ROQUE MIRANDA “RIGORES”
Torero de la Corte del siglo XIX
Justo
es que nos ocupemos de la biografía de un torero, que por muchas simpatías que
abrigase para con los hijos de la Corte, no son menos las que siempre nos
mereció, cualidades demostró en distintas ocasiones, que lo hacen acreedor al
más sincero afecto y que sentimos la suerte de la familia que abandonó a su
muerte, cuya situación fue ciertamente deplorable desde aquella fatal
vicisitud.
A
Roque Miranda, antes de considerarle como torero, hay precisión de juzgarlo
como hombre, puesto que sus condiciones sumamente recomendables en este
concepto, lo elevan a una altura sin límites, que las más veces se tienen
presentes para dispensar más o menos consideraciones en la sociedad a
cualquiera que las posea.
El
nombre de este antiguo matador de toros, en la época a que nos referimos, no
era una notabilidad en el arte de torear, sino como un hombre a quien se debía
cierto respeto y veneración. Las causas que en ello influían, llamaban en algún
tanto la atención, y procurando averiguar antecedentes, nos persuadimos de que
en este personaje resaltaban más sus buenas cualidades como hombre, que su
mérito taurómaco. Era Roque Miranda un diestro de buenos deseos, de bastante
pundonor y de extraordinaria simpatía. Cualidades que eran estas, por cierto,
que proporcionan la distinción de un hombre para con el público, aunque en la
profesión que se elija, sea en parte limitado, no sucedía así, sin embargo,
respecto al torero que nos ocupa, como resultará de los antecedentes que a
nuestras manos han llegado y que a continuación relatamos.
Roque
Miranda nació en la Villa y Corte de Madrid, el 16 de agosto de 1799. Murió en
Madrid el 14 de febrero de 1843. Fueron sus padres Antonio e Isabel Conde, que
eran empleados de la Casa Real. Desde muy niño trató a los compañeros de su
hermano Juan, que era banderillero desde 1811. Sus padres, por demasiada pasión
a su hijo, no pensaron en incomodarlo para que adquiriese una regular
educación, como probabilidades había para ello, si atendemos a los elementos que
en esta parte siempre tuvo en la Corte. Prefirieron abandonarlo, a la que el
chico quisiera hacer, limitándose a la crianza del vástago con tan absurdo y
perjudicial abandono se desprende. El chico, no obstante, era llamado por las
buenas inclinaciones, y como su imaginación le dejase vislumbrar la suerte que
le está deparando al que se abandona a la holganza y a las consecuencias que
esta produce, ansió una profesión donde ejercitarse y hallar en ella su
porvenir. Algunos días tardó en decidirse para optar por la ocupación a que
debía aplicarse. Finalmente, llegó Roque Miranda a cumplir dieciséis años, y
con el motivo de haberse acercado al matadero en varias ocasiones buscando
distracción que le sacara de las fluctuaciones de ideas que le preocupaban,
tuvo el impulso de abrazar el ejercicio de torero, aunque en sus propias
convicciones notaba que le era necesario algún elemento de que carecía.
Volvió
después a la misma inacción y de ella le hubiera sido difícil salir, si por entonces
no se hubiera interpuesto en su vida al célebre Jerónimo José Cándido (Véase en
este Blog su biografía), que contribuyó y no poco a la decisión de Roque
Miranda por la profesión de torero, pues en él reconoció las distintas
particularidades defensivas del Arte Taurino. Este torero, tan célebre, era el
distinguido Curro Guillén, y su gran escuela taurina, fue la que contribuyó a
que Roque Miranda se decidiese por el aprendizaje a matador de toros. Pero ya
contaba dieciséis años, según hemos dicho anteriormente, y a esta edad empieza
la reflexión del hombre y se fija en cierto modo el pensamiento del hombre
sobre el porvenir, y Roque Miranda nada veía en el suyo que le fuera
beneficioso. Abandonado en su educación, sin aplicación a cosa que le fuera productiva,
errante, digámoslo así, en el círculo de la alianza y víctima del hastío que
resulta de semejante conducta, no vaciló en abrazar una determinación que diese
fin a su estado y situación violenta, y en consecuencia a todo ello adoptó la
profesión de torero.
