PRINCIPIOS
DE LA TAUROMAQUIA
Agonizaba
el toreo a caballo y nacía el fervor por el toreo a pie. Serían las Reales
Maestranzas de Sevilla, Granada y Zaragoza, así como los gremios de Granada y
Zaragoza, y no digamos la de Sevilla, así como los gremios y hermandades, las
instituciones que estimularían la fiesta de los toros. La afición por el toreo
había sido heredada de lleno por el pueblo, que empezaba a convertir en plebeyo
un deporte esencialmente elitista.
Se
van orillando los lugares donde, tradicionalmente, se celebraban las corridas
de toros. El mismo rey patrocina la construcción de una plaza de toros de
madera en la castiza Puerta de Alcalá de Madrid.
También
en Sevilla, en 1772, se alza una plaza cuadrangular muy cercana al río
Guadalquivir.
En
cuanto a los protagonistas, no existe todavía ninguna reglamentación, ni
tercios, ni reglas para aquel “toreo” que aquellas valientes cuadrillas de
toreros llevaban a cabo, matando los toros como ellos medianamente sabían o
querían. La brega era sin destreza, sin arte, casi una brutal pugna de poder a
poder, totalmente salvaje, con escasos recursos, y claro está, con gravísimas
cogidas.
Ni
que decir tiene que estas primeras “cuadrillas de toreros estaban compuestas
por aventureros que ofrecían un espectáculo que en nada se parecería al de hoy
en día, aunque les sobraba gallardía y una virilidad por su parte asombrosas.
Había que tener también en cuenta la sensibilidad de un público bronco, que en
nada se parece a quienes, hoy, soslayan, de alguna manera, lo que de cruento le
pueda quedar a nuestra fiesta nacional y acuden a las plazas a solazarse con el
arte de los toreros, la lentitud y la parsimonia de las suertes. Por el
contrario, en aquellos tiempos, gustaban de asistir a un espectáculo que,
básicamente, consistía en la lucha de unas cuadrillas de desesperados contra
una fiera, a la que aguardaban en el centro de un improvisado redondel. Es
fácil imaginar que aquello se convertía en un brutal baño de sangre.
La
esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, se declaró enemiga de las corridas
de toros y el Rey, de alguna manera, trató de inhibirse de la Fiesta, evitando
su presencia en las plazas de toros.
Lo
más destacable de esta época anárquica del toreo, de transición entre el arte
ecuestre y el ejercicio de burlar a las reses a pie, vino de la mano de los
lidiadores navarros, espléndidamente reflejados en la famosa Tauromaquia de Don Francisco de Goya.
Los navarros interpretan el juego con el toro de una manera atlética,
deportiva, desprovista de arte, pero preñada de valor y audacia. Dice Néstor
Luján que el toreo navarro se compone de lances de un valor brutal; saltos de
todas suertes, alardes de mozos con la cabeza calentada por el vino riojano. Es
un toreo de un valor dislocado, conducido a veces por una habilidad lúcida y
astuta, como de titiriteros.
Lo
que se admira, en definitiva, es el valor por el valor, el arrojo, el riesgo
desmesurado. Hasta para ser espectador había que ser valiente. Se necesitaban
unos nervios muy templados para poder entender aquel forcejeo desenfrenado con
las fieras.
Bernardo
Alcalde y Merino, conocido por El
Licenciado de Falces, nombre que popularizó Goya, había nacido en el pueblo
navarro de Falces. Su figura no es también conocida por medio de Don José Daza,
el excepcional jinete que ocupó un lugar privilegiado en la transición del
toreo a caballo al ejercicio del toreo a pie. Tanto Daza en su Cartilla Taurómaca como Don José de la Tixera,
quien escribió las reglas de la famosa Tauromaquia
de Pepe-Hillo, afirman que el Licenciado les hacía a los toros unas cosas
asombrosas, como los recortes o cuarteos “sin
desembarazarse de la capa”, y que saltaba por encima de las reses con unas
facultades de asombro.
En
Cádiz y en 1796 –el mismo año en que se publica La Memoria de Jovellanos y el anónimo Pan y Toros- se publica otro texto, hoy clásico, cuya autoría se
atribuye un conspicuo discípulo de Daza, el matador José Delgado, Pepe-Hillo (Sevilla 1754-1801), bajo el
título Tauromaquia o Arte de torear y
a cuyo subtítulo reza:
“Obra utilísima para los
toreros de profesión, para los aficionados y toda clase de sujetos que gustan
de toros”.
Hoy
sabemos que se trataba de un libro inspirado por el torero, pero que escribió,
al parecer, el aficionado Don José de la Tixera dado que Pepe-Hillo, como hemos dicho era casi analfabeto. Hoy también, dos
siglos después, cabe considerar la Tauromaquia
como un tratado didáctico que quiere mostrar la técnica y habilidades
profesionales con objeto de salir bien de la lidia. Bajo principios un tanto
ilustrados, su redactor presenta reglas para el conocimiento de los toros y
para adecuar la ejecución de las suertes a sus condiciones.
Hay
cosas que habría que verlas para creerlas, porque cuesta trabajo admitir que el
Licenciado saltara por encima del toro poniendo el pie sobre el testuz de la
fiera cuando ésta lo inclinaba para herir. Es demasiado, para los que conocemos
el toro y la fiesta –aunque sea el toro actual y la fiesta actual- que nadie
puede utilizar el testuz del toro, con toda su furia y violencia, como un
escalón en el que apoyarse para saltar al otro lado. Puede que Don Francisco de
Goya no exagerara con su imaginación a la hora de retratar aquellas suertes,
pero es difícil, muy difícil, admitir tanta destreza…
Entre
una larga serie de estos singularísimos toreros navarros hay que destacar a los
hermanos Apiñani, considerados como de la región navarra, aunque nacieran en
Calahorra; al no menos famoso José Leguregui El Pamplonés; y a otro navarro, también famoso por culpa de Goya,
que se llamó Martín Barcaiztegui Martincho.
Los
aguafuertes del genial pintor maño inmortalizaron a Martincho, diminutivo
vascuence de Martín, aunque no se llegaran a despejar las dudas sobre si el
Martincho goyesco era Martín Barcaiztegui u otro Martincho, nacido en la noble
villa de Egea de los Caballeros, que se llamaba Martín Ebassún.
Lo
cierto es que a la hora de atribuirles cosas al Martincho goyesco se le encasqueta nada más y nada menos que ser el
inventor de la suerte del quiebro, también atribuido al Gordito. Los excesos de
Martincho llegan –siempre de la mano de Goya- a presentarle mancorneando un
toro y coleándole a la vez; o sea, cogiéndole de un pitón con una mano y del
rabo con la otra hasta derribarle. Casi increíble. Máxime en aquella época en
la que los toros no se caían. Y no digamos de esa barbaridad de esperar a un
toro encima de una mesa, con los pies atados con grilletes, dispuesto a saltar
por encima en cuanto el toro le tirara el primer derrote a la mesa. Dios
bendiga la imaginación de Goya y perdone la memoria de Martincho, bien fuera navarro o aragonés, pero no se puede creer
que hubiera nadie, ni siquiera en una becerrada, que sea capaz de semejantes
hazañas, bautizadas por el propio Goya como “Locuras”.
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