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Tuesday, February 27, 2018

ANTONIO RUIZ
“EL SOMBRERERO”
Antonio Ruiz Serrano, “El Sombrero”, nació en Sevilla el 24 de marzo de 1783. Este célebre torero no deja también de ofrecer cierta rareza en la adopción de un ejercicio que le era enteramente desconocido durante los años de su infancia, y contrario a la educación que sus padres le habían dado, desde luego. Nos contentamos ahora con esta observación, siguiendo la relación de sus antecedentes, y en ellos encontraremos motivos mucho más poderosos para llamar la atención de algunos sobre la extraña consecuencia que de los mismos se desprende. Antonio Ruiz “El Sombrerero” recibió siempre una educación de todo punto ajena a la profesión de torero, y además, cuando se pudo apercibir de que aquella existía, los padres le habían hecho comprender que la manera de asegurar el porvenir con cierta independencia propia de los artesanos que, como ellos parecían algo, era la decidida aplicación al trabajo. Esta buena crianza debió haber causado las primeras impresiones de Antonio Ruiz, con relación al oficio por que debía decirse, pero lejos de suceder así. Permaneció fluctuando en la más completa inacción, hasta que la casualidad le proporcionó los medios de conocer el aprendizaje de la ocupación que más se adaptaba a sus inclinaciones. Muchos fueron los obstáculos que a cada paso se le presentaban para conseguir sus intentos, pero todos los venció con una firme voluntad.
Esta es la historia de su vida. En Sevilla, y por los años de 1783, existía en una calle llamada “Tintores”, una modesta fábrica de sombreros, la cual pertenecía a un honrado matrimonio que trabajaba sin descanso para ganarse el sustento diario. El marido cuidaba con esmero aquel establecimiento, mientras la mujer atendía los quehaceres domésticos de su casa. En esta época vino al mundo Antonio Ruiz, el torero al que se refiere esta biografía. Le criaron con el esmero que les era propio a su posición y procuraron darle la mejor educación, infundiéndole sanas y excelentes inclinaciones.
A los diez años, Antonio Ruiz “El Sombrerero” había adquirido los conocimientos que constituyen la primera educación de la época, y su padre, deseoso de que fuera útil a sí mismo, le colocó de aprendiz en la fábrica de sombreros de la cual hemos dicho, con el ánimo de que teniendo un oficio tuviese siempre una segura y decorosa dependencia. Poco progresaba Antonio en el oficio, en el que su padre se empeñaba que aprendiera, pues sus instintos le llamaban a otra profesión, que hasta él ignoraba, puesto que desconocía los espectáculos de toros y la manera de ejecutar esta fiesta.
Sufría, por ello, frecuentes refriegas con sus padres, pero nada adelantaba en su mejoramiento, respecto a que una vez pasadas, no volvieron ni a recordarlas. Creció más en edad, y ya se le permitía alguna libertad y la compañía de sus amigos, los cuales debieron de orientarle de lo que hasta entonces ignoraba, con relación a las corridas de toros y del punto donde se aprendía a torear. Con este motivo, le impulso la curiosidad, y hallada que hubo una ocasión oportuna, se dirigió al matadero y vio por primera vez un toro suelto, y un hombre con una capa, ejecutando la suerte de torear, terminando ileso de aquella lucha con la fiera.
Inexplicable parece la sensación que Antonio Ruiz “El Sombrerero” hubo de experimentar a la vista de aquel cuadro que por primera vez se presentaba a sus ojos; no diremos más, sino que desde aquel momento fueron inútiles cuantos esfuerzos hicieron sus padres para separarle del matadero, a cuyo punto se dirigía siempre que le era dado burlar la extraordinaria vigilancia de sus padres. Esto prueba claramente que aquella ocupación, a juzgar por el despejo que manifestaba, era lo único que se asomaba a los instintos de Antonio Ruiz y la que buscaba antes sin antecedentes, ni noticia del toreo, mostrándose, por lo tanto, indiferente a lo que su padre le había indicado.
Aficionado al matadero en los términos que llevamos dicho, no dejaba Antonio de aprovecharse de los descuidos de su familia, con el fin de dirigirse a dicho matadero, cuya conducta le valió muchos y grandes sinsabores, proporcionándoselos también a sus padres, que, opuestos a ellos de un modo particular, no economizaban ningún género de castigo con el ánimo de separarla de la senda que el aprendiz de torero se había trazado. En balde seguían los padres de Antonio la conducta expresada, en balde también utilizaban recursos de otra condición, todo era inútil y todo se estrellaba en su constante decisión.