En
tal virtud necesitaba Roque Miranda, como ya dijimos, un maestro que le
enseñase el arte de la torería, y bajo su dirección, conseguir los necesarios
conocimientos. Por algún tiempo no se presentó persona “adornada” con tal
título que se hiciese cargo del aprendizaje de Roque, hasta que al cabo el
mencionado Jerónimo José Cándido lo tomó a su cargo, formando desde esta época,
que sería la que, en los años 1814, parte de la cuadrilla del gran torero
pertenecía. Nada ofrecen de notables los primeros tiempos de Roque Miranda,
relativamente a su vida artística, pues le faltaba lo más esencial para merecer
en este género de ejercicio la
distinción que llegó a tener, luego que los conocimientos y la práctica forman
al diestro y lo presentan con los conocimientos necesarios para cuadrarse
delante de los toros.
Roque
Miranda podía sólo hacerse acreedor a más o menos simpatías del público por sus
buenas disposiciones y el deseo que abrigase de practicar adelantos en su
profesión; pero no a otra cosa, respecto a que del oficio que había cogido no
poseía nada más que unos conocimientos superficiales que todavía no constituyen
mérito ni lugar de buena reputación. El maestro Cándido le dispensaba algunas
consideraciones y aun le dispensaba algunas consideraciones y le daba
preferencia que Roque aprovechaba, correspondiendo siempre del mejor modo
posible, lo cual le servía de mucha utilidad para ir paulatinamente entrenándose
y toreando, hasta llegar al punto, que último consiguió, del buen concepto
taurino, que con justicia se le conoce. No decimos que por esto que el torero
al que nos aludimos fuese una gran notabilidad, no; pero tampoco fue uno de
esos matadores de toros que pasan desapercibidos del público, ni de sus
compañeros sin pruebas de aceptación ni simpatías.
Roque
no tuvo en ningún de estos casos, fue por el contrario un torero a quién el
público consideraba mucho, distinguiéndole sobremanera y apreciándolo hasta el
extremo que otros no han conseguido jamás. Su partido entre los concurrentes a
las fiestas de toros era numeroso y cada momento le daba pruebas inequívocas
del afecto que le profesaba. Y no digamos que en esta oposición quepa ninguna
normalidad, el público en general siempre es justo y clasifica con acierto.
Para demostrar esta verdad entraremos en el análisis de la vida torera de este
diestro.
Roque
Miranda empezó de matador de toros por los años 1814, bajo la dirección del
célebre José Cándido cuyos conocimientos en la lidia fueron infinitos y dignos
en realidad de tomar a su cargo la enseñanza de cualquiera que a este arte se
dedicara, pero nos resta exponer la causa principal y más influyente a la
adopción de Roque Miranda por el ejercicio de torear.
Los
padres de Roque se hallaban colocados en el Palacio Real y formaban parte de la
servidumbre del Rey Fernando VII, cuando en la Guerra de la Independencia,
entraron los franceses en España, y también en los momentos en que la Corte se
trasladó a Francia, dejando a los españoles a expensas del ejército de
Napoleón, y dejándonos de rey a su hermano José I, “pepe botella o el rey pepino”. Este rey intruso hubo de respetar
las disposiciones de su antecesor, puesto que fue compendiosa la variación que
hizo en las personas que componían la servidumbre de Palacio, formando parte de
los inamovibles, los padres del torero de quien tratamos.
Este,
aunque joven, y sin edad suficiente para formar juicio exacto de la política
francesa, determinó no volver a pisar los umbrales de la real casa, mientras en
ella no habitase su legítimo señor. En esta conducta demostró el joven la
fijeza de sus principios y el carácter con que a su mayor edad debía estar
dotado. Un hermano mayor tenía Roque, Juan Miranda, era torero, que marchó a
Francia en seguimiento del rey, y a su vuelta fue invitado para tomar parte en
unas cuantas fiestas de toros que tuvieron lugar en varias plazas subalternas,
en celebridad del regreso y libertad del rey
deseado en aquellos tiempos.
De
resultados de estos antecedentes se decidió Roque por el mundo del toreo, la
misma profesión que su hermano mayor, con una sola diferencia y fue que Juan
era banderillero y Roque aspiró a la de matador de toros, pues en su grandeza
de alma no cabían términos medios en la carrera que emprendiera. Así lo conoció
bien pronto su digno maestro Jerónimo José Cándido, que después de la enseñanza
taurina, lo colocó de media espada, y como no pudiese conseguirlo por entonces,
se dispuso Roque a matar en algunas corridas por varios pueblos, en los cuales
se acreditó lo bastante, para que al año siguiente se le tuviera presente y
fuera ajustado en la plaza de Madrid.
