ANTONIO RUIZ
“EL SOMBRERERO”
Antonio
Ruiz Serrano, “El Sombrero”, nació en Sevilla el 24 de marzo de 1783. Este
célebre torero no deja también de ofrecer cierta rareza en la adopción de un
ejercicio que le era enteramente desconocido durante los años de su infancia, y
contrario a la educación que sus padres le habían dado, desde luego. Nos
contentamos ahora con esta observación, siguiendo la relación de sus
antecedentes, y en ellos encontraremos motivos mucho más poderosos para llamar
la atención de algunos sobre la extraña consecuencia que de los mismos se
desprende. Antonio Ruiz “El Sombrerero” recibió siempre una educación de todo
punto ajena a la profesión de torero, y además, cuando se pudo apercibir de que
aquella existía, los padres le habían hecho comprender que la manera de
asegurar el porvenir con cierta independencia propia de los artesanos que, como
ellos parecían algo, era la decidida aplicación al trabajo. Esta buena crianza
debió haber causado las primeras impresiones de Antonio Ruiz, con relación al
oficio por que debía decirse, pero lejos de suceder así. Permaneció fluctuando
en la más completa inacción, hasta que la casualidad le proporcionó los medios
de conocer el aprendizaje de la ocupación que más se adaptaba a sus
inclinaciones. Muchos fueron los obstáculos que a cada paso se le presentaban
para conseguir sus intentos, pero todos los venció con una firme voluntad.
Esta
es la historia de su vida. En Sevilla, y por los años de 1783, existía en una
calle llamada “Tintores”, una modesta fábrica de sombreros, la cual pertenecía
a un honrado matrimonio que trabajaba sin descanso para ganarse el sustento
diario. El marido cuidaba con esmero aquel establecimiento, mientras la mujer
atendía los quehaceres domésticos de su casa. En esta época vino al mundo
Antonio Ruiz, el torero al que se refiere esta biografía. Le criaron con el
esmero que les era propio a su posición y procuraron darle la mejor educación,
infundiéndole sanas y excelentes inclinaciones.
A
los diez años, Antonio Ruiz “El Sombrerero” había adquirido los conocimientos
que constituyen la primera educación de la época, y su padre, deseoso de que
fuera útil a sí mismo, le colocó de aprendiz en la fábrica de sombreros de la
cual hemos dicho, con el ánimo de que teniendo un oficio tuviese siempre una
segura y decorosa dependencia. Poco progresaba Antonio en el oficio, en el que
su padre se empeñaba que aprendiera, pues sus instintos le llamaban a otra
profesión, que hasta él ignoraba, puesto que desconocía los espectáculos de
toros y la manera de ejecutar esta fiesta.
Sufría,
por ello, frecuentes refriegas con sus padres, pero nada adelantaba en su
mejoramiento, respecto a que una vez pasadas, no volvieron ni a recordarlas.
Creció más en edad, y ya se le permitía alguna libertad y la compañía de sus
amigos, los cuales debieron de orientarle de lo que hasta entonces ignoraba,
con relación a las corridas de toros y del punto donde se aprendía a torear.
Con este motivo, le impulso la curiosidad, y hallada que hubo una ocasión
oportuna, se dirigió al matadero y vio por primera vez un toro suelto, y un
hombre con una capa, ejecutando la suerte de torear, terminando ileso de
aquella lucha con la fiera.
Inexplicable
parece la sensación que Antonio Ruiz “El Sombrerero” hubo de experimentar a la
vista de aquel cuadro que por primera vez se presentaba a sus ojos; no diremos
más, sino que desde aquel momento fueron inútiles cuantos esfuerzos hicieron
sus padres para separarle del matadero, a cuyo punto se dirigía siempre que le
era dado burlar la extraordinaria vigilancia de sus padres. Esto prueba
claramente que aquella ocupación, a juzgar por el despejo que manifestaba, era
lo único que se asomaba a los instintos de Antonio Ruiz y la que buscaba antes
sin antecedentes, ni noticia del toreo, mostrándose, por lo tanto, indiferente
a lo que su padre le había indicado.
Aficionado
al matadero en los términos que llevamos dicho, no dejaba Antonio de
aprovecharse de los descuidos de su familia, con el fin de dirigirse a dicho
matadero, cuya conducta le valió muchos y grandes sinsabores,
proporcionándoselos también a sus padres, que, opuestos a ellos de un modo
particular, no economizaban ningún género de castigo con el ánimo de separarla
de la senda que el aprendiz de torero se había trazado. En balde seguían los
padres de Antonio la conducta expresada, en balde también utilizaban recursos
de otra condición, todo era inútil y todo se estrellaba en su constante
decisión.