En esta pretensión continuaron los padres del aficionado torero por algún tiempo; más convencidos de la ineficacia de sus esfuerzos para hacer perder a nuestro joven la resuelta inclinación que demostraba, le abandonaron a ella finalmente.
En este caso, se dedicó Antonio Ruiz con más amplitud al toreo, y aumentándose progresivamente su afición, adelantaba con rapidez en conocimientos, logrando por este medio ser admitido a torear en varias plazas, con el carácter de banderillero.
Sea porque su afición le condujo a un extremo de perfección incalculable, bien porque sus facultades contribuyeron a ello, es cierto, que después se hizo un excelente banderillero, llegando a merecer por último el título de sobresaliente. No fue breve la época en que Antonio Ruiz “El Sombrerero” se concretó a esta parte del toreo, pero siempre correspondió al buen crédito que merecía; y al mismo tiempo era elegido generalmente para ayudar con su capote a poner al matador el toro en suerte. Pocas veces se separaba Antonio Ruiz del toro, que, en el último tercio de la lidia, era trasteado para la muerte, y siempre fue su capote el que más dispuesto se hallaba cuando la necesidad lo exigía.
Estas excelentes cualidades, unidas a sus buenos deseos de adelantar cuanto le fuera posible en su profesión, produjeron que se inclinase a matar toros, lo cual principió a ejecutar con algunos que los espadas le cedían para adiestrarle en esta suerte, con el aplomo y la precaución que de suyo exige tan arriesgado lance.
Después de haber practicado esta operación en distintas ocasiones con algún lucimiento y aceptación, quiso figurar como media espada en las plazas principales, y como para ello se valiese del acreditado y justamente célebre Curro Guillén, este le mandó anunciar como tal en los carteles, y en la plaza de Sevilla se le vio salir con este carácter en el año 1808, bajo la dirección del matador a que antes aludimos.
Tampoco desairó a su favorecedor entonces, pues el público le aplaudía con entusiasmo, porque demostraba ciertos elementos de mucha importancia, que útilmente aprovechados daban una consecuencia ventajosa y poco común. Estas consideraciones movieron al mismo Curro Guillén a que después le hiciese figurar alternando como otro espada, en cuya época, ya más exigente el público, ya con la necesidad de habérselas con un compañero como Curro, se vio precisado a trabajar con un esmero y precisión que, hasta su mismo favorecedor, digámoslo así, le aplaudía.
De este modo cumplió Antonio Ruiz “El Sombrerero” su primera década de matador de toros, y el resultado fue de inmensas ventajas a para él, que además de aumentarse considerablemente, corrió la noticia de muchos, que después le ajustaban para ciertas plazas del territorio español, donde prestaba el cumplimiento que podía exigírsele. Cuando tales cosas ocurrían, no podemos asegurar que Antonio Ruiz fuese un torero consumado, tanto porque no llevara el tiempo de torero que necesitaba para reunir las indispensables cualidades que dan este título, cuanto porque todavía no lo había demostrado, quizá por falta de ocasión, pero de todos modos se le reconocía muy buenas disposiciones y unas excelentes facultades físicas que denotaban muchas esperanzas a su favor.
Atolondrado hasta entonces, cuando el toro exigía por su condición el auxilio de recursos especiales, no se le veía utilizarlos con oportunidad, y de aquí la falta de lucimiento; más esta condición debía sufrir un cambio en “El Sombrerero”, luego que la práctica le colocase en su verdadera posición, y esta era la falta única que se le atribuía en esta época de su vida artística, entre los inteligentes y personas de más competente autorización en la materia.
La exactitud que había en las oposiciones de los que reconocían en “El Sombrerero” grandes elementos para llegar a ser un aventajado torero, el mismo lo vino a demostrar en breve; siguió cuidadosamente la escuela de afamados toreros, que en esta época lucían grandes conocimientos, y principalmente la del distinguido Curro Guillén, y pronto corrigió sus defectos, haciéndose notable, si no por su completa igualdad con aquellos diestros, al menos alternando de una manera digna para no quedar desairado entre la habilidad y maestría de los que procuraba imitar.
