándose seguidamente a su casa.
Uno de los toreros comprometidos, se encaminó esa misma mañana a ver al toro desde una prudente distancia y hallándolo, con gran sorpresa suya, en aquella inofensiva postura, se acercó y le cortó el rabo, retirándose inmediatamente y ansioso de ostentarla entre los demás toreros.
Se hizo entre los toreros la demostración del nuevo trofeo, y Curro Guillén, con calma, demandó los pormenores del lance, al supuesto héroe, aunque no tenía corazón para ejecutar aquella obra, no le faltaba talento para pintarlo con tan vivos colores, que la reunión se disponía a concederle hasta laureles.
Curro le reconvino entonces por la falsedad y sacó para mayor prueba la lengua del toro. Todos quedaron admirados de la explicación que le escucharon y miraron con el asombro propio a grandes y difíciles hazañas, quedando confundido el otro colega.
Descritas estas particularidades concernientes al torero en general, trataremos ahora de sus elementos particulares y del método especial que tanta y tan distinguida reputación le hizo adquirir. Nacido Curro Guillén para el toreo, no desconocía el partido que podía sacar de sus naturales dotes. Corpulento, ágil, forzudo y de un valor a toda prueba, contaba con los medios para dar a su espada una impulsión más que suficiente para quedar airoso en todas las suertes que al toro se le colocase. Perito en el Arte, comprendía que una estocada bastaba para dar muerte al toro, y que esa debería ser la primera, porque de este modo se conciliaba la facilidad y el lucimiento, por lo mismo, animoso e inteligente, aprovechaba el momento oportuno para despacharle de una estocada mortal. Tan repetidas fueron las ocasiones en que a la primera estocada dejó Curro tendido el toro a sus pies, que ya aquel tino parecía casi instintivo y tenía cierto carácter providencial de imposible explicación. Innumerables y a cuál más entusiastas eran los aplausos que por ello recibía.
Las circunstancias particulares ocurridas después de esta época con el torero que tratamos, nos mueve a referirlas, si no en su totalidad, al menos en determinadas corridas, que se hicieron objeto de públicas de públicas conversaciones por bastante tiempo, en razón a la bravura del ganado lidiado en ellas.
Habiendo vuelto Curro Guillén a Andalucía y siguiendo en su empeño favorito de asegurar la muerte del toro a la primera estocada, le alcanzó un toro y sufrió una cogida, de la que resultó gravemente herido en el muslo, y arrancándole una oreja de un pisotón de la fiera.
Se preparó otra corrida igual, respecto al ganado que la anterior, donde debiera matar Curro Guillén; pero como su larga y penosa curación no le permitía torear, llamó a Lorenzo Baden para que le sustituyera, este respondió que no se determinaba, Curro al oír semejante contestación, saltó de la cama, pidió su ropa, se presentó en la plaza, con la incomodidad de los vendajes y una gran debilidad, mató de ocho estocadas los ocho toros de la tarde.
Otra de las heridas que Curro recibió, fue a consecuencia de su natural propensión de ser obsequioso con las damas, al quitarle una divisa a un toro en la plaza de Zaragoza, la cual se la había pedido, por antojo, una guapa y linda aragonesa.
Pasó a Madrid después de estos acontecimientos y en esta plaza lució su extraordinaria habilidad para descabellar los toros. Este ardid era un adorno a su profesión, y en él no solo un recurso para concluir a los toros moribundos, sino también una difícil suerte que ejecutaba, hasta en los primeros pases de muleta, con una oportunidad y acierto admirables.
En esta temporada, que fue la última que toreó en la Corte, se proporcionó varios lances muy vistosos, que contribuyeron a aumentar su justa reputación, ya general y casi europea.
Citaremos también, ya que de sus condiciones como lidiador hablamos, la afición que más dominaba a Curro Guillén. Esta se reducía a conocer más a los toros en sus terrenos, y persuadirse de sus cualidades, toreando sin el auxilio de burladeros y en parajes escabrosos, con lo cual gozaba infinitamente, si atendemos a la frecuencia con que asistía a las dehesas destinadas a la cría de ganado bravo.