En
esta pretensión continuaron los padres del aficionado torero por algún tiempo;
más convencidos de la ineficacia de sus esfuerzos para hacer perder a nuestro
joven la resuelta inclinación que demostraba, le abandonaron a ella finalmente.
En
este caso, se dedicó Antonio Ruiz con más amplitud al toreo, y aumentándose
progresivamente su afición, adelantaba con rapidez en conocimientos, logrando
por este medio ser admitido a torear en varias plazas, con el carácter de
banderillero.
Sea
porque su afición le condujo a un extremo de perfección incalculable, bien
porque sus facultades contribuyeron a ello, es cierto, que después se hizo un
excelente banderillero, llegando a merecer por último el título de
sobresaliente. No fue breve la época en que Antonio Ruiz “El Sombrerero” se
concretó a esta parte del toreo, pero siempre correspondió al buen crédito que
merecía; y al mismo tiempo era elegido generalmente para ayudar con su capote a
poner al matador el toro en suerte. Pocas veces se separaba Antonio Ruiz del
toro, que, en el último tercio de la lidia, era trasteado para la muerte, y
siempre fue su capote el que más dispuesto se hallaba cuando la necesidad lo
exigía.
Estas
excelentes cualidades, unidas a sus buenos deseos de adelantar cuanto le fuera
posible en su profesión, produjeron que se inclinase a matar toros, lo cual
principió a ejecutar con algunos que los espadas le cedían para adiestrarle en
esta suerte, con el aplomo y la precaución que de suyo exige tan arriesgado
lance.
Después
de haber practicado esta operación en distintas ocasiones con algún lucimiento
y aceptación, quiso figurar como media espada en las plazas principales, y como
para ello se valiese del acreditado y justamente célebre Curro Guillén, este le
mandó anunciar como tal en los carteles, y en la plaza de Sevilla se le vio
salir con este carácter en el año 1808, bajo la dirección del matador a que
antes aludimos.
Tampoco
desairó a su favorecedor entonces, pues el público le aplaudía con entusiasmo,
porque demostraba ciertos elementos de mucha importancia, que útilmente
aprovechados daban una consecuencia ventajosa y poco común. Estas
consideraciones movieron al mismo Curro Guillén a que después le hiciese
figurar alternando como otro espada, en cuya época, ya más exigente el público,
ya con la necesidad de habérselas con un compañero como Curro, se vio precisado
a trabajar con un esmero y precisión que, hasta su mismo favorecedor, digámoslo
así, le aplaudía.
De
este modo cumplió Antonio Ruiz “El Sombrerero” su primera década de matador de
toros, y el resultado fue de inmensas ventajas a para él, que además de
aumentarse considerablemente, corrió la noticia de muchos, que después le
ajustaban para ciertas plazas del territorio español, donde prestaba el
cumplimiento que podía exigírsele. Cuando tales cosas ocurrían, no podemos
asegurar que Antonio Ruiz fuese un torero consumado, tanto porque no llevara el
tiempo de torero que necesitaba para reunir las indispensables cualidades que
dan este título, cuanto porque todavía no lo había demostrado, quizá por falta
de ocasión, pero de todos modos se le reconocía muy buenas disposiciones y unas
excelentes facultades físicas que denotaban muchas esperanzas a su favor.
Atolondrado
hasta entonces, cuando el toro exigía por su condición el auxilio de recursos
especiales, no se le veía utilizarlos con oportunidad, y de aquí la falta de
lucimiento; más esta condición debía sufrir un cambio en “El Sombrerero”, luego
que la práctica le colocase en su verdadera posición, y esta era la falta única
que se le atribuía en esta época de su vida artística, entre los inteligentes y
personas de más competente autorización en la materia.
La
exactitud que había en las oposiciones de los que reconocían en “El Sombrerero”
grandes elementos para llegar a ser un aventajado torero, el mismo lo vino a
demostrar en breve; siguió cuidadosamente la escuela de afamados toreros, que
en esta época lucían grandes conocimientos, y principalmente la del distinguido
Curro Guillén, y pronto corrigió sus defectos, haciéndose notable, si no por su
completa igualdad con aquellos diestros, al menos alternando de una manera
digna para no quedar desairado entre la habilidad y maestría de los que
procuraba imitar.