No
digamos que Roque Miranda se fue ganando la fama y el buen crédito que el
mérito inspira, pero si reconocemos las simpatías que se granjeó, puesto que a
ellas debió el mismo ajuste en años posteriores con aprobación del público que
lo vitoreaba frecuentemente.
Estos
antecedentes y buen giro que a su educación artística le diera su maestro, debió
después consideraciones que no tributan jamás al que las merece. La poca edad
de Roque Miranda y su carácter simpático, no dejó de influir también en la
creación de una peña de gente que se decidió por este torero, la cual era tan
numerosa en seguidores escogidos, que en breve tiempo hicieron correr su nombre
por toda España, inspirando a todos los deseos de ver a tan joven novillero.
Miranda,
como hombre pundonoroso, comprendió la obligación que este proceder de sus
amigos le imponía, y quiso corresponder dignamente precipitando los periodos de
su carrera; por eso alternaba poco después con matadores de gran fama y
justamente adquirida, ante los cuales se le veía esforzarse para no aparecer en
inferior escala, aunque esta le era bien difícil en atención a sus cortos
conocimientos, pero lo que a Miranda faltaba en este concepto, le sobraba
pundonor y vergüenza, y nunca quedó rezagado ante aquellos que bien podían
oscurecer sus triunfos por la superioridad de elementos.
Corrían
por esta época de 1822, aunque desde 1814 había aparecido como espada, no le
fue posible perfeccionarse, por dos razones de mucha importancia. La primera,
porque los acontecimientos políticos llamaban extraordinariamente la atención
del público, y se anteponían a todo lo demás que perteneciese a distinto
círculo, y menguando el número de festejos taurinos, y la segunda porque Roque
Miranda siguiendo al gobierno a Cádiz había abandonado su profesión por
obedecer a la obligación que contrajo al ingresar en las filas de la milicia
nacional de caballería a las cuales pertenecía.
Sólo
toreó en este tiempo, una vez y fue a petición del público y fue en Sevilla,
lidió, banderilleó y mató un toro con un traje impropio para el festejo. Más
por esta circunstancia no retrasó su carrera, aunque en algún tiempo después no
toreó a consecuencia de las persecuciones que sufrieron los que a este extremo
condujeron su patriotismo, tampoco fue causa influyente en su empeoramiento,
pues en silencio, y desde el rincón del escondite que lo ponía a cubierto del
furor de sus enemigos, meditaba la manera de adelantar; y organizando en
fantasía una completa corrida de toros, veía los instintos y propiedades de las
reses, y evadía a su modo el peligro que aquellas le ocasionaban.
De
este modo trabajó algún tiempo, y sus meditaciones no dejaron de servirle en
adelante, por cuanto el mismo confesaba que de ellas había sacado siempre un
excelente partido. Después quedó probada esta verdad, puesto que en nada decayó
del afecto del público de la época. Su partido crecía y las afecciones que
antes había inspirado, no le retiraron jamás su protección. ¿Y cómo negar a
Roque Miranda esa simpatía general, hija en todos los conceptos de su natural
carácter tan noble y pundonoroso? ¿Es acaso proverbial la dispensación de
consideraciones a un hombre, que cual el que hablamos, reúna todas las
consideraciones que se exigen para merecer bien del público? No. El público las
reconoce siempre, y nunca deja de satisfacer con su aprecio las buenas
cualidades. Así aconteció con Roque Miranda, y así sucede con todos los que se
hallan en el caso de este.
Pero
abandonemos estas reflexiones, y sigamos el curso de la historia de este
torero. Una vez dedicado al toreo y bajo unos auspicios de los más favorables,
adquirió adelantos de bastante consideración, hasta llegar a considerarse un
torero puntero. Hasta que este caso llegó, Miranda estuvo toreando por los
pueblos, granjeándose cierta consideración de no escaso interés para el que en
algo estima su arte como torero. Pasó después a torear en algunas plazas de
provincias subalternas, y para estas se le buscaba ya como cabeza de cartel o
jefe de cuadrilla, donde por lo general, salía triunfante, dejando más que
satisfecha a la afición, tanto por su buen hacer en el ruedo como en el trato
que le era natural.
