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Tuesday, December 19, 2017

Juan Belmonte "El Pasmo de Triana". 1892 - 1962



En la historia de la Fiesta Nacional hay dos grupos de toreros: el primero es Juan Belmonte; en el segundo: todos los demás. Nadie en la Historia Taurómaca la ha cambiado tan de raíz. Los toreros de hoy y hasta los toros son lo que se son por lo que fue Juan Belmonte.

“El Pasmo de Triana” nació el 14 de abril de 1892 en el barrio sevillano de La Alameda, número 72 de la calle Feria, aunque su familia no tardó en trasladarse al barrio de Triana, donde viviría toda su niñez. De origen humilde, su padre era quinquillero, Belmonte creció entre escapadas a las capeas de becerras y de las dehesas.



Con diecisiete años, vistió su primer traje de luces en Elvas, Portugal, en una corrida a la portuguesa, con los toros embolados y sin muerte. Debutó en la Maestranza de Sevilla en agosto de 1910, pero un año más tarde repitió en la misma plaza y fracasó ante un mal toro.
En 1912, con tres novilladas triunfales en Valencia le dieron de nuevo la oportunidad de volver a la Maestranza, donde se consagró saliendo por la Puerta del Príncipe y lo llevaron a hombros hasta su misma casa, en Triana. Fue esta etapa de novillero cuando, para los entendidos, se fraguó en la muleta y en los pies de Belmonte el paso del toreo decimonónico al Toreo Moderno. Su revolución, apoyarse en dos conceptos básicos: la quietud y el temple ante el toro. Fue el primer matador que mantuvo quietos los pies ante el astado, ayudándose con el juego de brazos. Su temeridad y valor le convirtieron en mito. Intelectuales y artistas le admiraron, fascinados por el clima dramático que creaba en el ruedo.
Don Ramón del Valle-Inclán le dijo en una ocasión: “No te falta, hijo, más que morir en la plaza” –a lo que Belmonte respondió: “Se hará lo que se pueda”.
El 16 de octubre de 1913, tomó la alternativa en Madrid, actuando de padrino Machaquito, que se retiraba del toreo esa misma tarde, y de testigo Rafael El Gallo. Al año siguiente, en 1914, torearon por primera vez juntos, Joselito El Gallo, hermano menor de Rafael.
La competencia entre los dos diestros, hasta la muerte de Joselito en Talavera de la Reina en 1920, daría lugar a la Edad de Oro del Toreo.
Decenas de corridas cada año, las plazas llenas hasta la bandera, los tendidos inflados de pasión y España divida entre gallistas y belmontistas. Joselito representaba la perfección del toreo clásico, la elegancia. Belmonte la ruptura, la temeridad, sus verónicas imposibles, sin rectificar los pies, y el pase al natural representaron para muchos el salto definitivo del Toreo al Arte.




Y llegó Juan Belmonte. Hubo en aquel tiempo excelentes toreros de segunda fila, algunos de los cuales serían hoy grandes figuras, como Paco Madrid, gran estoqueador, Agustín García Maya, a quien mató un toro en la plaza francesa de Lunel; el gallego Celita, buen estoqueador; Curro Martín Vázquez, estoqueador excepcional, materialmente cosido a cornadas y creador de la dinastía a la que pertenece su hijo Pepín, un excepcional artista; el Vasco Cocherito de Bilbao, cuya afición estableció el club taurino más antiguo de España, que todavía existe; y un sinfín de toreros olvidados, más o menos brillantes, que llegaron a sonar en su momento, como el almeriense Relampaguito, o El Moreno de Alcalá, a quien le cogían los toros hasta haciendo el paseíllo, Bombita III, hermano menor de los Bombas, el vallisoletano Pacomio Peribáñez, y Serafín Vigiola Torquito, suegro del humorista y académico Don Antonio Mingote, quien fue un torero de buen corte y enorme decisión en el manejo de la espada, pero que tuvo la desgracia de coger de lleno la época de Joselito y Belmonte.
Cuando llega a la fiesta Juan Belmonte no soplan precisamente buenos vientos para las corridas de toros. Creo que ha sido el gran escritos Néstor Luján quien mejor vió el problema. Porque, pese a lo mucho que se ha escrito del entusiasmo belmontistas de la generación del 98, lo cierto es que antes de la aparición del genial Pasmo de Triana los intelectuales estaban dispuestos a acabar con la Fiesta de los Toros.
No. No fue favorable en un principio ese movimiento ideológico liberal para la Fiesta Nacional. Esta generación se enfrenta bravamente al espectáculo más español. Renegaba Don Joaquín Costa de un pueblo que paseaba a hombros al Guerra la misma tarde en que nuestra escuadra naval se hundía en Santiago de Cuba. El mismo Antonio Machado ataca violentamente a las corridas de toros. Don Pío Baroja y Don Jacinto Benavente se desentienden, Don Santiago Ramón y Cajal las desprecia y Eugenio Noel se dedica con su formidable y cálido verbo a combatirlas en numerosas conferencias que da por toda nuestra geografía. En Sevilla, los aficionados le corrieron por las calles pretendiendo cortarle su romántica melena.
En ese preciso momento llega Juan Belmonte y pone delante de todo el tema tremendo, estremecedor, de la muerte española. Muestra que sólo en España se puede encontrar un público que haya elevado la muerte a espectáculo nacional. Hace callar a casi todos los intelectuales, que pasan de repudiar la fiesta de los toros a convertirse en sus más acérrimos partidarios. Y es que Juan rompe con aquel espectáculo de horrible brutalidad que se combatía violentamente. Toma los caminos de la estética, de la escultura viva. Se reducen los espacios, crece el ajuste, se sueltan los brazos, se pierde el sentido atlético para dar paso a la lentitud.

Hasta el mismo Don Antonio Machado, que siempre había dicho que las corridas de toros no constituían un espectáculo, ni siquiera divertido, acaba por reconocer, tras la aparición de Belmonte, que naturalmente las corridas de toros no pueden divertir a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para ser una diversión. Empieza a entender que la fiesta no es un sucio ejercicio de matadero, que el torero no es un verdugo, ni un matarife. “¿Será acaso un sacerdote?”, se pregunta el inmortal poeta, que, a través de Belmonte, entiende el fervor taurino, el rito, la ofrenda de la muerte del animal a un dios, con minúscula, extraño, y desconocido. A Belmonte hay que atribuirle el soberbio viraje de los intelectuales y de toda la afición, que ya ven la fiesta de otra manera. Las corridas de toros han dejado de ser una bárbara lucha para suavizarse y derivar por los senderos del arte.
Desde Belmonte, el toreo, que sigue teniendo una enorme carga de riesgo, gana su propia supervivencia al perder el ochenta por ciento de aquella bárbara orgía de sangre que se presentaba no sólo en la época goyesca, sino en las corridas de principios de siglo. Todo cambia con Belmonte. Empezando por el toro, porque los ganaderos comienzan a preocuparse de criar un toro que sirva para un toreo estilizado. La lidia ha dejado de ser una preparación para la muerte, y llegaría un tiempo –el que estamos viviendo- en que todo lo que se desarrolla en el ruedo va encaminado a la brillantez del toreo de muleta.
Si algún mérito tuvo el colosal Juan Belmonte fue el de haber hecho la revolución con el toro de entonces. Los que vinieron después, los que mejoraron incluso su arte, aquellos que perfeccionaron la obra del coloso trianero, ya se encontraron con un toro más a la medida para esta nueva forma de interpretar el arte del toreo.
Juan Belmonte es el padre del temple, la personalidad más grande que haya podido tener cualquier torero en un redondel y, conviene no olvidarlo, el que ha hecho posible que la fiesta haya podido llegar hasta nuestros días, saltando por encima de todos los obstáculos y diatribas que se le ponían de no poco peso.