En Castilla concurrió en distintas ocasiones, refiriéndose algunos festejos de cierta importancia, que no mencionamos, porque creemos, que, con lo expuesto, ya nos hemos podido formar una idea exacta del toreo que hemos descrito de Curro Guillén. Por ello concluiremos relatando el último periodo de su vida, de la manera concisa que debe ejecutarse cuando se trata del fin de un hombre cual hablamos, inspira simpatías e interés. Regresado Curro por última vez a Andalucía, toreó algún tiempo en las distintas plazas de esta región, y últimamente fue contratado para la plaza de Ronda en una corrida que debía tener lugar el día 20 de mayo de 1820. Este fue el último día de su existencia. Se presentó a la corrida lujosamente vestido, como tenía de costumbre y saltó al ruedo un toro de Cabrera, cuya casta era la más recomendada por esta época, y hallábase Curro Guillén descuidado atendiendo a lo que le decía desde un tendido. El toro que se lidiaba se dirigió a él, y como le viera Juan León, banderillero entonces de este célebre matador, le gritó: “¡Fuera Sr. Curro, fuera!”.
Curro, que jamás había cejado de su propósito de no huir, volvió la cara para sortear al toro, que así pensaba atacarle; pero este había ganado mucho terreno, y no dio lugar sin a defenderse con hábiles recortes, que Curro poseía como torero consumado. Por algunos momentos estuvo dudosa su salida, que tal vez habría sido feliz con otro toro de menos sentido que los de la citada casta; pero cuando al torero le fallaron los recursos, el toro se le echó encima y echándoselo a la cabeza, le dio tan tremenda cornada, que Curro Guillén quedó muerto en el acto.
Se ignora si este suceso causó en aquellos momentos a los espectadores consternación por desastre o irritación por la temeridad, es lo cierto, que, pasados los primeros impulsos de las pasiones, porque cada uno se encontraba dominado por el pánico, todos sintieron una desgracia tan lamentable como inoportuna y sin tiempo, cuyo sentimiento se conservó por mucho tiempo en los que lo presenciaron.
Su falta no pudo reemplazarse tan brevemente como se creía, pero algunos de su cuadrilla y discípulos, de quien trataremos también, acreditaron muy pronto la fuente donde recibieron las lecciones necesarias a tan difícil como expuesta profesión.


Tuesday, February 6, 2018


JERÓNIMO JOSÉ CÁNDIDO

DISCÍPULO DE PEDRO ROMERO


El torero de quien vamos a ocuparnos a continuación, nació para vivir de sus rentas, y no para agenciarse la subsistencia. Nació también para habitar en regiones enteramente distintas de las propias a las que el ejercicio del toreo se dedica, y no obstante estas razones, trabajó para vivir, y necesitó abrazar la profesión que odiaba, o por lo menos a lo ningún apego se le conocía. Y no se diga que por ser el ejercicio contrario a sus instintos pasó en él con ese apercibimiento que inspiran las medianías, no, el torero de quien vamos hablar fue tan notable en ciertas y determinadas suertes, que pocos le han aventajado.
Discípulo también de un buen maestro, aprendió cuanto podía convenirle, y si no le aventajó, supo regularizar más provechosamente los conocimientos que de aquel recibió, y organizóse un hombre especial en la profesión en que su destino habíale colocado. Estos son sus antecedentes.
En la provincia de Cádiz y a tres leguas escasas de la capital, existe una población con el nombre de Chiclana, cuyo vecindario se ocupa, generalmente en sus labores del campo, por ser su terreno excesivamente pródigo, aunque reducido su término. En esta población nació Jerónimo José Cándido, el 16 de abril del año 1760, labradores y bastante bien acomodados.
José Cándido padre, había seguido la profesión de lidiador de toros y sin haber podido conseguir jamás el título de notabilidad, sino en teoría, supo reunir, no obstante, una decente fortuna, la cual aumentaba cada día bajo la influencia de una bien entendida administración. Esta circunstancia, unida a un excelente trato y alguna otra cualidad recomendable que Cándido padre poseía, fueron causas poderosas consideraciones por parte de las personas más distinguidas de aquella villa. Colocado José Cándido en una situación ventajosa, trató de metodizar su vida dedicándose exclusivamente al cuidado de sus intereses, de lo cual se ocupaba al nacimiento de su hijo torero.