El concepto general que supo adquirir fue extraordinario y siempre correspondió a su propósito, pues todos le concedían el título de torero concienzudo. Luego que la continua práctica le dio a “El Sombrerero” el complemento de los necesarios conocimientos para perfeccionarse más y más en su ejercicio del toreo, adquirió otro nuevo método de lidiar al toro, no de menos lucimiento que el anterior, aunque sí con más aplomo y maestría. Siempre procuraba colocar al toro en la suerte que más se adaptaba a su condición, sin eludir por eso el aprovechamiento de la primera ocasión que se le presentase, en cuyo caso no titubeaba en ejecutar la operación que el toro reclamaba. Estas cualidades tan propias de él, le hicieron recomendable a la vista de los numerosos aficionados que se declararon sus seguidores; pero impasible siempre, jamás alteró su sistema por merecer un puñado de aplausos más o menos numerosos. Convencido de que el Arte de Torear es en sí, no se excedía del círculo que él se trazaba, porque en otro caso habría podido pagara caro el atrevimiento, como la experiencia se lo había demostrado en distintas ocasiones y personas.
A “El Sombrerero” se le concedía una excelente privativa, que solo pertenecía a su método y condición, y para dar una idea más exacta de este torero y cual compete a nuestra misión, analizaremos sus dotes físicas y morales con la aplicación conveniente de las mismas, y con ello demostraremos evidentemente el mérito con que estaba adornado. Era, como hemos dicho, excelente matador de toros, porque además de su presencia esbelta y poderosa, reunía como mérito artístico, muy buena muleta y de bastante defensa, a sus conocimientos nada comunes, se agregaba un cálculo para la verdadera aplicación de ellos, se embraguetaba con los toros y daba muy buenas estocadas. Elegía siempre la muerte que cada toro merecía, y lo único que constituía su desgracia para aminorar el lucimiento y prestigio que de todas estas cualidades pudo haberle resultado, es que daba muchas estocadas, generalmente hablando. Tal defecto, si así se le quiere llamar, las explicaremos de esta manera. “El Sombrerero” poseía todas las buenas cualidades de un matador de toros; pero quizás por su mucha inteligencia se menguaba su valor, y en la última suerte no aparecía el mismo que en las primeras, temeroso sin duda del peligro que tan exactamente debía el mismo conocer. Una de las circunstancias que más le recomendaron, fue la consiguiente a su serenidad con respecto a la suerte de varas. Seguro como el que más en los quites, no había picador, por temeroso que fuera, que no saliese a los medios si veía a “El Sombrerero” colocado a corta distancia del estribo izquierdo de su caballo.
Es verdad que, en la época de su apogeo en la lidia, no escasearon los picadores de buen crédito, contándose entre ellos algunos muy sobresalientes y con mucho mérito, como eran “Poquito Pan”, “el Pelón”, “el Tío Ortiz”, Corchao, Juan Mateo Castaños, Pinto y otros; que además de su conocida habilidad, merecían el título de caballistas, pero si estos acreditados picadores de toros no hubiesen contado con un capote tan eminente como el de “El Sombrerero”, quizá se hubieran sujetado y eludido algunas suertes de las que produjeron la fama que disfrutaban. Más no está reducida a esta sola cualidad el mérito del lidiador cuyos apuntes biográficos nos ocupan. Si su capote se conceptuaba aventajado y oportuno, debemos deducir también, que sus conocimientos sobre los toros debían ser extraordinarios, pues que preveía generalmente los resultados que los toros habían de producir, hallándose siempre dispuesto a evitar los que originasen desgracias. Esta razón, hizo que los aficionados más inteligentes le reconociesen como lidiador concienzudo.
Pasemos ahora a hablar del banderillero, antes que a la clase de matador llegase. Durante el tiempo que “El Sombrerero” a la cuadrilla de banderilleros, no permitió que ningún otro le llevase ventaja, escudado quizás con sus facultades físicas. Fue, sin separarnos de la verdad, el mejor de su época, y hasta podemos asegurar, que dominó esta suerte como ninguno, pues en ella no halló nunca dificultades que se opusiera a sus designios.
Su capote era también considerado como el de más utilidad, y la importancia que se le atribuía, no era precisamente la propia de su clase, sino la que se le concede a un torero profundo que empapa o distrae al toro según conviene a la situación en que se halla colocado.