Todo en Juan Belmonte fue diferente. Como todos los grandes genios, sería imitado, pero tomarían de él sus defectos, porque era imposible copiar sus virtudes. Es cierto que rompió con lo que de hermoso tiene la torería, ese andar por las calles viviendo y sintiéndose torero. Juan quitó hasta la costumbre de usar la tradicional coleta; pero fue excepcional, único e irrepetible.

Murió en su cortijo sevillano de Gómez Cardeña en un anochecer de un domingo descerrajándose un tiro en la cabeza debajo del retrato que le hiciera Don Ignacio Zuloaga. Hasta el suicidio y la forma de llevarlo a cabo fueron fruto de la improvisación. Había estado todo el día montando a caballo. Creía que tenía una enfermedad incurable. Luego la autopsia revelaría que no era así. Pero lo de su espantosa muerte no deja de ser una penosa anécdota. Lo importante es que Juan Belmonte fue un torero inconmensurable, el que hizo posible que hoy estemos todavía presenciando corridas de toros.
¿Por qué se suicidó Juan Belmonte? Nadie lo sabe con seguridad, pero existen varias pistas. Desde joven, tenía obsesión con la muerte, siempre llevaba consigo una pistola pequeña. No se resignaba a la decadencia física. Temió que una hernia de hiato fuera una enfermedad más grave. Le impresionó mucho ver a su gran amigo Julio Camba, en el hospital, llenos de tubos: él no quería morir así.

Enriqueta Pérez Lora, el último amor de Belmonte. El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir los 70 años, visitó a Enriqueta, le dejó varios regalos, un portacalcetines de oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con dinero y varias fotografías dedicadas: “Cuando yo me muera, si necesitas dinero, véndeselas a una revista extranjera, que las pagarán bien”.
Y, como tantas veces, en broma, ella le tiró una zapatilla, pero él ya no pudo volver otro día para devolvérsela. Esa tarde, recorrió a caballo su finca, acosó y derribó algunas reses, quiso encerrar en la plaza de tientas a un semental. Lo contó su amigo Andrés Martínez de León: “¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad? ¿Quería que el toro lo matara? Ya anocheciendo, casi a dos luces, en “la hora de Belmonte”, se encerró en su despacho, puso en marcha el ronroneo del motor que daba luz al caserío y se pegó un tiro”.

La historia de Enriqueta, una historia de película. Había nacido en Camas, en 1920. Era la sexta de ocho hermanos. Siempre estuvo unida a su hermana Patrocinio, 13 años mayor que ella, que, al comienzo de la guerra civil, se casó con un hombre que le sacaba 15 años. Al trasladarse el matrimonio a Sevilla, Enriqueta los acompañó, ayudaba en las tareas domésticas y trabajaba en una fábrica de azafrán. Murió Patrocinio en el parto de su segunda hija y Enriqueta, con las dos niñas, volvió a casa de su madre, en Isla Cristina. La madre y el viudo presionaban a Enriqueta para que se casara con él, en un “matrimonio blanco”, para evitar que las niñas fueran a un colegio de huérfanos. Movida por su cariño a ellas, accedió, por fin, a esa boda. Antes de un año, el marido reclamó sus derechos conyugales, al negarse Enriqueta, la maltrataba. Ella decidió escaparse, vendió a una vecina los pendientes que llevaba, con ese dinero, huyó a Sevilla, donde la recogió un párroco, que la alojó en un convento de monjas Adoratrices. A pesar de que un médico certificó su virginidad, no logró la nulidad matrimonial. Para alejarla del marido, las monjas la recomendaron a la hija de Juan Belmonte, que la contrató para el servicio, en el cortijo Gómez Cardeña.
En 1942, Enriqueta tiene 22 años; Belmonte, retirado ya de los ruedos 50. Ella no le conoce ni sabe nada del mundo taurino. Cuando la ve, por primera vez, Belmonte le pregunta: “¿De dónde ha salido este bicho tan feo?”. Pero ella no se corta y contesta: “¡Anda que usté! ¡Cómo qué no es feo! ¿Cuánto hace que no se mira al espejo?”. Tienen que avisarle de que es el señor de la casa, y este se ríe a carcajadas.

Cuando enferma Enriqueta, la atiende el médico de cabecera de la familia, Joaquín Mozo. Le diagnostica dos manchas en el pulmón, necesita reposo, vitaminas y buena alimentación. Belmonte le busca un alojamiento, pagando él todo, con la promesa de que, cuando esté bien, le encontrará un trabajo. Vive ella dos años y medio en una casa de Higueras de la Sierra, en Huelva. Allí la visita el médico, para las revisiones, y Belmonte para hacerse cargo de los gastos.
Ya recuperada, Enriqueta le pide el trabajo prometido, pero Juan Belmonte se ha enamorado. Él está separado de su mujer, pero, en España, no existía el divorcio. Ella contó que él se arrodilló a sus pies, con la cabeza en su regazo, y suplicó: “¡No me dejes, por favor! Soy un hombre que está solo y te quiero”.
Así comienzan cerca de 15 años de convivencia. Estaban juntos, pero hacían una vida discreta. Ella vivía en una casa de la calle San Vicente. Se veían a diario. Cuando iban a los toros se sentaban en localidades distintas. Hubo etapas muy felices y también conflictos. A los cuatro años, se pelearon y Enriqueta lo dejó, se fue a Madrid, con el dinero que tenía ahorrado, montó una perfumería. Belmonte no aceptó renunciar a ella, la localizó y consiguió que volviese con él. Pero los tiempos más felices, quizá, ya habían pasado.
La mañana del 8 de abril de 1962, Belmonte que estaba a punto de cumplir 70 años, la visitó por última vez. Le llevó un sobre con dinero, un maletín con objetos personales y varias fotografías dedicadas, por si necesitaba dinero, las vendiera a la prensa extranjera, le tiró la zapatilla, como era costumbre, al despedirse, pero él ya no volvió a devolvérsela.
Enriqueta todavía no había cumplido los 42 años, cuando asistió, en Madrid, a un homenaje a Belmonte que le dedicaron sus amigos, que también lo eran de ella. Su vida dio un giro, logró un trabajo fuera de España, durante más de diez años cuidó a los hijos del actor Anthony Quinn. Por su simpatía, él la llamaba “Torre del Oro”.

Volvió luego a Sevilla, a su vivienda de la Avenida República Argentina. Rechazó muchas ofertas sensacionalistas de la prensa. Algunos han querido quitarle importancia; negar, incluso de su existencia. Además de algunos objetos, fotos y papeles, ella guardaba sus recuerdos. Su vida no fue fácil pero el destino le otorgó un gran regalo: haber sido el último amor de un genio, llamado Juan Belmonte.