Sus amigos, como ya hemos dicho, eran varios y de lo más escogido de la población; contándose entre ellos el entonces corregidor de la villa, que en cumplimiento de espontáneos ofrecimientos, reclamaba la vez de tomar a su cargo la comisión de tener en los brazos al recién nacido para su cristianación. De esta conducta puede decirse el aprecio y distinción que la familia de José Cándido merecía, y el lugar que ocupaba en la escala social de su pueblo.
Aceptada la proposición del corregidor, y hechos los preparativos consiguientes. Se bautizó al hijo de José Cándido, y le pusieron el nombre del progenitor, siendo el padrino el corregidor que, por su parte, desplegó la generosidad necesaria para quedar airoso en la comisión que había solicitado, y fue tanto y de tal naturaleza la suntuosidad y esplendidez con que se ejecutó la sacramental operación, que se recuerdan como un hecho notable algunas particularidades, entre las que ocupa un preferente lugar la de que se arrojaron al aire grandes sumas en monedas de oro y plata, desde la iglesia parroquial a la casa del recién nacido, costumbre antiquísima y que se conserva intacta en algunas poblaciones.
Se crió Jerónimo José Cándido, con el cuidado que era consiguiente a la posibilidad de sus padres, quienes tenían recopilado su cariño en él, por el único fruto de bendición con que el Supremo hacedor les había favorecido.
No descuidaron a pesar de ello la educación del niño, y buscaron desde bien pequeño un abonado preceptor que se encargase de dirigirle e instruirle más regularmente que los autores de su existencia, los cuales nunca hubieran podido darle más que una cristiana enseñanza, que era posible a la capacidad de aquellos. Así, continuó Jerónimo hasta la edad de ocho años, en que murieron sus padres, quedando desde esta época el exclusivo cargo de su tutor, que, abusando de la autorización propia de este título, descuidó su educación, permitiéndole, además de los goces naturales de la edad que hemos citado, que en buen principio, como todos sabemos economizarse y limitarlos a un estrecho círculo. Bajo la influencia de este género de excesos tan conocidamente perjudiciales a la niñez. Cuando cumplió catorce, le reclamó al tutor le comprara un caballo, la de ir vestido de majo, y algún otro objeto de lujo a que por entonces concretó sus exigencias, por ser a los que propenden los naturales andaluces.
Con esto se adormecieron por entonces sus pretensiones, pero al paso que avanzaba en edad, aumentaban sus exigencias para que el tutor facilitaba lo necesario por cuenta de lo Cándido administraba.
Semejante conducta debía precipitar a Jerónimo en un malestar del que no era fácil defenderse, pero sus ojos se cerraban a tan funesto porvenir, y solo atendía a los goces del momento.
En poco tiempo se hizo dueño el tutor de lo que a su padre había pertenecido, y el joven Cándido se encontró en una posición triste, que caminaba rápidamente a su empeoramiento, aumentándose más y más según corrían los tiempos. No nos detendremos en calificar el proceder del tutor por no parecernos oportuno de este lugar y por y porque también le consideramos ajenos de incumbencia, y si referimos estas particularidades es, porque las consideramos de utilidad, toda vez que fueron origen de que el motor de estos apuntes abrazara por necesidad una profesión que en otras circunstancias no hubiera pensado en ella, sino por pura distracción y pasatiempo.
José Cándido se aproximaba ya a la edad de los diecisiete años y en actitud de raciocinar sobre su porvenir, conoció sus pasados errores y trató de corregirlos, pero este remedio venía demasiado tarde, solo podía ser provechoso para cuando Jerónimo volviese en otra ocasión a poseer algo. Por entonces carecía de todo, tan en toda la extensión de la palabra, que no contaba con los medios necesario a la subsistencia. En tal estado, y como el náufrago que por salvar su existencia busca su apoyo en una débil tabla, resolvió Cándido dedicarse a la profesión de su padre.
Necesitaba un protector para ayuda de sus intentos, y aquí fue donde la suerte se le mostró propicia, puesto que halló dispuesto al más apropiado de cuantos hombres hubiera podido buscar, el cual llamábase Don José de la Tijera, cuyo amparo se cobijó Jerónimo José Cándido.