Esta suerte de correr toros, que, a simple vista, aparece como de ningún mérito, es una de las más esenciales, si en ellas se lleva un objeto determinado y asequible; así es que “El Sombrerero”, perteneciendo a esta clase, desplegaba su capote siempre bien, siempre en regla, y siempre con felices resultados.
Su mérito respecto a la suerte de capa y galleo, era asi mismo, eminentemente airosa al propio tiempo, pues lo había aprendido con toda perfección, y con este auxilio y el de su natural gallardía, lo ejecutaba con un lucimiento tal, que pocas veces dejó de recibir aplausos cuando lo practicaba.
No era menos seguro en la suerte de los caballos, según lo hemos ya manifestado, pero a todo contribuía su serenidad y grandes conocimientos. Algunos lances hemos escuchado de boca de los antiguos aficionados con referencia a este torero, todos ellos demuestran la opinión justa que sobre el mismo se tiene formada y dejamos expuesto.
Hay una circunstancia especial en este torero, que creemos oportuno mencionar, “El Sombrerero” fue uno de esos toreros que el público admite sin muestras de desagrado, y en su trabajo no halla opiniones que le perjudiquen en lo más mínimo; tampoco era uno de esos, que al pisar el ruedo son recibidos con una salva de vítores y palmadas. Nosotros a fuerza de imparciales, según lo hemos ofrecido, explicaremos las causas que a ello influían en nuestro juicio.
“El Sombrero”, que además del aislamiento en su trato, carecía también del adorno que ciertas suertes reclaman, para producir esa especie de entusiasmo en los espectadores que tan significativamente denotan con nutridos aplausos, no sacaba de su ejecución este partido a pesar de que, para el concepto de los inteligentes, las practicaba con la perfección y maestría más consumada.
Esta razón y la constante circunspección de su carácter en la plaza y en sociedad, hacían aparecer a este torero con unas pretensiones que no existían, si no como propiedad de su genio. Si al “Sombrerero” le hubiesen tratado los mismos a quienes repugnaban estas cualidades que le atribuían, de seguro que habrían cambiado de opinión, y en vez de la prevención que les inspiraba, le hubieran dispensado su amistad, porque su trato fue enteramente opuesto a lo que de su aspecto deduce.
Su desgracia nace de esta equivocación, si desgracia puede llamarse, el no haber aventajado en reputación a muchos de sus contemporáneos que supieron adquirírsela con menos elementos que este torero. Otra consecuencia de no peores resultados, le produjo esta condición. Se hizo muy desgraciado en la plaza, y no había función en que no tuviera que lamentarse de algún incidente desagradable, no en toda su significación, pero al menos era motivo para despojar a “El Sombrerero” del lucimiento propio a sus conocimientos y facultades. Contaba, no obstante, con un gran círculo de personas que se titulaban sus amigos, y especialmente en la plaza de Sevilla lo demostraban con bastante frecuencia.
El natural interés que inspiraba “El Sombrerero” por su gentileza y buena presencia, hacía que fuese bien recibido por el público que asistía a las corridas donde él toreaba; no podemos decir que toreó en todas las plazas de España, pero en las que lo hizo, aseguramos en honor de la verdad, que dejó buenos recuerdos.
Pasemos ahora a explicar lo que de este célebre matador de toros ha llegado a nuestra noticia, con relación al último periodo de su vida torera, época que ya no reunía la agilidad que tan indispensable es para el lucimiento de las distintas suertes que a cada momento se presentan en el expuesto y difícil ejercicio de torear, a cuya postración contribuía un desgraciado acontecimiento que le ocurrió con su espada, al despedirla el toro en un derrote, hallándose “El Sombrerero” encargado de su suerte, a corta distancia del animal. La espada que el toro arrojó, fue a caer de punta sobre las partes más delicadas de su cuerpo, cuya circunstancia le ocasionó la particularidad de que fuese despojado, si no en su totalidad, al menos en mucha parte, de su mérito; no obstante, continuó en la misma profesión y no desmintiendo sus propiedades, en términos que, no habían desertado de las filas del matador ninguno de sus adictos seguidores, en su mayor parte inteligentes aficionados.
Por el año 1834, cuando “El Sombrerero” vio menguarse sus facultades físicas, y temeroso, sin duda, de que por esta causa pudiera ocasionarle la muerte si continuaba toreando, se concretó a prestar atención a sus intereses, que puso en movimiento y regularizó de una manera conducente, dedicándose al acopio de varios artículos de consumo, con especialidad el del aceite, con lo cual vivió en una completa independencia y con la tranquilidad del que no conoce enemigo de ninguna clase.