Thursday, November 23, 2017

PEDRO ROMERO

 Para muchos entendidos en la tauromaquia, Pedro Romero fue un visionario adelantado a su época, quien dijo y recomendaba, un siglo antes de que naciera Juan Belmonte y Manolete, la quietud del torero ante el toro, en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla: “…el que quiera ser torero, ha de pensar que, de cintura para abajo, se carece de movimientos… El toreo no se hace con las piernas, sino con las manos”.
EL ARTE DE TOREAR

BIOGRAFIAS DE LOS PRIMEROS TOREROS DE LA HISTORIA


Pedro Romero nació en Ronda, el 19 de noviembre de 1754 y falleció, en su pueblo natal el 10 de febrero de 1839. Descendiente de una dinastía muy conocida de Ronda, su padre Juan Romero y su abuelo Francisco Romero (véase en sus respectivas biografías ya mencionadas). También sus hermanos menores, José, Gaspar y Antonio fueron matadores de toros.
Los años de su infancia nada ofrece que merezca explicarse con particularidad, si decimos que recibió una muy modesta enseñanza, como consiguiente a su cuna, y que desde pequeño desarrolló unas fuerzas poderosas. Llegado a los 12 años, y deseoso su padre de ocuparlo en cosa que le fuese útil y lo separase del juego y entretenimiento propio de su edad, le aplicó al oficio de carpintero, lo cual no disgustó a sus amigos de juegos, a los cuales vencía siempre, merced a sus dotes físicas. A poco de ejercitarse Pedro Romero en las faenas propias del oficio de carpintería, descubrió una destreza y agilidad tan extraordinaria en sus movimientos, que unido a sus naturales fuerzas, hacía de él un joven con poder y de quien podía sacarse un gran partido, de haberle dado una educación gimnástica.
Entrado que hubo Pedro en más edad, y al paso que cursaba su nunca interrumpida carrera, se iba despertando en él una marcada inclinación al torero, con el consiguiente disgusto de sus padres, por no querer ocuparse de otra cosa. Ni los consejos más bien entendidos de una madre cariñosa; ni las más severas amonestaciones de la misma, tuvieron suficiente poder para distraerlo de la afición que al toreo tenía. Por entonces se anunciaba, en la población de Los Barrios una novillada, y varios señores de Ronda comprometieron a Pedro Romero para que fuese a matar dos, a cuya exigencia, él accedió, sin contar para ello con otros conocimientos que las breves y superficiales explicaciones que en varias ocasiones había oído referir a su padre.
En efecto, provisto el bisoño torero de los útiles necesarios para ejecutar cuanto era de su deber a causa del compromiso que había adquirido, asistió a la función y mató ciertamente los dos toros, sufriendo una cogida en el segundo, de la que resultó hecho pedazos el calzón de torear con que se adornaba, única gala que, de momento, poseía.
Ciento veinte reales le fueron entregados a Pedro Romero por vía de gratificación en aquella especie de novillada, y esta fue la primera recompensa que recibió el novillero que luego supo alcanzar tantos y tan señalados triunfos. Volvió a Ronda el improvisado matador de toros, y su angustiada madre le hizo el recibimiento que puede calcularse, olvidando la conducta de su hijo con el placer de estrecharlo contra su pecho; no obstante, amonestó a Pedro con la mayor severidad, y aun expresó su decisión en referirle a su padre, que se encontraba en Madrid, todo lo que ocurría, incluso la aventura del revolcón acontecido en la plaza de Los Barrios.
Pedro Romero suplicó a su madre, que no lo hiciese, protestando solemnemente de que no volvería a torear, y con esto tranquilizó en cierto modo a la autora de sus días. Poco después de lo sucedido, le propusieron torear dos novilladas en Algeciras, y olvidándose enteramente de sus anteriores protestas, se comprometía a matar dos novillos cada tarde por la remuneración de diez pesos cada una; lo que realizó con tan mala suerte, que fue cogido en ambos. Posteriormente, aunque en la misma temporada, fue ajustado para torear dos novillos en una corrida que hubo en Ronda, para lo cual fue invitado por aquellos caballeros maestrantes, recibiendo diez pesos por esta función.
Por la narración que llevamos hecha, podrán conocer los lectores que Pedro Romero no cejaba en su propósito, y que nada le importaba ya que su padre se cerciorase de su conducta, puesto que no se recataba de nadie. La madre lloraba en tanto los peligro a que su hijo se exponía, pero al propio tiempo rogaba por su vida al Todopoderoso, que es el único recurso de un padre cuando su autoridad no es bastante a separar a un hijo de la senda tortuosa que por su instinto se eligiera. Tal era la situación de la esposa de Juan Romero al llegar al mes de noviembre del año que nos referimos, época en la cual concluía éste la temporada de toros en Madrid, y regresaba a Ronda.
No hubo llegado, cuando fue instruido y abroncado por el padre, ante la conducta de Pedro. Éste recibió las broncas con notable tranquilidad y sin muestras de desagrado, postergándolo al olvido en tres o cuatro días. Cumplidos los cuales llamó Juan Romero a Pedro, y con esa gravedad que los padres de entonces usaban, generalmente entre su familia, le dijo estas palabras que el mismo Pedro Romero contaría después en varias ocasiones:
-¿Conque quieres ser torero, Periquillo?
- ¡Vaya, hombre!
Pedro fijó sus ojos en el suelo, y nada se le ocurrió contestar, quizá por temor a la cólera de su padre. Juan, que adivinó cuanto por su hijo pasaba, se vio precisado a decirle:
-Respóndeme, chiquillo, ¿quieres ser torero?
-Sí señor padre, dijo Pedro, eso no es ninguna deshonra, usted lo es, y yo quiero seguir la misma profesión.
-Pues mira, Periquillo, para ser torero se necesita ser muy bueno, o no serlo, conque asi, mírate en ello; piénsalo esta noche y mañana me contestarás.
No se volvió a hablar más palabra sobre el asunto la noche en cuestión, ni Juan quiso dilatar la tertulia por más tiempo. Pidió de cenar, y después de rezar lo que tenía de costumbre, se retiró a su lecho a esperar la salida del sol del siguiente día. Todos los que pertenecían a la familia descansaron tranquilos, excepto Pedro, que solo ansiaba la venida de la aurora, y cada momento que transcurría era para él un pesado siglo que entorpeciera su carrera para privarle de un vehemente deseo en expresar a su padre lo que por conclusión había resuelto. En tan penosa intranquilidad existía Pedro, cuando las campanas de la parroquia, que convocaban a misa primera a sus feligreses, le hizo conocer que el día se acercaba y a este acto religioso su padre acudía diariamente; y cuando salió de su habitación para este objeto, ya su hijo le aguardaba con impaciencia para manifestarle el resultado de su meditación. Después de dar los buenos días y besar la mano a su padre en testimonio del respeto que le profesaba, le dijo:
-Padre, quiero ser torero, lo he pensado bien y estoy resuelto.
-Bien, hombre, bien, ¿y cuantos toros has matado? Preguntó Juan a su hijo.
-Ocho novillos, padre.
-¿Y todos te han pegado? Interrogó Juan seguidamente.
-No señor, algunos no han podido cogerme, pero en dándome usted algunas lecciones, yo procuraré aprovecharlas para que no me enganchen.
-Pues bien, dijo Juan, deja que esté el toro delante, y yo te diré lo que has de hacer y de la manera que lo has de pinchar.
Esta narración del padre infundió a Romero tan sin igual satisfacción, que ya se consideraba con ella el más aventajado de los toreros e invulnerable ante el toro. Su alegría se la comunicó a su madre y demás familia, y acompañando después a su padre a la iglesia se conceptuó el mozo más afortunado de la tierra.
Era costumbre de Juan Romero, luego que concluía la temporada de la lidia en Madrid y regresaba a Ronda, celebrar anualmente una función de toros gratuita, por su parte, en acción de gracias por haber salido con bien aquel año, y el producto de ello lo dedicaba a las ánimas benditas; tenía solicitado el permiso para su ejecución, y como le fuere concedido, mandó anunciar en los carteles que su hijo Pedro Romero le ayudaría a matar los seis toros que aquella tarde debían de lidiarse. Esta noticia fue bien recibida de todos, y tanto los inteligentes como los profanos, anunciada se presentó Juan Romero en la plaza acompañado de su hijo Pedro, y una salva de aplausos resonaron por todos los ángulos de la plaza. A tan espontánea manifestación siguieron los vítores de los más afectos, y entre una y otra demostración de aprecio, ejecutaba Juan Romero con las reses diferentes clases de suertes que aumentaban el entusiasmo de los espectadores. Por último, Juan Romero se encargó de dar muerte al primer toro para aleccionar a su hijo y que este adquiriese una concisa idea de lo que era forzoso practicar.
Esta fue la primera vez que el lidiador, de que hablamos, vio torear a su padre. Todos los toros restantes de aquella tarde, se lidiaron a mano de Pedro Romero, excepto el cuarto, que, por ser un toro de mucho sentido, se hizo cargo el padre de darle muerte.
Veinte días después se le pidió a Juan Romero que torease gratuitamente en una novillada, que debía hacerse en el mismo Ronda, en beneficio de la iglesia del pueblo, que estaba en obras. Este no demostró ningún inconveniente, y, por el contrario, dio a conocer sus buenos deseos y suma complacencia en contribuir con lo que se le exigió; y teniendo lugar la corrida, Pedro Romero, con la complacencia de su padre, dio muerte a los seis novillos que se lidiaron.
Un lance desagradable pudo tener lugar en esta función en la lidia del cuarto toro, emanado de la valentía de Pedro para con las reses; pero el entendido Juan, libró a su hijo del peligro, haciendo un quite de bastante mérito, aunque no tan feliz como debiera, pues el veterano torero sufrió una buena cogida. El cura quiso pagar a Pedro Romero por aquel servicio, pero él rehusó y no quiso admitir, y de este modo concluyó el año de estreno en la profesíon de torero que Pedro Romero había abrazado.
Llegó el año siguiente y Juan Romero fue contratado para torear tres corridas de toros en la plaza de Jerez de la Frontera, a la cual llevó a Pedro como segundo espada, y aquí fue donde éste vio por primera vez la suerte de varas. En la misma temporada acompañó a su padre a las corridas que se celebraron en algunas plazas de Extremadura y en la costa de Málaga, donde toreó como segundo espada con su padre.
Cuando estas cosas ocurrían, contaba Pedro Romero 17 años, y a tal edad le acompañaban buenas formas, robustez, agilidad y una fuerza colosal, cuyas cualidades reunidas hicieron concebir grandes esperanzas de este torero, que ciertamente no fueron defraudadas, porque cada día se le notaban adelantos y progresos en su profesión. Poco tardó Pedro Romero en conducir su fama de buen torero por todos los ángulos de la península, recibiendo en todas las plazas los aplausos a que se hacía acreedor por el brillante desempeño de su ejercicio; hasta que tan merecida reputación le contrataron en Madrid.