El
concepto general que supo adquirir fue extraordinario y siempre correspondió a
su propósito, pues todos le concedían el título de torero concienzudo. Luego
que la continua práctica le dio a “El Sombrerero” el complemento de los
necesarios conocimientos para perfeccionarse más y más en su ejercicio del
toreo, adquirió otro nuevo método de lidiar al toro, no de menos lucimiento que
el anterior, aunque sí con más aplomo y maestría. Siempre procuraba colocar al
toro en la suerte que más se adaptaba a su condición, sin eludir por eso el
aprovechamiento de la primera ocasión que se le presentase, en cuyo caso no
titubeaba en ejecutar la operación que el toro reclamaba. Estas cualidades tan
propias de él, le hicieron recomendable a la vista de los numerosos aficionados
que se declararon sus seguidores; pero impasible siempre, jamás alteró su
sistema por merecer un puñado de aplausos más o menos numerosos. Convencido de
que el Arte de Torear es en sí, no se excedía del círculo que él se trazaba,
porque en otro caso habría podido pagara caro el atrevimiento, como la
experiencia se lo había demostrado en distintas ocasiones y personas.
A
“El Sombrerero” se le concedía una excelente privativa, que solo pertenecía a
su método y condición, y para dar una idea más exacta de este torero y cual
compete a nuestra misión, analizaremos sus dotes físicas y morales con la
aplicación conveniente de las mismas, y con ello demostraremos evidentemente el
mérito con que estaba adornado. Era, como hemos dicho, excelente matador de
toros, porque además de su presencia esbelta y poderosa, reunía como mérito
artístico, muy buena muleta y de bastante defensa, a sus conocimientos nada comunes,
se agregaba un cálculo para la verdadera aplicación de ellos, se embraguetaba con los toros y daba muy
buenas estocadas. Elegía siempre la muerte que cada toro merecía, y lo único
que constituía su desgracia para aminorar el lucimiento y prestigio que de
todas estas cualidades pudo haberle resultado, es que daba muchas estocadas,
generalmente hablando. Tal defecto, si así se le quiere llamar, las
explicaremos de esta manera. “El Sombrerero” poseía todas las buenas cualidades
de un matador de toros; pero quizás por su mucha inteligencia se menguaba su
valor, y en la última suerte no aparecía el mismo que en las primeras, temeroso
sin duda del peligro que tan exactamente debía el mismo conocer. Una de las
circunstancias que más le recomendaron, fue la consiguiente a su serenidad con
respecto a la suerte de varas. Seguro como el que más en los quites, no había
picador, por temeroso que fuera, que no saliese a los medios si veía a “El
Sombrerero” colocado a corta distancia del estribo izquierdo de su caballo.
Es
verdad que, en la época de su apogeo en la lidia, no escasearon los picadores
de buen crédito, contándose entre ellos algunos muy sobresalientes y con mucho
mérito, como eran “Poquito Pan”, “el Pelón”, “el Tío Ortiz”, Corchao, Juan
Mateo Castaños, Pinto y otros; que además de su conocida habilidad, merecían el
título de caballistas, pero si estos acreditados picadores de toros no hubiesen
contado con un capote tan eminente como el de “El Sombrerero”, quizá se
hubieran sujetado y eludido algunas suertes de las que produjeron la fama que
disfrutaban. Más no está reducida a esta sola cualidad el mérito del lidiador
cuyos apuntes biográficos nos ocupan. Si su capote se conceptuaba aventajado y
oportuno, debemos deducir también, que sus conocimientos sobre los toros debían
ser extraordinarios, pues que preveía generalmente los resultados que los toros
habían de producir, hallándose siempre dispuesto a evitar los que originasen
desgracias. Esta razón, hizo que los aficionados más inteligentes le reconociesen
como lidiador concienzudo.
Pasemos
ahora a hablar del banderillero, antes que a la clase de matador llegase.
Durante el tiempo que “El Sombrerero” a la cuadrilla de banderilleros, no
permitió que ningún otro le llevase ventaja, escudado quizás con sus facultades
físicas. Fue, sin separarnos de la verdad, el mejor de su época, y hasta
podemos asegurar, que dominó esta suerte como ninguno, pues en ella no halló
nunca dificultades que se opusiera a sus designios.
Su
capote era también considerado como el de más utilidad, y la importancia que se
le atribuía, no era precisamente la propia de su clase, sino la que se le
concede a un torero profundo que empapa o
distrae al toro según conviene a la situación en que se halla colocado.