La ausencia de figuras destacadas del toreo durante esos tiempos, le permitió destacar en las plazas, cosa que después no podría hacer. De 1820 a 1830 su rivalidad en la plaza fue con el torero apodado “Leoncillo” en el contexto de un período turbulento en la historia de España dónde los Liberales se enfrentaban a los Absolutistas. La rivalidad entre él y Leoncillo fue exacerbado por cuestiones políticas. Las ideas de “El Sombrerero” se mostraban abiertamente “Absolutista”, mientras que las de Leoncillo eran del lado los “Liberales. Fuera de esta rivalidad que fue etapa, no se puede decir que El Sombrerero era una gran estrella del toreo, pero se recuerdan sus magníficas estocadas y su manejo con el capote. La Constitución de Cádiz “La Pepa”, fue abolida en 1823. El Sombrerero se puso de parte de Fernando VII, los contrarios al Absolutismo del Rey, lo apartaron de por vida de las plazas. En 1823 sufre una cogida, lo que le obliga a abandonar temporalmente los ruedos. Ante la falta de corridas, le ruega al Rey que le contraten para torear, consiguiendo torear en alguna corrida más. En 1835 debido a la llegada al poder de los liberales, se le prohíbe torear; entonces se dedicó al negocio de semillas, aceite y grano, pero el cambio político liberal perjudica de tal manera sus intereses, por ser un declarado absolutista, y se arruina. Al adoptar esta resolución de separarse del toreo, se infiere que debió meditarlo detenida y profundamente, si fijamos la atención en su conducta posterior, jamás tuvo ocasión de volver a torear, ni acceder a los compromisos que sus amigos le proporcionaron. Nadie le pudo obligar a presentarse alguna vez el volver a torear, pues su oficio, dejó de existir para él. Esta consecuencia inalterable, es una cualidad tan propia de “El Sombrerero”, según hemos visto, que, si hubiera tenido necesidad de faltar a ella por una de esas circunstancias imprescindibles, se le hubiera visto en un estado de excesiva violencia sólo por alterar su propósito. Tal firmeza de carácter, se recomienda al que lo posee de una manera especial, y no solo le granjea aprecio, si no consideraciones difíciles de destruir.
Hemos incluido en la biografía de “El Sombrerero”, como torero, algunos apuntes de la vida privada, como particular, no porque creíamos preciso para dar más importancia a su mérito taurino, sino porque en “El Sombrerero”, aparecen unidos estos extremos con una igualdad especial, que constantemente marcharon en perfecta armonía. Sus buenas relaciones con el poder en las postrimerías del régimen absoluto de Fernando VII hacen que sea nombrado profesor ayudante de la Escuela Taurina de Sevilla, que por entonces se fundó. Es evidente que al adoptar este buen torero la resolución de vivir enteramente aislado de toda sociedad, y con abstracción completa entregado al toreo, pertenece de la manera que hemos dicho, y con tan singular firmeza, debió asistir alguna prevención, pero esta, si existe, es un misterio que nadie sabe.
Antonio Ruiz “El Sombrerero”, murió a la edad de 78 años, pero su método de vida y las buenas costumbres que siempre tuvo, le conservaron durante su vida en muy buen estado de robustez, sin haber borrado el tiempo los rasgos, de buena presencia que siempre poseyó. En el último tercio de su modesta vida, se dedicó al cuidado de sus intereses, retirándose completamente de la sociedad; pero este sistema le favoreció bastante y le permitió hacer algunas limosnas a las necesidades que imploraron su compasión, con lo que encontraba una completa satisfacción.
Después de lo que hemos apuntado, difícilmente se le podía obligar a seguir una conversación de toros, ni menos que contestase a ninguna pregunta que llevase por objeto la averiguación del mérito de algún torero, ya de la presente o pasada época. Fue hombre, en fin, que no se lamentaba, ni se le oyó la más leve queja de las personas que le hubieran ofendido, al Sombrerero, estamos seguros, que nadie le hizo mal y todo lo olvidó, y si esto no es exacto y abrigó alguna prevención o resentimiento con determinadas personas, es un misterio que nadie supo.  
Muere en la indigencia en Sevilla, en el Hospital de San Jorge, el 20 de julio de 1860.