En la Corte adquirió bien pronto las simpatías de todos los aficionados, porque veían en él a un torero consumado en cuanto al conocimiento de los toros, y que poseía un valor a toda prueba para ejecutar la suerte que más reclamaba la condición que exigía cada toro en su lidia.
Descritas estas particularidades, pasemos ahora a designar cuales fueron sus suertes más favoritas y en las que más se distinguió. Con relación a ellas diremos, sin temor de equivocarnos, que Pedro Romero poseía todas las conocidas en la muleta, con tanta perfección, que pocos le han aventajado; jamás huyó del toro cuando con ella adornaba su mano izquierda, y siempre hizo que el toro obedeciese a su impulso, como pudiera hacerlo al freno el más arrendado caballo; por ello libró su vida más de una vez evadiéndose de los peligros en que lo situaba su valor y confianza. Pero no era este, sin embargo, el motivo de su celebridad, ni la razón porque debía adquirir la reputación que tan justamente se le concede en el toreo; la más principal, lo de que por mucho tiempo no hubo ejemplo, fue la de liar su muleta y recibir el toro a muerte. Nadie le aventajó tanto en serenidad; ninguno le excedió en confianza; pocos pararon tanto los pies. Para confirmar más y más las justas razones que nos asisten al explicarnos de este modo, referiremos algunas de sus conferencias pronunciadas por Pedro Romero en Sevilla, cuando se le nombró maestro de aquella escuela de tauromaquia:
“El matador de toros, debe presentarse al bicho, enteramente tranquilo, y en su honor está no huirle nunca teniendo la espada y la muleta en las manos. Delante del toro, no debe contar con sus pies, sino con las manos, y una vez el toro derecho y arrancando, debe parar a aquellos y matar o morir”.

Tales principios eran los que Pedro Romero recomendaba a sus discípulos, y por su parte los observaba con tanta rigidez, que infinitas veces se le oyó recomendarlo a los mismos cuando les enseñaba la suerte de matar toros recibiendo, en cuyos momentos se explicaba de este modo:
-¡Parar los pies, muchachos, y dejarse coger que es la manera de que los toros se consientan y se descubran bien!.
Estas palabras sumamente compendiosas, demostraban cuanto podía desearse, y mucho más con la seguridad y confianza que eran vertidas por el maestro. Este fue su sistema y sin disputa el que le produjo a Pedro Romero la celebridad de que gozó, y la fama que corriendo pasará a la más remota posteridad.