Este caballero, rico, generoso y sumamente aficionado al toreo y a las personas que del mismo ejercicio dependían, no descuidaba la colocación de su protegido, ni menos le omitía las explicaciones precisas para instruirle, aunque superficialmente, de las indispensables al toreo. Jerónimo José las escuchaba con la atención que inspira el vivo deseo de aprender, y mientras disponía los preparativos para el estreno del nuevo torero.
El expresado Don José de la Tijera conservaba íntimas relaciones de amistad con el célebre matador Pedro Romero, de quien ya tratamos en capítulos anteriores, y exigió a éste de que tomase a su cargo la educación taurina de Jerónimo José Cándido, incluyéndole desde luego, en el número dentro de su cuadrilla, a lo que este excelente espada no puso inconveniente.
Le hicieron los vestidos de torear, con que Jerónimo debía practicar su primera salida, costeados en la totalidad por su protector, y a poco tuvo efecto, pues el nuevo torero progresaba mucho y bien.
Tanto el favorecedor de Jerónimo José, como su maestro Pedro Romero, quedaron complacidos enteramente del comportamiento del bisoño lidiador; y ambos también reconocían en él facultades físicas nada comunes y altamente adecuadas a la profesión que se había elegido.
No fueron defraudadas las esperanzas de los que así opinaban, porque cada día que Jerónimo José salía a la plaza, daba testimonio y una nueva prueba de sus adelantos en el Arte del Toreo. Esta razón ocasionó que antes de poco tiempo, figurase como medio espada de Pedro Romero, a cuyo puesto le elevó, correspondiendo Jerónimo José Cándido tan dignamente como pudiera desearse.
Su crédito tauromáquico crecía con extraordinaria rapidez, y en cada una de las funciones en que prestaba trabajo, acreditaba más y más la justicia con que se le tributaba. Pedro Romero miraba estos triunfos como propios, y sólo eran motivos de bien entendida satisfacción para quien, como él, era, digámoslo así, el que más había contribuido para colocar a Cándido en la situación que ocupaba.
Cándido, por su parte, vivía agradecido a Pedro Romero, y sólo disfrutaba cuando la ocasión le proporcionaba un medio de prestarle utilidad a su maestro. Con este motivo, y de esta mutua correspondencia, se creó entre ambos toreros la más estrecha y perfecta amistad, en términos que muy poco después de estas glorias de Cándido, contrajo matrimonio con la hermana de su maestro.
Pocos años duraron los lazos de esta unión, la hermana de Pedro Romero murió desgraciadamente después de una larga y penosa enfermedad.
Siendo general la justa reputación que Cándido disfrutaba, fue ajustado, para torear en la Plaza de la Corte, dónde a su presentación supo adornar su frente con nuevos laureles, y de triunfo en triunfo, alcanzó el de merecer los favores y deferencias de las personas más notables y distinguidas de la época, y hasta el mismo Monarca, en más de una ocasión, le demostró su benevolencia.
Esta posición eminentemente ventajosa, que Cándido poseía, tenía su origen en la conducta que desde luego se había trazado, a la cual acompañaba un trato afable y sencillo, y enteramente simbolizado con su cualidad de honrado. Las relaciones que Cándido sostenía en la Corte, estaban limitadas a seis u ocho personas, de bastante distinción por sus nacimientos, los cuales le dispensaban sus amistades hasta con orgullo, porque a todo se había hecho acreedor por sus acciones caballerosas y finos modales.
De esta manera pasó el primer tercio de la vida del torero que nos ocupa, quien, concluidos sus compromisos de contratos en Madrid, regresó a Andalucía, donde poco después contrajo segundas nupcias, de cuyo matrimonio tuvo varios hijos.
En Andalucía estuvo toreando por espacio de varios años, con tan brillante éxito, como de costumbre tenía, y era consiguiente a su habilidad y conocimiento.