Esta
suerte de correr toros, que, a simple vista, aparece como de ningún mérito, es
una de las más esenciales, si en ellas se lleva un objeto determinado y
asequible; así es que “El Sombrerero”, perteneciendo a esta clase, desplegaba
su capote siempre bien, siempre en regla, y siempre con felices resultados.
Su
mérito respecto a la suerte de capa y galleo, era asi mismo, eminentemente
airosa al propio tiempo, pues lo había aprendido con toda perfección, y con
este auxilio y el de su natural gallardía, lo ejecutaba con un lucimiento tal,
que pocas veces dejó de recibir aplausos cuando lo practicaba.
No
era menos seguro en la suerte de los caballos, según lo hemos ya manifestado,
pero a todo contribuía su serenidad y grandes conocimientos. Algunos lances
hemos escuchado de boca de los antiguos aficionados con referencia a este
torero, todos ellos demuestran la opinión justa que sobre el mismo se tiene
formada y dejamos expuesto.
Hay
una circunstancia especial en este torero, que creemos oportuno mencionar, “El
Sombrerero” fue uno de esos toreros que el público admite sin muestras de
desagrado, y en su trabajo no halla opiniones que le perjudiquen en lo más
mínimo; tampoco era uno de esos, que al pisar el ruedo son recibidos con una
salva de vítores y palmadas. Nosotros a fuerza de imparciales, según lo hemos
ofrecido, explicaremos las causas que a ello influían en nuestro juicio.
“El
Sombrero”, que además del aislamiento en su trato, carecía también del adorno
que ciertas suertes reclaman, para producir esa especie de entusiasmo en los
espectadores que tan significativamente denotan con nutridos aplausos, no
sacaba de su ejecución este partido a pesar de que, para el concepto de los
inteligentes, las practicaba con la perfección y maestría más consumada.
Esta
razón y la constante circunspección de su carácter en la plaza y en sociedad,
hacían aparecer a este torero con unas pretensiones que no existían, si no como
propiedad de su genio. Si al “Sombrerero” le hubiesen tratado los mismos a
quienes repugnaban estas cualidades que le atribuían, de seguro que habrían
cambiado de opinión, y en vez de la prevención que les inspiraba, le hubieran
dispensado su amistad, porque su trato fue enteramente opuesto a lo que de su
aspecto deduce.
Su
desgracia nace de esta equivocación, si desgracia puede llamarse, el no haber
aventajado en reputación a muchos de sus contemporáneos que supieron
adquirírsela con menos elementos que este torero. Otra consecuencia de no
peores resultados, le produjo esta condición. Se hizo muy desgraciado en la
plaza, y no había función en que no tuviera que lamentarse de algún incidente
desagradable, no en toda su significación, pero al menos era motivo para
despojar a “El Sombrerero” del lucimiento propio a sus conocimientos y
facultades. Contaba, no obstante, con un gran círculo de personas que se
titulaban sus amigos, y especialmente en la plaza de Sevilla lo demostraban con
bastante frecuencia.
El
natural interés que inspiraba “El Sombrerero” por su gentileza y buena
presencia, hacía que fuese bien recibido por el público que asistía a las
corridas donde él toreaba; no podemos decir que toreó en todas las plazas de
España, pero en las que lo hizo, aseguramos en honor de la verdad, que dejó
buenos recuerdos.
Pasemos
ahora a explicar lo que de este célebre matador de toros ha llegado a nuestra
noticia, con relación al último periodo de su vida torera, época que ya no
reunía la agilidad que tan indispensable es para el lucimiento de las distintas
suertes que a cada momento se presentan en el expuesto y difícil ejercicio de
torear, a cuya postración contribuía un desgraciado acontecimiento que le
ocurrió con su espada, al despedirla el toro en un derrote, hallándose “El
Sombrerero” encargado de su suerte, a corta distancia del animal. La espada que
el toro arrojó, fue a caer de punta sobre las partes más delicadas de su
cuerpo, cuya circunstancia le ocasionó la particularidad de que fuese
despojado, si no en su totalidad, al menos en mucha parte, de su mérito; no
obstante, continuó en la misma profesión y no desmintiendo sus propiedades, en
términos que, no habían desertado de las filas del matador ninguno de sus
adictos seguidores, en su mayor parte inteligentes aficionados.
Por
el año 1834, cuando “El Sombrerero” vio menguarse sus facultades físicas, y
temeroso, sin duda, de que por esta causa pudiera ocasionarle la muerte si
continuaba toreando, se concretó a prestar atención a sus intereses, que puso
en movimiento y regularizó de una manera conducente, dedicándose al acopio de
varios artículos de consumo, con especialidad el del aceite, con lo cual vivió
en una completa independencia y con la tranquilidad del que no conoce enemigo
de ninguna clase.