Las facultades físicas del torero que nos ocupa, fueron ciertamente un elemento muy poderoso para su lucimiento, puesto que reuniendo las de tener una estatura alta, agilidad y unas fuerzas considerables, contaba con las más indispensables dotes para la lidia. Pero si el corazón y la inteligencia no le hubiesen acompañado, ¿Habría conseguido tanta aceptación y justo renombre? Creemos que no; su reputación fue general, nadie dejaba de confesar el mérito de Pedro Romero, y esta circunstancia hizo que trabajase en todas las plazas de España, recibiéndole el público con entusiastas aplausos. Aunque mencionadas las proporciones artísticas de Pedro Romero, nos queda de mencionar de los grandes conocimientos que tenía del toro, infinitas pruebas dieron de ello en distintas ocasiones entre sus mismos compañeros, a quienes siempre eran útiles sus advertencias, esperando un funesto resultado cuando las desatendían.
Para probar esta verdad queremos recurrir a las cartas insertas en un libro, que con el título de Fastos Tauromáquicos se publicó en la Villa y Corte por los años 1845, las cuales dan una idea clara de la maestría y conocimientos del gran Pedro Romero y dice así:
“En el mismo año que mencionamos, y toreando Pedro Romero con el dicho José Delgado “Pepe-Hillo” en la plaza de Sevilla, mató aquel toro que correspondía a este, y que Pepe-Hillo no pudo concluirlo en razón a una cogida que tuvo, de la cual resultó quedar imposibilitado por entonces, y Romero con su acostumbrada destreza lo remató de dos estocadas, no sin encontrarse con bastante exposición, tanto en los momentos en que empleó su capote para librar a Pepe-Hillo, como en el que se ocupó de la misma operación: “el bicho tenía muchos pies y había adquirido mucho sentido”.
“En las fiestas Reales que se practicaron en Madrid a consecuencia de la jura del Rey Carlos IV, dispusieron corridas de toros, como era, por consiguiente, y Pedro Romero acudió a ellas como también Pepe-Hillo y el inteligente Joaquín Rodríguez “Costillares”; presentáronse al señor Corregidor de la Corte, para que cerciorado de la asistencia de estos dispusiera lo necesario y procedente.
Esta autoridad llamó una mañana a los lidiadores de que hablamos y les dijo:
-Señores, paréceme conveniente, que en virtud a la igualdad de crédito que disfrutáis como matadores de toros, no haya categorías entre ustedes en las funciones que se preparan, ni que se guarde el orden de rigurosa antigüedad, sino por el contrario, que se encargue de la dirección de la plaza el que le toque en la suerte.
Los tres lidiadores que estaban en presencia del Corregidor, guardaron un profundo silencio, y la autoridad en cuestión continuó en la operación del sorteo que había preparado, el cual debía injustamente resolver, quien de los toreros aludidos era cabeza en las fiestas que iban a tener lugar.
Difícil sería deducir, después de tanto tiempo, las razones que al Corregidor asistieron para una determinación tan contraria a la práctica hasta entonces usada. Respetémosla, por lo tanto, sin que por ello dejemos de calificarlo de parcial, tal como se deja conocer a la simple vista de todos.
Se verificó el sorteo, y tocó a Pedro Romero el privilegio de ser en aquellas fiestas ser el primer espada de los matadores. Así era lo probable, y aquí está demostrada la parcialidad. Veamos ahora las causas que a todo influyeron.
No bien se hubo designado a Pedro Romero jefe de la lidia, cuando el Corregidor tomó por segunda vez la palabra y le dijo:
-Supuesto que ha tocado a usted la suerte de representar a los demás lidiadores y de titularse jefe de todos ellos en funciones, como primer espada en las mismas, deseo me exprese si se obliga a matar los toros de Castilla.
-Me obligo a matar los toros que pasten en el campo, fue la atrevida contestación de Pedro Romero.
-Bien, contestó el Corregidor.
Pedro Romero hubo de ignorar el motivo de la pregunta que le habían hecho, o más bien quiso dejarlo de manifiesto, y dirigiéndose nuevamente a la autoridad, que con su lacónica contestación no le había satisfecho al parecer, le preguntó:
- ¿Tendría Vuestra Señoría la bondad de decirme el por qué se me hace esta observación?
El Corregidor, que, sin duda, aguardaba tales o semejantes palabras, sacó un papel y contestó:
-Esa observación es hija de que el famoso Costillares y el aventajado Pepe-Hillo, han solicitado por medio de memorial, de que se prohibiesen los toros castellanos.
-Pues yo mato todos los toros, sean de donde sean, -contestó Pedro Romero definitivamente.
Aquí cesó la conferencia habida, y por consecuencia la conformidad de Romero, se lidiaron estas corridas de toros de Castilla, a las cuales dio muerte el torero cuya biografía relatamos. No terminó, sin embargo, este incidente de una manera agradable y satisfactoria. Un tal tío Gallón, encargado de encerrar los toros, soltó a Pepe-Hillo uno de estos toros, bien por equivocación, o maliciosamente; y llegando el último tercio de su lidia, tocaron el último tercio, Pepe-Hillo se preparó para tal fin. El toro habíase hecho de cuidado, y buscando defensa se pegó a las tablas que constituían el rincón del Paso Real, (Plaza Mayor de Madrid). Pepe-Hillo fue en su busca con la valentía que le era tan natural, Pedro Romero le seguía, aunque a cierta distancia. Pepe-Hillo desplegó su muleta para pasarlo de aquel sitio, y Pedro Romero, que conocía la desventaja del torero por el terreno que ocupaba, le dijo:
-Compañero, échese usted, fuera y saquemos de ahí ese bicho, mire que ese torillo es un tunante.
Pepe-Hillo volvió la cabeza, y por única contestación dirigió a Romero una mirada despreciativa, en la cual iban recopilados todos los motivos de queja que de él tenía a causa de los antecedentes habidos, Pedro Romero comprendió toda su fuerza y se retiró agraviado. Pepe-Hillo deseaba colocarse en la suerte, pero antes de conseguirlo, el toro se arrancó, y el resultado de ello fue lastimoso y casi trágico, sufriendo una cogida de la que salió muy malherido. Pedro Romero voló en socorro de su compañero, pero fue en balde, ya estaba hecho el daño, y solo pudo serle útil para tomarle en brazos y conducirlo al palco de la Excma. Señora Duquesa de Osuna, que era la protectora de Pepe-Hillo, y desde allí a la enfermería, en cuya operación tardó un cuarto de hora. Cuando Pedro Romero volvió a la plaza, el toro se hallaba en el mismo sitio en que causó tan desgraciado acontecimiento, y los demás espadas indecisos en acercarse al toro; luego que vieron a Romero tomaron aquello los estoques; pero éste, que conocía la causa de tanta apatía, les dijo con voz aterradora:
-Quietos, caballeros, quietos; después de tanto tiempo, ninguno ha tenido el valor de irse al toro, y ahora que me han visto quieren todos hacerlo. Yo lo despacharé.
Armó, Pedro Romero la muleta, y provisto de su formidable estoque se dirigió delante de la fiera, y colocado a una distancia regular, una de las veces que citó al toro, este se arrancó. Romero le dio un cambio en la cabeza, el toro se revolvió y liando este famoso matador, aguardó la embestida; el bicho no se hizo esperar y quedó muerto en el acto de un buen estoconazo, en todo lo alto de los rubios.