Después
de estos acontecimientos y de haber toreado en casi todas las plazas del reino,
aspiró solo torear en la plaza de Madrid, su tierra natal, donde además de
conservar muchas simpatías, tenía el convencimiento de que alternando en ella
con los más afamados toreros que por entonces se conocían, perfeccionándose más
y más, único modo de ocupar después un lugar eminente entre los grandes
matadores de la época. No le fue fácil
cumplir este deseo por algún tiempo, pues a ello se oponía tanto los compromisos
que los contratistas (apoderados taurinos) tenían contraídos con otros toreros
de excelente reputación, como así mismo los antecedentes de Roque Miranda,
contrarios enteramente a los que por entonces disponían en todo, en razón a su
igualdad de opiniones con las que tenían a su cargo todas las dependencias del
Estado.
Difícil
situación prometía estas circunstancias a Roque, pero este estaba decidido a
sufrir sus rigores antes que faltar a sus convicciones, y por ello lamentaba su
posición, pero no se arrepentía de las causas que la originaban. Pasaron los
primeros ímpetus de las ociosidades y de las horribles venganzas que ocasionan
estos extremos, y unida esta reclamación de infinito número de personas,
hubieron de permitir que Miranda, fuese contratado y poder torear en la plaza
de Madrid, cuya población le vió nacer. Efectuó su salida, pero ocupando un
puesto inferior en la escala de matadores, y por eso nos abstenemos de
mencionar los hechos que produjo en aquella época este torero.
Pero
el tiempo corrió velozmente y concluida la temporada taurina que tratamos, ya
se consideraba a Roque Miranda de distinto modo, y a consecuencia de ello pasó
en plazas de Andalucía, y entre ellas la de Sevilla, considerada bajo todos
conceptos, una de las más principales de España, tanto por la sabiduría e
inteligencia de los espectadores sevillanos, como por la calidad del ganado que
en ella se lidia.
En
la temporada del año 1834, Roque Miranda fue ajustado de primer espada, siendo
su segundo el luego célebre Francisco Montes, que tenía un gran número de
seguidores. Ahora nos vamos a detener, en cierta manera, para formular un
juicio crítico de este matador de toros, puesto que ya no se trata de un bisoño
en el arte, sino por el contrario, de un primer espada con todas las
prerrogativas de tal, y alternando con uno de los mejores toreros de la época,
en el concepto general.
Roque
Miranda no desmerecía del puesto que ocupaba, esta es la manera de juzgarle en
globo, pero analizando sus particularidades, debemos confesar que además poseía
cierto conocimiento y práctica que le recomendaba mucho y lo dejaba airoso en
casi todas las situaciones difíciles que la casualidad le proporcionaba. Y a
pesar de expresarnos así, también diremos que a Roque le faltaba algo, que en
este momento no es difícil definir, pero que a su debido tiempo lo echaremos de
ver. No se mostraba cobarde ante el toro, y sin embargo, le faltaba valor,
tenía práctica en las distintas suertes que constituyen el arte de la lidia; y
con especialidad en algunas que eran sus más favoritas y por lo tanto ejecutaba
frecuentemente, y no obstante dejaba que desear en su desempeño. Comprendía
perfectamente su misión como jefe de una cuadrilla, y sus disposiciones no eran
por lo regular las más atinadas, sus conocimientos con los toros no dejaban de
ser grandes y cual puede apetecerse en un espada, y a pesar de esta
circunstancia no correspondía en ocasiones a lo que de todo ello se esperaba, y
en conclusión, tenía excelentes dotes e inspiraba una general simpatía, pero no
terminaba de entusiasmar a los espectadores. Difícilmente podrá hacerse la
clasificación conducente de un torero de semejante naturaleza, pero creemos que
la única posible y que en nada rebaje la justa reputación que dejó a su muerte,
es la de que, siendo buen torero, no era oportuno.
El
arte debe, en nuestro juicio, hallarse adornado de esta última cualidad, para
merecer el título de excelente. La persona a quien se refiera. Pero no es esto
sólo lo notable en Roque Miranda, lo que más llamó la atención en este diestro,
es que tenía adquirido el más intenso convencimiento de sí propio, lo cual es
muy natural que todos conozcamos, así como difícil que lo confesemos, este
aventajado torero no cedió jamás el puesto que por antigüedad debía conservar
en la plaza de Madrid, y sin embargo, tuvo la condescendencia de permitir el
ajuste en una ocasión, con la cláusula de que se le antepusiese otro matador de
toros más moderno, al cual cedió generosamente su puesto, porque sin duda
reconocía en él cierta superioridad, o por lo menos quiso que el público de la
Corte viese trabajar a uno de los más consumados lidiadores de la época
moderna, aun a costa de tal sacrificio por su parte.