La
ausencia de figuras destacadas del toreo durante esos tiempos, le permitió
destacar en las plazas, cosa que después no podría hacer. De 1820 a 1830 su
rivalidad en la plaza fue con el torero apodado “Leoncillo” en el contexto de
un período turbulento en la historia de España dónde los Liberales se
enfrentaban a los Absolutistas. La rivalidad entre él y Leoncillo fue
exacerbado por cuestiones políticas. Las ideas de “El Sombrerero” se mostraban
abiertamente “Absolutista”, mientras que las de Leoncillo eran del lado los “Liberales.
Fuera de esta rivalidad que fue etapa, no se puede decir que El Sombrerero era
una gran estrella del toreo, pero se recuerdan sus magníficas estocadas y su
manejo con el capote. La Constitución de Cádiz “La Pepa”, fue abolida en 1823.
El Sombrerero se puso de parte de Fernando VII, los contrarios al Absolutismo
del Rey, lo apartaron de por vida de las plazas. En 1823 sufre una cogida, lo
que le obliga a abandonar temporalmente los ruedos. Ante la falta de corridas,
le ruega al Rey que le contraten para torear, consiguiendo torear en alguna
corrida más. En 1835 debido a la llegada al poder de los liberales, se le prohíbe
torear; entonces se dedicó al negocio de semillas, aceite y grano, pero el
cambio político liberal perjudica de tal manera sus intereses, por ser un
declarado absolutista, y se arruina. Al adoptar esta resolución de separarse
del toreo, se infiere que debió meditarlo detenida y profundamente, si fijamos
la atención en su conducta posterior, jamás tuvo ocasión de volver a torear, ni
acceder a los compromisos que sus amigos le proporcionaron. Nadie le pudo
obligar a presentarse alguna vez el volver a torear, pues su oficio, dejó de
existir para él. Esta consecuencia inalterable, es una cualidad tan propia de
“El Sombrerero”, según hemos visto, que, si hubiera tenido necesidad de faltar
a ella por una de esas circunstancias imprescindibles, se le hubiera visto en
un estado de excesiva violencia sólo por alterar su propósito. Tal firmeza de
carácter, se recomienda al que lo posee de una manera especial, y no solo le
granjea aprecio, si no consideraciones difíciles de destruir.
Hemos
incluido en la biografía de “El Sombrerero”, como torero, algunos apuntes de la
vida privada, como particular, no porque creíamos preciso para dar más
importancia a su mérito taurino, sino porque en “El Sombrerero”, aparecen
unidos estos extremos con una igualdad especial, que constantemente marcharon
en perfecta armonía. Sus buenas relaciones con el poder en las postrimerías del
régimen absoluto de Fernando VII hacen que sea nombrado profesor ayudante de la
Escuela Taurina de Sevilla, que por entonces se fundó. Es evidente que al
adoptar este buen torero la resolución de vivir enteramente aislado de toda
sociedad, y con abstracción completa entregado al toreo, pertenece de la manera
que hemos dicho, y con tan singular firmeza, debió asistir alguna prevención,
pero esta, si existe, es un misterio que nadie sabe.
Antonio
Ruiz “El Sombrerero”, murió a la edad de 78 años, pero su método de vida y las
buenas costumbres que siempre tuvo, le conservaron durante su vida en muy buen
estado de robustez, sin haber borrado el tiempo los rasgos, de buena presencia
que siempre poseyó. En el último tercio de su modesta vida, se dedicó al
cuidado de sus intereses, retirándose completamente de la sociedad; pero este
sistema le favoreció bastante y le permitió hacer algunas limosnas a las
necesidades que imploraron su compasión, con lo que encontraba una completa
satisfacción.
Después
de lo que hemos apuntado, difícilmente se le podía obligar a seguir una
conversación de toros, ni menos que contestase a ninguna pregunta que llevase
por objeto la averiguación del mérito de algún torero, ya de la presente o
pasada época. Fue hombre, en fin, que no se lamentaba, ni se le oyó la más leve
queja de las personas que le hubieran ofendido, al Sombrerero, estamos seguros,
que nadie le hizo mal y todo lo olvidó, y si esto no es exacto y abrigó alguna
prevención o resentimiento con determinadas personas, es un misterio que nadie
supo.
Muere
en la indigencia en Sevilla, en el Hospital de San Jorge, el 20 de julio de
1860.