Esta suerte valió a Pedro Romero muchos aplausos.
En la plaza de las Angustias de Jerez de la Frontera, Pedro Romero le mató otro toro a Pepe-Hillo, en razón a que este no pudo hacerlo por haber tenido una cogida, de la cual le resultó una herida en la ingle, sin otras varias cosas que ocurrieron de idéntica naturaleza.
Entre los lances de que Pedro Romero fue autor, y en los que se justificó su serenidad, valor y conocimientos, merecen figurar en primer término los que expresan algunas cartas, tomadas de la obra que antes hemos citado, y que, con referencia a una corrida de toros ejecutada en la plaza de Jerez de la Frontera, dicen:
“Hoy ha estado felicísimo Pedro Romero, y ha hecho lo que no harían otros matadores; ha muerto un toro que se había hecho receloso y de sentido, cuando iban entrando en el ruedo las mulillas para arrastrarlo, se le dieron las voces de Romero, ¡Huye, huye! Y en efecto, volvió la cara y se encontró con un toro escapado que estaba entre puertas para entorilarle, y viéndose perdido, si echaba a correr, determinó recibirlo a muerte, y lo agarró tan bien, que acabó en el mismo instante que el que tenía a su espalda, y las mulas sacaron los dos a la vez, valiéndose muchos aplausos y obsequios”.
La segunda carta, notable por su contenido, está fechada en Madrid, el 17 de julio de 1789, y firmada por el picador de toros, Manuel Jiménez, y dice así:
“Esta tarde he podido quedar en los cuernos de un toro, y debo mi vida a la inteligencia y oportuno capote del maestro Pedro Romero, cada día más celebrado y admirado de sus discípulos y aficionados. El tercer toro me ha puesto en un aprieto, animal de mucha cabeza, de bastantes kilos y rematando el bulto, tan luego como le cité me arrancó, y le puse una bara por cima del buquero, cuando sintió el hierro, se creció, y recargando de nuevo, me tiró delante de la puerta del arrastre, se levantó el caballo y me quedé tendido a la larga a cuerpo descubierto. Pedro Romero se hallaba a una distancia regular con el capote en la mano, y el toro puso la vista en mí sin embestirme y solamente se alegraba cada vez que miraba al torero, a Pedro Romero, y luego a mí, y cuando este movía el capote, el toro volvía a mirarle a él. Esta disposición del toro era fatal, y mi vida corría un inminente riesgo, porque no partiendo a ninguno de los dos, y permaneciendo aplomado, le daba lugar a dirigirse a cualquiera y tener una cogida, en esta confusión oigo la voz del maestro Pedro Romero que me dice: “Tío Manuel, levántese usté, sin cuidao”.
 Yo quise hacerlo, pero como estaba tan pesado, tardé en verificarlo, y enseguida tomé la barrera, Romero se fue retirando, andando para atrás, hasta cierta distancia; el toro se mantuvo quieto en el mismo sitio, y aquel no corrió, no fuese que la fiera se volviese, y en vez de seguirle, se volviera hacía mí, en cuyo caso, no hubiera podido librarme, porque todavía permanecía en el estribo de la barrera”.
Otra carta la escribió un aficionado de Madrid a otro que residía en Cádiz, con fecha 23 de mayo de 1785, y hablando del matador de toro que nos ocupamos, que, por cierto, bastante entusiasta, que entre otras cosas decía:
“Entren todos y salga el que pueda. Pedro Romero es el mejor torero del mundo, su muleta es de un mérito especial y de lo que no hay ejemplo; los toros de esta mañana, a pesar de no ser muy bravos, los ha lidiado con gracia y mucha maestría; pero le hemos visto hacer un quite al picador Carmona, que solo estando presente puede apreciarse cual corresponde. No obstante, como usted es inteligente, se lo expresaré con algún esmero para que se persuada de lo que vale esta cuadrilla con semejante jefe a la cabeza.
Es el caso, que se lidiaba el quinto toro de la tarde, y el picador Carmona se hallaba preparado para la suerte, debajo del balcón del señor Corregidor; el toro desafiaba al bulto, escarbando, y Carmona le obligaba en su terreno, en cuya situación permanecieron dos o tres minutos, hasta que por último el toro se arrancó; sin perjuicio, pues el jinete se agarró bien con la puya, el bicho era muy duro y empujaba en términos que le derribó al caballo, provocando la caída de Carmona, de lo cual resultó que este quedase tendido debajo del caballo, aunque sin lesión alguna. El toro era pegajoso y remataba bien, por lo que no cesó de dar cornadas al caballo, levantándole estando enganchado a él. En estos momentos, Pedro Romero, metió el capote y despegó a los dos animales, saliendo el caballo a la carrera y quedando el toro aplomado. Carmona, que solo se había cuidado de incorporarse para tomar la barrera, no atendió a la situación que la res ocupaba; pero ya de pie, notó con sorpresa que su posición muy expuesta, y que se hallaba colocado entre el toro y el capote de Pedro Romero; a éste, que le constaba la índole del bicho, y por consecuencia el riesgo infalible del picador, se le ocurrió en este momento el único medio de evitar la catástrofe que debía terminar aquella escena, y con una velocidad inexplicable, se pasó el capote a la mano izquierda, y dando con la derecha un fuerte empujón a Carmona, cayó este de boca al suelo, y el toro en su arranque, no se encontró otra cosa que el capote de Pedro Romero, que llamó al lado opuesto de donde el picador estaba. Este quite tan hábilmente practicado, y con la oportunidad y ligereza que exigía tan peligroso lance, no pudo menos que entusiasmar a los espectadores, que hasta entonces habían padecido una terrible curiosidad durante toda la escena que llevo relatada. Tan pronto como el picador se levantó, se dirigió a Pedro Romero y le dio un abrazo, como prueba del distinguido servicio que le acababa de hacer librándole de la muerte”.
Otra de las anécdotas de Pedro Romero tuvo lugar en el madrileño pueblo de Torrelodones y se cuenta así:
“Salió un toro salmantino, tan ligero de pies y ágil de movimientos, que saltó la barrera y llegó al tendido, hiriendo a varios espectadores y matando al alcalde de Torrelodones, que presenciaba la corrida. Se produjo tal confusión ante aquel inesperado acontecimiento, que descuidaron el cierre de una puerta que daba a la calle y el toro, salió de la plaza, y en lugar de dirigirse al campo, que sería la querencia natural, se internó en la población. Pedro Romero, que nunca perdía la serenidad, cogió la muleta y la espada, subió a la grupa del caballo, con el picador Antonio Galiano, que estaba en el ruedo, le mandó que galopara en seguimiento del toro. Así lo hizo, y lo alcanzaron a la entrada del Paseo del Prado, que estaba muy concurrido de gente. Pedro Romero, desmontó del caballo, y en medio de la calle, sin sitio para guarecerse, ni peones que le ayudaran, le dio una brillante brega de muleta y lo mató, recibiendo, de una magnífica estocada. Así salvó Pedro Romero a Madrid de una gran tragedia ese día”.