El
matador de toros del que hacemos mención, fue el célebre Juan Yust, que, a no
haber ocurrido su muerte, se habría antepuesto a todos los toreros actuales de
esa época, porque a sus buenas cualidades morales, reunía las físicas más
recomendables que elegirse pudiera. Roque Miranda le cedió el puesto, y con
ello, según nuestro modo de pensar, ganó más de lo que a primera vista aparece,
y acreditó con esa acción las buenas prendas que le atribuían sus amigos.
El
lunes 15 de octubre de 1828, se anunciaba una corrida en Madrid, con los
siguientes matadores en cartel: Antonio Ruíz “el Sombrerero” y Manuel Parra. Estos
espadas merecían ciertas diferencias de la autoridad encargada en la dirección
de estos espectáculos, y por ello se les prefería en los ajustes, aunque el
público reclamase a otros toreros. No diremos por esto, que los aludidos fuesen
menos acreedores que los demás, convencidos estamos de lo contrario, y así lo
prueba el juicio crítico que del Sombrerero hicimos al tratar de él en su
respectivo lugar. Nuestro deber se concreta a referir los hechos. Siguiendo con
la descripción de este acontecimiento, diremos que, por razones de la aversión
de esta autoridad hacia Roque Miranda, este estaba privado de torear, y
pospuesto a otros toreros más modernos y menos simpáticos para el público. Esta
circunstancia produjo que muchas personas criticasen la parcialidad de que
hemos hecho mención, y la desaprobasen en todas sus partes, llegando hasta el
punto de que se hiciera cuestión pública y casi general. No dejó de animar a
Roque Miranda el giro que este negocio había tomado, y por ello permitió a su
mujer que se presentase al rey Fernando VII, mediante a que a ella no le era
difícil en virtud a la protección que la dispensaban muchas personas de su
posición en palacio, y le refiriese al monarca el espíritu de intolerancia de
que era víctima. La esposa del torero a que nos referimos, utilizó sus
relaciones para el mejor éxito de la pretensión, y como fuese presentado al
rey, y le refiriese el interés que el público tenía en que Roque Miranda
saliese a torear, y la oposición que para ello se presentaba por la autoridad
que entendía en el permiso para ello, se la ofreció al rey la reparación de
semejante injusticia.
En
efecto, el día 11 de octubre del año 1828, que fue el cuarto posterior a la
presentación de esta señora al rey, se fijó con la mayor precipitación un aviso
que, copiado literalmente es como sigue:
AVISO PÚBLICO
Habiendo mandado
S.M. en su Real Orden del 7 del corriente, que se permita torear en la plaza de
toros de esta Corte al espada Roque Miranda, lo verificaré este en la corrida
de la tarde del 13 del corriente, en cumplimiento de dicha soberana resolución,
y matará los toros que le cedan sus compañeros.
Madrid 11 de
octubre de 1828.
Dos
cosas se notan en la redacción del anuncio que íntegro hemos copiado. La
primera en nada favorece a su autor, porque deja conocer el disgusto con que
cumplimentaba la real solución que en él mismo alude, y la segunda, la
generosidad del monarca, que cedía a simples instancias por la satisfacción de
reparar una injusticia, que aun no siéndolo, se consideraba como tal por cierta
parte del público que era decidido apasionado del torero Roque Miranda.
En
cuanto a la conducta de los compañeros de Roque en esta tarde, el Sombrerero le
cedió el primer toro con el mayor gusto. Luis Ruíz también hizo lo mismo, y
Manuel Parra siguió la conducta de sus compañeros. Roque Miranda no olvidó la
obligación que este proceder le imponía, y supo corresponder de un modo que
dejó enteramente satisfechos a los espectadores. Miranda, en esta ocasión,
lució su destreza, y el público se congratuló, consiguiendo ver en el redondel
a un torero a quien en tanta estima tenían.
El
primer toro que se lidió en esta tarde era procedente de la ganadería de Don
Diego Muñoz y Pereira, de Ciudad Real; el segundo de la ganadería de Don
Joaquín de Guadalain, vecino de Tudela, y el tercero de la respectiva de Don
Juan Zapata, de Arcos de la Frontera. Los picadores fueron Alonso Pérez y Juan
Martín.