Ya por esta época, Cándido se resentía de un calambre en la pierna derecha que le postraba hasta cierto punto; pero este inconveniente para la lidia lo suplía con la gran inteligencia de este torero, que por ello se hizo matador muchas estocadas, todas en regla y de acuerdo con el Arte. El dolor de su padecimiento iba en aumento, y ya el torero aparecía defectuoso, en términos que a otro no le habría sido posible continuar con su trabajo, pero Jerónimo José Cándido desplegó los recursos y maestría de su mano izquierda, con cuyo auxilio, y armado de la muleta trasteaba y preparaba a la muerte a los toros que con más sentido buscaban su defensa entre las tablas.
De este modo se manejaba Cándido en estos tiempos, y sólo por dos ocasiones experimentó la falta que tenía de agilidad. La primera cayó al suelo delante del toro en el momento de estoquearle, y sólo llevó un revolcón; en la segunda recibió dos cornadas en igual suerte, las cuales le privaron de torear por bastante tiempo.
No le pareció bien a Cándido continuar en Andalucía, y dispuso su regreso a Madrid, donde se vio torear con sentimiento, a causa de la penalidad con que practicaba su oficio, por culpa a su enfermedad. En tal estado, no faltó persona, de las muchas que se honraban con la amistad de este torero, que se dedicase a aconsejarle su retirada del toreo y el completo abandono de una profesión que podía proporcionarle la muerte en cualquier ocasión. No desatendió este consejo, pero se presentaba una gran dificultad, y era, sus únicos y exclusivos recursos para atender a la manutención de su numerosa familia.
Sus amigos prepararon vencer este inconveniente, y con la conformidad de Jerónimo, dieron principio a diligenciar lo conveniente al fin que se propusieron.
Corría por entonces el año de 1824, y los interesados en el bienestar de Cándido, figuraron una solicitud dirigida al Monarca, en la que imploraba sus favores. Fue presentada por una persona de no escasa influencia, y el resultado no dejó de ser bastante satisfactorio, puesto que se le destinó de visitador o cabo principal del resguardo montado de Sanlúcar de Barrameda.
En agosto del citado año, recibió Cándido el nombramiento, que aceptó sin repugnancia, y en esta fecha abandonó para siempre la profesión en que tantos triunfos había adquirido.
Había llegado al punto de su destino y encargado de las atribuciones concernientes al mismo, notó que él no había nacido para ese oficio, pero obligado por las necesidades, continuó desempeñándolo, disfrutando el general aprecio de todos, hasta que se le ocupó de Real Orden en la segunda dirección de la Escuela Taurina de Sevilla, de cuyo establecimiento era primer jefe el célebre y cuñado Pedro Romero, según comentábamos con anterioridad.
Ordenada la disolución de aquella Escuela Taurina, volvió Cándido a Sanlúcar de Barrameda, continuando en su anterior destino, hasta la muerte del rey Fernando VII, en cuya época fue cesado de su cargo, sin saber el motivo que produjo dicha resolución.
De los antecedentes que nos han sido posible examinar, hemos deducido que Cándido no quedó cesante hasta esta última época, y que su ausencia de la Escuela Taurina fue una comisión especial que se le confirió, sin duda en consideración a su buen crédito; así es que, de una certificación de Don Domingo Torres, director de Rentas Provinciales, librada el 9 de abril de 1835, se lee:
 “Que, de los documentos presentados por Don Jerónimo José Cándido, para la clasificación del sueldo que le corresponde por sus años de servicio, aparecen de abono diez años, dos meses y ocho días; por lo que le pertenecen dos mil quinientos treinta y tres reales, once maravedíes anuales”.
Esto, no obstante, quedó sin efecto a consecuencia de que posteriormente se dispuso por punto general, que los cesantes no percibieran haber ninguno, mientras no contasen más de doce años de servicio, y Cándido por ello quedó privado de este recurso y enteramente pobre, sumido en la más angustiosa situación.
Jerónimo José Cándido era hombre de muchos conocimientos y sabía aprovecharlos, inteligente con la ganadería brava, precavía cuanto dejase conocer en las reglas del Arte y recomendaba el excesivo cuidado sin tolerar distracciones a cuantos con él trabajaban. Como matador de toros, era en general de muchas estocadas y cortas, origen quizá de su escaso valor. Con el capote y muleta fue siempre excelente, “galleaba” también con sobrada maestría, y comprendía el “quite de la suerte de varas”, con la exactitud que ahora se concibe, colocado siempre muy próximo al estribo izquierdo del picador, aguardaba al toro para meter el capote cuando la necesidad lo exigía, y finalmente, Cándido, en concepto de los aficionados, era todo un torero de habilidad y conciencia.