Muchos hechos de igual naturaleza a los expresados, brillan en la vida de este célebre lidiador, consignados todos en documentos, porque su condición espontánea, merecen entera fe y crédito, siendo además notorio que el capote de Pedro Romero salvó la vida a numerosos toreros de renombrada reputación; por lo que siempre mereció el título de maestro, que todos le concedían. Así se tuvo presente, cuando en virtud de la Real Orden expedida el 28 de mayo de 1850, se creó en Sevilla la Escuela de Tauromaquia, de la que Pedro Romero fue nombrado primer director.
Mencionadas ya todas las propiedades artísticas de este célebre torero, pasaremos a relatar las concernientes al hombre, en las que este buen torero no era menos aventajado. De un trato dulce y afable, reunía un corazón humano, su comportamiento, caballeroso siempre, le hizo apreciable hasta en los más elevados círculos sociales, sus maneras eran juiciosas y de tan buen género, como circunspecto en su trato, su principal cuidado era aparecer bien ante sus numerosos amigos, y no dar importancia al mérito en que se hallaba dotado. En la plaza era sumamente cuidadoso para evitar desgracias, defensor de sus compañeros, y el primero en manifestar su parecer cuando en el ruedo se encontraba con algún toro de “cuidado”.

Concluiremos manifestando que los toreros contemporáneos a Pedro Romero, le concedieron unánimes un extraordinario conocimiento de los toros, y en su mayor parte, si no todos, rindieron tributos a su inteligencia, según así lo hemos demostrado. Últimamente diremos, que ajustada una minuciosa cuenta de los toros que mató Pedro Romero en las distintas plazas públicas donde toreó desde los años de 1771, en que empezó a figurar como espada, hasta 1799, según nuestra indagaciones, mató a más de 5600 toros, número bastante excesivo y más que suficiente para probar  de lo que era capaz y de que se le pudiera juzgar con toda exactitud sin temor de aventurar un juicio equivocado, como pudiera decirse de quienes han limitado su carrera artística a un reducido periodo de tiempo.
1800 fue el año en que Pedro Romero cesó en la lidia de toros, y se dedicó exclusivamente al cuidado de las ganancias e intereses que había sabido adquirir, exceptuando el tiempo que dirigió la Escuela de Tauromaquia de Sevilla. Y cuando esta escuela quedó disuelta, Pedro Romero se volvió a Ronda, su pueblo, donde permaneció por algún tiempo, al cabo del cual lo trajo a Madrid un asunto propio, que resolvió brevemente, más como quiera que los aficionados a los toros de la Corte, los más jóvenes, no conocían a este célebre torero, sino por la fama que había disfrutado en su pasada época, y por lo que tradicionalmente adquirieron de pocos hombres antiguos que se titulaban testigos principales de las proezas de Pedro Romero, hubieron de comprometerlo con tan especial habilidad, que el famoso y jubilado torero accedió a torear en una sola corrida, a la que asistieron con avidez cuantos a este género de diversión tenían apego. Inútil sería explicar el recibimiento que el galante público de Madrid preparó al antiguo matador.
Llegado el día de la corrida, todos despacharon sus negocios para no desaprovechar la hora del comienzo de la corrida. El empleado meditaba una disculpa legal para justificarse de la falta al punto de su destino. El comerciante paralizaba la acción de sus especulaciones. Y todos con el mismo afán se sacrificaban con la mayor satisfacción, para asistir a una función que sólo tenía de extraordinaria, la salida al ruedo de Pedro Romero. Avanzó el día y con él aumentó el entusiasmo de la gente, pero una vez en la plaza, y dada la señal de trompetas y timbales, todos aguardaban la salida de Pedro Romero, para admirarlo, cual héroe que vuelve victorioso de mil conquistas.
Se presentó Pedro Romero entre una continua agitación de palmas y vítores, en un incesante movimiento de los concurrentes al festejo. El acreditado matador de toros contestaba afectado a tan elocuente muestra de aprecio, y estamos seguros de que en aquellos momentos habría querido tener la aptitud que, en otras ocasiones, para emplear todos los recursos de agilidad y arte, con el fin de complacer a quienes tanta deferencia le tributaban y tanto aprecio les debía.
No pudo a pesar de todo, sino cubrir en cierto modo el lugar que ocupaba. Dio muerte a los toros que le correspondieron, y aunque sin elementos ya, a una edad avanzada, se le vio practicar esta operación bajo los mismos principios que tanto recomendaba. Después del descanso consiguiente a tan pesado trabajo, emprendió su regreso a la ciudad que le vio nacer, y rodeado de su familia permaneció algún tiempo, hasta que el 10 de febrero de 1839, cerró los ojos a la luz del mundo, en medio del más general sentimiento de sus discípulos y amigos.

Tuesday, November 14, 2017


JOAQUIN RODRIGUEZ “COSTILLARES”

AUTOR DE LA SUERTE DEL VOLAPIÉ

EL ARTE DE TOREAR

BIOGRAFIAS DE LOS PRIMEROS TOREROS DE LA HISTORIA


Pocas y escasas son en verdad las noticias que se tienen de “Costillares”. En sus comienzos tuvo una gran reputación y que gozó en sus primeros años de torero, siendo oscurecida por la justa fama de otros dos colosos del toreo que aparecieron de pronto, de los cuales, hablaremos en próximas páginas.
Desgracia fue para “Costillares” la aparición de Pedro Romero y Pepe-Hillo; más a pesar de que la memoria de los triunfos se desvaneció muy pronto por las causas que ya hemos indicado, no por eso es menos digno de figurar a la cabeza de cuantos a esta profesión se han dedicado.
“Costillares” fue el regenerador del toreo, y a nadie más que a la suerte de su invención se debe la altura en que este ejercicio se haya colocado. Hoy se ejecutan muchas de las suertes y con sobrada frecuencia, para evadir peligros considerables, que sin el auxilio de aquellas seria expuesto y peligroso el Arte del Toreo.
A la aparición de “Costillares”, célebre en la lidia, se conocían algunas suertes de bastante utilidad; pero no de una ventajosa defensa. Así es, que el arte casi naciente por este tiempo, sufrió una extraordinaria revolución que sirvió para su completo desarrollo. No necesitamos otra razón para justificar la importancia de las suertes, debidas a este hombre, sino fijar la vista sobre el tiempo que hasta hoy ha transcurrido y notaremos que a pesar de esta circunstancia se conservan íntegras y en toda su extensión, con beneficio de los que las ejecutan.
Conocida ahora la de Francisco Romero, de matar toros frente a frente con la ayuda de la espada y la muleta, y sin embargo de que esta última no tenía otra aplicación que cubrir el matador con ella desde la cintura a los pies y proporcionar la salida del toro con el engaño, “Costillares” regularizó su manejo para que la muleta ampliase la defensa del matador hasta el extremo de trastear a los toros, lidiar y ponerlas en la suerte suprema.

Respecto a la suerte de matar al toro, no se conocía otro método, que el de recibir a los toros armado con la espada, pero el toro que se aplomaba o no embestía por resabios que había adquirido, la sufría por el brazo de un peón o criado, que, a impulsos de una lanza larga, que se le llamaba punzón, era cobardemente atravesado, con el consiguiente disgusto del maestro, obligado a practicar la enunciada operación conforme a las reglas de la época.
Tal era la costumbre en usanza en la fecha de la aparición de Joaquín Rodríguez. Este concibió un nuevo recurso para evitar que las reses sucumbieran al vigor de una mano incompetente, los cual debía reconocerse como denigrativo a un matador de toros, y puso en práctica la suerte del Volapié, que produjo el resultado que se ansiaba, evitando con ello la necesidad de apelar a los extremos del arte para ninguna operación que compitiese a ese carácter. Por este tiempo ya había cambiado de faz la diversión de que tratamos, y se habían lanzado a picar toros a caballo, en iguales términos que se practica hoy, que, bajo otra forma, ejecutaban la suerte de vara larga, y “Costillares” en unión de Juan Romero, evitaban las contingentes desgracias con los jinetes, de cuyo modo se valieron para aminorar los riesgos y regularizar la lidia, colocándola en la senda más susceptible de adelantos.

Fue el creador de la faena de capote al perfeccionar el lance de la verónica. Organizó las cuadrillas de toreros, que antes se contrataban por la empresa de la plaza, imponiendo disciplina en la cuadrilla de peones y sometiendo a las órdenes del matador, quien se convertía de esta manera en el director de lidia. Estableció los tres tercios de la lidia, varas, banderillas y muerte. También modificó el traje de torero, estableciendo la chaquetilla bordada con galones de oro para el maestro y de plata para los subalternos, calzón de seda y la faja de colores.
Estas son, en resumen, las mejoras que Joaquín Rodríguez “Costillares” introdujo en el toreo, las cuales le valieron una justa celebridad, limitada hasta cierto punto por las causas que antes expusimos; pero que, a pesar de todo, no perderán jamás el resplandor de originalidad de que se hayan revestidos. Una vez relatadas las razones que le dieron tan justo crédito, pasaremos a hablar sobre su nacimiento y educación en la tauromaquia.
Joaquín Rodríguez “Costillares”, abrió los ojos a la luz del mundo en esa deliciosa ciudad, antigua Corte de treinta reyes, cuya ribera baña el Guadalquivir. Hablamos de Sevilla, la ciudad predilecta de los godos y adorada de los árabes. En esta población existe un barrio en extramuros, conocido como San Bernardo, cuyo reducido caserío, en aquella época, solo formaba un pequeño número de calles y en él nació el torero que nos ocupa, a principios del Siglo XVIII. Hijo de operarios del matadero, y sin recursos sus padres para dedicarle a otras faenas fuera de aquel paraje, no tardó en tener faenas fuera de aquel paraje, no tardó en tener aplicación en el mismo establecimiento, donde a cada momento e ejercitaban en torear a las reses que daban juego, de las que allí se dirigían para pasto del vecindario. Esta circunstancia produjo que desde bien pequeño se familiarizase “Costillares” con el ganado vacuno y conociese sus instintos y propiedades, de lo cual debía sacar más adelante un positivo y extraordinario fruto. Conforme iba creciendo en edad y desarrollo, fue creciendo y adquiriendo tan decidida afición por el toreo, que bien pronto se aplicó a este ejercicio con exclusión de otro alguno, sin duda porque su corazón le vaticinaba los señalados triunfos que había de conseguir con semejante profesión.
Como sus conocimientos nada tenían de comunes, y la aptitud que le proporcionaba sus pocos años era también especial, de aquí resultó que bien pronto demostrara lo que valía, y que en balde había luchado entre reses desde bien pequeño. Aquí podemos decir que tuvo principio la carrera tauromáquica de “Costillares”.
Ajustado desde luego con el carácter de matador, se presentó en varias plazas del reino, en las cuales recibía las más expresivas muestras de las simpatías que le público le merecía. A la vista de “Costillares”, nadie expresaba otras sensaciones que las del asombro que les inspiraba el torero sevillano. La exacta combinación de las suertes que ejecutaba llamaron la atención de un modo tal, que ocasionaba cada una de ellas un entusiasmo particular e imposible que ningún escritor las puede describir con exactitud.
Así pasaron muchos años, y “Costillares” ya no solo era matador de toros, sino maestro de otros que ansiaban abrazar la profesión del toreo, los cuales le dieron después gran fama por la reputación que supieron adquirirse.
Por este tiempo se le formó a “Costillares” un tumor en la palma de la mano derecha, que le privaba de estoquear, y por ello se vio precisado, bien a su pesar, a abandonar la profesión, de lo que se le originó una constante tristeza que, aumentándose progresivamente, terminó sus días después de poco a tiempo, con el pesar de no haber elevado el arte de que su puesto quedaba dignamente reemplazado por los famosos Pedro Romero y Pepe-Hillo. 