Ya
hemos manifestado el júbilo que el público recibió al leer el anuncio ya
trascrito, y a hora diremos que algunos de los aficionados al toreo y de los
adictos a Miranda, condujeron su entusiasmo a un extremo que suficientemente
dejaba manifestado el aprecio que le dispensaban. Muchos celebraron el permiso
que a este diestro le fue concedido de Real Orden, y cada uno lo practicó a su
manera, siendo una de ellas la composición de unos cuantos versos que con
profusión corrieron de mano en mano, pocos nos han sido posible reunir de los
conservados desde aquella fecha, pero entre ellos haremos mención de unos que
expresaban la situación de Miranda, y la oposición que había existido para que
ejerciese su profesión en la plaza de la Corte.
A ROQUE MIRANDA
He visto con gran
placer
Que ya te busca la
suerte,
Pues que para dar
la muerte
La Real Orden te
dio el ser,
No dejes de
conocer
Que el público de
ha obsequiado,
Sírvele bien, más
cuidado
Que, al momento de
lidiar,
En lugar de ir a
matar
No te veamos
matado.
Es suerte que
hayas triunfado
De quien tan mal
te ha querido,
Y tanto te ha
perseguido,
Hasta haberte
perdonado,
Si quieres seguir
amado
De todo Madrid
entero,
Acuérdate de un
Romero,
Del muy diestro
Costillares,
Y si a aquellos
imitares,
Serás siempre un
buen torero.
No
nos ha movido, al insertar estos versos, la idea sublime que de ellos hayamos
formado, tanto de su mérito literario como de la originalidad del pensamiento,
ambos extremos son bastante limitados, y no es ciertamente la consideración a
ello lo que hemos tenido presente; es sólo demostrar la importancia del torero
que tratamos en su mundo, dentro de la tauromaquia del siglo XIX, la que
deseamos hacer valer para que formen idea del gran “partido” con que este
diestro contaba, y el poderoso elemento que contaba a su favor.
Sin
embargo, no supo utilizarlo, pues en este caso ya hubiera sacado de ello mucho
más partido del que en realidad consiguió, en lo que debemos culpar más a sus
cualidades morales que a las físicas. A pesar de ello, este incidente que hemos
relatado contribuyó extraordinariamente a que Roque Miranda adquiriese una
popularidad sin límites, y a que en los años siguientes fuese buscado con
avidez para escriturarlo en la plaza de Madrid con el carácter que le
pertenecía, lo cual sucedió en efecto, como se deduce de la relación que antes
hicimos de las vicisitudes de las funciones con los toros en la plaza de
Madrid.
Desde
esta época continuó Roque Miranda en el ejercicio de su profesión, tanto en la
plaza de Madrid como en algunas de las provincias para que era llamado, hasta que,
en la temporada de novilladas del año 1830, fue invitado por cierto número de
aficionados para picar los dos toros de muerte que en la corrida
correspondiente al día 25 de diciembre de dicho año debía de tener lugar.
“Agradecido el
espada Roque Miranda a los favores que le dispensa este respetable público, se
ha propuesto picar en esta función los dos toros que su hermano Juan ha de
matar por primera vez en esta plaza”.
Después
decía:
“Seguirán dos
toros de muerte de la acreditada ganadería de Don Mariano García, que anteriormente
perteneció a Don Ramón Zapater, vecino de Colmenar, con divisa azul turquí, los
que picará Roque Miranda, y estoqueará Juan Miranda, acompañado de la
correspondiente cuadrilla de banderilleros”.
El
público que a la fiesta anunciada acudió, estaba dispuesto a perdonar algo al
improvisado picador de toros, puesto que no era aquella su verdadera profesión;
pero nada encontró que le extrañase, y por el contrario, muchos motivos de
aplaudir la perfección con que ejecutaba unas suertes ajenas enteramente para
Roque. Sus adictos repetían y prolongaban los aplausos que la generalidad de
los concurrentes tributaba a Miranda, y con la mayor aceptación de todos
terminó la fiesta en que este torero alcanzó muy señalados triunfos.
No
está, sin embargo, la única vez que demostró sus disposiciones en el arte de la
lidia, generalmente considerada, pues ejecutó en varias ocasiones otras
suertes, también ajenas a él, y que en su práctica mereció infinitos aplausos e
inequívocas muestras de completa aprobación.
Debemos
reconocer por estos hechos sus muchas disposiciones para la lidia, y su fuerza
de afición y voluntad, pero esta circunstancia no nos debe evitar el
conocimiento de su verdadero análisis como gran torero.