Atravesó toda la escala gradual del ejercicio Taurómaco, y siempre fue digno de que le mirasen los aficionados con cierta especialidad reservada sólo a los que saben distinguirse. Como torero chulo, fueron sus propiedades tan aventajadas, que jamás metió su capote en balde para hacer conducir al toro al sitio conveniente.
Como banderillero se excedía a los deseos de todos, respecto a que era “muy fino y muy largo”, y cuantas más dificultades ofrecía un toro, ya con relación a su instinto, bien por las propiedades que le hubiera hecho adquirir durante los periodos de la lidia, con tanta más facilidad se le veía a Jerónimo José Cándido clavar siete u ocho pares de banderillas en un breve espacio de tiempo y metiendo los brazos para esta operación de una manera admirable. De lo expuesto, podemos deducir, Jerónimo José Cándido fue una notabilidad en el Arte del Toreo, incomparablemente más aventajado que ninguno de los de su época.
Pasemos ahora al hombre y dar cuenta al mismo tiempo de la última época de su vida, tan triste como desgraciada. Jerónimo José fue hombre de unos sentimientos inmejorables, nació, como antes dijimos, para ser muy rico y no para agenciarse la subsistencia. Fue generoso hasta el extremo de que le podamos acusar de dilapidador, no se aprovechó jamás de las cuantiosas sumas de dinero que supo ganar en su profesión como torero, ni de las que le proporcionaron su último destino.
Era hombre poco considerado para su familia y perjudicial a veces, sin que nunca se le reconociesen vicios capaces de desacreditarlo. Finalmente, no formó juicio jamás sobre su porvenir, ni el de sus hijos, y por esta causa no les legó más que los sufrimientos propios a una completa pobreza.
Mereció en todas ocasiones el aprecio y consideración de cuantos le trataron, humano y caritativo, también lo fue Cándido de una manera exagerada, y esta cualidad de su natural carácter, no fue la menos poderosa para que en el último tercio de su vida se viese colocado en tal difícil situación. Exento de recursos en Andalucía, después lo dejaron cesante de la Escuela Taurina, determinó volver a la Corte, quizá con el ánimo de que sus afectuosos amigos de otro tiempo le favorecieran; más a su presentación, el número de estos era bastante reducido, y economizaban sus generosidades. Pocos fueron los que no desmintieron el aprecio que Cándido les merecía, pero estos no eran bastantes a cubrir por entero sus necesidades, y en medio de las penalidades que se desprenden de este género de vida, permaneció algunos años en Madrid, hasta que agobiado por la desgracia y sus padecimientos, dejó de existir en esta Villa y Corte el día 1 de abril de 1839, a los sesenta años de edad, dejando en el mayor abandono a su esposa e hijos, que lamentaban el descuido de su padre que jamás dio muestras de recordar los deberes que semejante título le imponía, para dejarles una regular fortuna, proporcionada al mucho dinero que durante su vida pudo ganar.
Además de lo expuesto, se conservan también otros recuerdos de bastante importancia, respecto al diestro Jerónimo José Cándido, que no queremos dejar en olvido. Aludimos el sistema de vida que adoptó durante el tiempo que dependió del arte de torear.
Su principal faena en esta época consistía en la regularización de suertes, para simbolizar estas con las propiedades del toro con quien se debían practicar; asi es que jamás se le pudo acusar de que hubiese empleado recursos contrarios al toro, ni hubo ganadero que pudiera lamentarse de que sus toros lucían más o menos de lo que en realidad habían merecido. A cada toro le proporcionaba los medios que más en consonancia estuviesen con su bravura, y por ello daba en todo un agradable juego, que resultaba en beneficio general de los propietarios del ganado y de los espectadores que concurrían a la fiesta.
Concluiremos manifestando que en la fecha ya citada y en una casa modesta, situada en la calle de Santa Brígida, con el número 25, exhaló su último aliento el torero.