Monday, November 13, 2017



EL ARTE DE TOREAR

BIOGRAFÍAS DE LOS PRIMEROS TOREROS DE LA HISTORIA



FRANCISCO ROMERO – Fue el primer torero matador de toros profesional que se tiene conocimiento en el Arte de Torear. Nació en Ronda, población del mediodía, en el año 1700 y sus padres exentos de fortuna, se vieron precisados a que eligiera un oficio, siendo el de carpintero de ribera, el que Francisco Romero escogió para ganar dinero y ayudar a la familia. Este joven demostró desde bien pequeño una extraordinaria afición a tocar a las reses, en cuya faena se ocupaba en los momentos de ocio y sin perjuicio de atender su trabajo diario. Los caballeros maestrantes de Ronda, que se orientaron de la decidida afición de Romero, no titubearon en declararse sus protectores, razón por la cual se cuidaban de proporcionarle novillos a propósito que lidiaba con la mayor competencia, resultando de ello conocimientos especiales, reservados a una constante práctica.
La razón que antes hemos manifestado, influía en el primer lidiador de a pie lo bastante para dedicarse exclusivamente a torear; y en efecto, tardó poco en haber una profesión de lo que antes era solo un simple divertimento.


Sin más elementos que los que la práctica le suministraba, introdujo Francisco Romero cuantiosas mejoras en la lidia de a pie y cada día inventaba una nueva suerte que le proporcionaba merecidos elogios y la admiración general; pero lo más principal, y a la que debían rendir tributo todas las demás, era la de matar los toros cara a cara con la ayuda del estoque y la muleta.

Esta suerte que desde luego la graduó la más difícil expuesta: necesitaba ensayar con toda exactitud para instruirse de sus incidentes y evadirse con conocimiento del peligro, y Romero la practicó con el mejor éxito, por cuanto seguidamente reclamó la ocasión de probarlo. En efecto, no hizo esperar aquella mucho tiempo, los caballeros maestrantes estaban interesados, y en breve anunciaron una corrida de toros, en la que el lidiador que nos ocupa debía hacer su primera salida y matar en los términos que dejamos indicados.
Se presentó Francisco Romero en la plaza con un traje a propósito para la operación que debía practicar, el cual consistía para la operación que debía practicar, el cual consistía en calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas acolchadas de terciopelo negro; y no bien se dejó ver del público que ansiaba el resultado de sus proyectos, un nutrido y entusiasta aplauso resonó en cada uno de los ángulos de la plaza.
No es fácil explicar los preliminares de la faena, después de tanto tiempo transcurrido, y tratándose de un hecho que no quedó consignado, sino en la imaginación de los muchos aficionados que lo presenciaron, los cuales nos lo han legado tradicionalmente, y deseando por consecuencia de la importancia que real y verdaderamente debió tener. Nos contentamos, por lo tanto, con saber que Francisco Romero realizó su proyecto en medio de vítores más completos y de la admiración de los espectadores.
Como es de suponer, continuó Francisco Romero en su nueva profesión y cada vez avanzaba un poco más en el ya arte de la lid, si bien algunos comparte los descubrimientos y adelantos del toreo de Romero, con un tal Manuel Bellón, a quien se le vio estoquear a un toro en Algeciras y otros puntos, y del que no se tiene otro antecedente si no que era natural de Sevilla, y que su práctica en el capeo de reses la había adquirido en un país africano, donde no se sabe por qué causas permaneció algunos años.
Después de cierto tiempo en que estas cosas tuvieron lugar, principió Francisco Romero a inutilizarse para este género de ejercicio, porque la edad le privaba de la agilidad necesaria, que a no dudar es uno de los más indispensables elementos para el toreo, y vio abrazar la profesión de torero a su hijo Juan Romero, también natural de Ronda.
Pasaron los años, y según se disipaban los recuerdos de Francisco Romero, en la misma proporción se aumentaba el crédito de su hijo Juan, quien para mayor lucimiento de la fiesta había creado las cuadrillas de banderilleros y picadores que dilataban y hacían más variada esta, aunque a mucha distancia de la regularización que después experimentó. A juzgar por lo que se desprende de la índole y demás circunstancias de este género de espectáculos, todos convendremos en que la afición a los mismos había de generalizarse con mayor rapidez, puesto que así lo exigía el carácter de los españoles, predispuestos siempre a hechos de guerras, torneos, duelos y bizarría.
Este carácter natural, por una parte, y la idea de atender de tales funciones a objetos piadosos por la otra, generalizaron las diversiones de toros en la mayor parte de nuestras grandes poblaciones, siendo Madrid una de las que más se aceleró en proporcionarse lo necesario para que estas fiestas se realizasen, y a cuyo efecto fue llamado Juan Romero a la Corte, donde le obligaron, por medio de una escritura, a lidiar y matar toros en las corridas que tuviesen lugar todo un año, a las cuales asistió desplegando la habilidad de que estaba dotado, en términos sumamente favorables a su crédito, que nada dejó que desear a los concurrentes. Esta circunstancia influyó lo bastante para que en los años posteriores continuasen las corridas de toros y Juan Romero, que tan buenos recuerdos había dejado en su estreno.
Por esta época, ya no estaba reservado a una sola persona el dedicarse a matar toros; y asó fue que bien pronto se presentó Joaquín Rodríguez “Costillares”, a quien con justicia se le titula regenerador del toreo, y por quien empezaremos nuestra colección de biografía. Hecho este compendioso relato de cuanto hemos podido indagar relativo a los diestros Francisco y Juan Romero, pasaremos a describir con más datos, las biografías de los lidiadores que sucedieron a los que hemos hablado anteriormente, los cuales han conducido el Arte de Torear al Patrimonio Cultural de España.