Antes
manifestamos las cualidades que en él reconocimos, y en ellas aparece cierta
discordancia, que después de explicarlas cual es conducente, veremos de donde
dimana la falta de perfección del torero.
Roque
Miranda nació para ser un excelente maestro que, si a su costado hubiera tenido
un buen maestro, que haciéndole comprender los extremos del arte en todos los
casos difíciles que se presentan, con especialidad a la suprema hora de la
muerte de los toros, más esto le faltó a girar por sí, no pudo adquirir lo que
de otro modo le habría sido bien fácil. Un ejemplo de ello tenemos en varias
suertes que se le veía practicar con el mayor acierto, porque a otro matador de
su época se las había visto y aprendido con la más absoluta perfección.
Hablamos del volapié, los que recordaban esta suerte de entrar a matar en Roque
Miranda y vieron al célebre Juan León, no nos negarían la similitud entre
ambos.
Más,
aunque en el sentido de matador de toros, le faltaba esa generalidad, ¿habremos
de negarle celebridad? No lo creemos justo, nadie lo explica mejor que el éxito
que logró alcanzar. Y no digamos que esta reputación se limitaba a ciertos
puntos; en Madrid era conocido como el que disfrutaba toreando, y las
circunstancias de su relación con la Casa Real, y de reunir muchas simpatías,
la consideramos causa principal de su gloria con el público. También podemos
citar otras ciudades y capitales que el público lo recibía con entusiasmo que
no disipaba después de verlo torear, por ejemplo: Sevilla, Valencia, Reus,
Brihuega, Albacete, Almagro, Ciudad Real, Murcia, Haro, Bilbao, Pamplona y
otras plazas en que repetidas veces fue contratado. Esta es la mejor prueba de
su indisputable mérito.
Hasta
aquí podemos avanzar en la definición tauromáquica de Roque Miranda; hasta aquí
también lo que arrojan los apuntes y antecedentes que de este diestro hemos
podido recopilar en el concepto de este torero. Pasemos a otros de los
incidentes que lo elevaron más, y por qué a su fallecimiento lo igualaron a los
demás toreros de renombre en el mundo del toreo de la época.
Era
por el año de 1816 cuando Roque Miranda era uno de los que contaban con la más
decidida protección del gran torero Jerónimo José Cándido, de muchos
conocimientos y de una consumada maestría. Ansioso de su discípulo se luciera y
que diera a conocer sus mejores y superiores disposiciones para la lidia,
preparó una tienta con un toro llamado enano,
el cual debía de ser picado, banderilleado y matado por Roque Miranda, este
no repugnó aquella especie de prueba y llegada la hora de la corrida y la
salida del toro en cuestión, apareció Roque Miranda a caballo vestido de
picador, con soltura y dando muestras de ser un perfecto caballista, ejecutó la
suerte de varas hasta que el presidente del festejo cambió al tercio de
banderillas. Roque Miranda bajó del caballo de picar al momento y despojándose
con la mayor prontitud del pesado traje de picador que cubría al de
banderillero, practicó la suerte de banderillas a la perfección, pasando
últimamente a la suerte suprema, estoqueando al toro con el mayor acierto y
aprobación del público, que sin cesar le aplaudía y colmaba de vítores y
aclamaciones.
No
fue en esta ocasión su maestro Jerónimo José Cándido quien menos satisfacción
recibió al escuchar las significativas muestras de júbilo que el público
prodigaba a su protegido, tanto más cuanto que él mismo conocía la justicia con
que obraba. También este buen torero dio parabienes a su ahijado y le anunció
una ventajosa posición en el arte taurino, si continuaba en los términos que
había empezado.
Otros
hechos notables se refieren de este diestro, que tuvieron lugar en varias
plazas de provincias. Progresando con bastante rapidez continuó Miranda hasta
el año de 1828, cuya época fue en la que estuvo más feliz, pues consiguió
rivalizar con cuantos matadores se conocían por entonces. Antes hemos hecho
mención de algunos de ellos, por lo tanto, obviaremos el recordar nombres.
Limitando, pues, a la relación del torero que nos ocupa, y habiendo demostrado
lo más principal de cuanto se le ha concedido, pasaremos a hablar de los
últimos años de su vida, no sin consignar antes que, como nuestros lectores
habrán conocido, pasó de este diestro la más perfecta época de su lucimiento,
en razón a que sus opiniones le privaron de ser admitido entre sus compañeros,
por motivos políticos, hasta el extremo por la adversión a las ideas liberales.
Nos
hallamos en el año 1841, cuando Roque Miranda fue empleado por el ayuntamiento
de Madrid, nombrándole administrador del Matadero, este cargo duraría poco
tiempo, pues no era el más apropiado para sus instintos. No obstante, sirvió el
destino hasta la temporada taurina del año siguiente, en que por razones de
compromiso que él mismo buscó, fue contratado como matador de toros en la plaza
de la Corte, sin fijar su consideración en que este extremo estaba precisamente
en oposición a su calidad.
Se
anunció públicamente su salida a torear, y los concejales hubieron de pedirle
explicaciones, que él las dio cumplidamente, toda vez que aquellos señores le
concedieron permiso para torear cuatro corridas. Toreó estas y otras
posteriores, como no podía menos de suceder, atendiendo a su contrata, y
entonces el ayuntamiento se vio precisado a disponer el despido de Roque, como
administrador del Matadero, dedicándose solamente a su profesión, torero. No
queremos calificar esta conducta, pero a nuestro modo de ver, no fue muy
acertada, en quien como él hallábase ya en una edad en la que ha pasado la
agilidad que se reclama para torear. Bien pronto debió conocer los resultados
de su indiscreción, el día 6 de junio de 1842 sufrió una terrible cogida en la
plaza de Madrid, de la cual sacó tres cornadas del mayor peligro, por un toro
de la ganadería del Duque de Veraguas. Mucho tiempo necesitó para su completa
curación, pero Roque Miranda no atendía a esta importante circunstancia, y como
fue llamado a torear en Bilbao, emprendió su marcha para la capital bilbaína,
donde se hallaba Curro Montes, fundándose en que aún no tenía sus heridas
cicatrizadas, no permitió que torease. Regresó a Madrid, y ya mejorado de su
percance, toreó dos corridas en esta plaza, que fueron las últimas en que dejó
verse de un público que tanto le apreciaba.
Achacoso
ya y constantemente ocupado en una vida tan agitada como es la de un torero, se
le formó una fistula entre las dos vías. Los facultativos que buscaron para su
curación, eran quizá de sus más apasionados seguidores, y tal vez el deseo de
sacarlo cuanto antes de la situación que le ocasionaban sus padecimientos,
fueron causa de que equivocasen el método de cura y contribuyesen a su muerte.
Por
último, después de graves sufrimientos y tres operaciones crueles que sufrió,
exhaló Roque Miranda su último quejido en la noche del 14 de febrero de 1843,
en los brazos de su tierna esposa y su hija.
Tales
son los antecedentes de Roque Miranda, a quien nos falta juzgarlo como privado,
en cuyo análisis no entraríamos seguramente, si temiéramos no quedar
completamente airosos en la relación descriptiva de sus costumbres
particulares. Su conducta pública estaba en completa consonancia con la
privada, y así es que, si del público recibía muestras de un aprecio y
consideración ilimitada, entre su familia no era menos querido, por la razón de
que además de poder titularse buen jefe de ella, era al propio tiempo el más
amable esposo y razonado padre y favorecedor de los demás parientes. Favorecía
a estos aún más allá de lo que sus facultades le permitían, no vacilaba nunca
en sacrificar sus intereses, con tal de que resultase en provecho de esa
persona, y últimamente, podía llamarse el mediador y conciliador. ¿Y qué
diremos de su formalidad, de su buena fe y delas demás cualidades que
recomiendan al hombre en sociedad? Nadie se ha lamentado aún de perjuicios que
por el procedimiento de Roque se le hayan ocasionado en ningún tiempo, todos le
concedían estas dotes, y nadie pronuncia su nombre sino para hacerle en esta
parte la debida justicia. Jamás se vio molestado por autoridad alguna, y habría
seguramente, a la eterna mansión sin conocer los rigores, ni aun de la
persecución, sino hubieran mediado las circunstancias políticas que tanto
influyeron en perjuicio de sus intereses.
Podemos
decir sin incurrir en equivocación, que Roque Miranda era uno de esos hombres
de instintos de los más benignos y excelentes, y que al paso tenía formado un
verdadero concepto de lo que vale un hombre de bien, y dándose este aprecio, no
se separó jamás de la senda que está marcada por la ley de la sociedad.