JERÓNIMO JOSÉ CÁNDIDO
DISCÍPULO DE PEDRO ROMERO
El torero de quien vamos a ocuparnos a
continuación, nació para vivir de sus rentas, y no para agenciarse la
subsistencia. Nació también para habitar en regiones enteramente distintas de
las propias a las que el ejercicio del toreo se dedica, y no obstante estas
razones, trabajó para vivir, y necesitó abrazar la profesión que odiaba, o por
lo menos a lo ningún apego se le conocía. Y no se diga que por ser el ejercicio
contrario a sus instintos pasó en él con ese apercibimiento que inspiran las
medianías, no, el torero de quien vamos hablar fue tan notable en ciertas y
determinadas suertes, que pocos le han aventajado.
Discípulo también de un buen maestro,
aprendió cuanto podía convenirle, y si no le aventajó, supo regularizar más
provechosamente los conocimientos que de aquel recibió, y organizóse un hombre
especial en la profesión en que su destino habíale colocado. Estos son sus
antecedentes.
En la provincia de Cádiz y a tres leguas
escasas de la capital, existe una población con el nombre de Chiclana, cuyo
vecindario se ocupa, generalmente en sus labores del campo, por ser su terreno
excesivamente pródigo, aunque reducido su término. En esta población nació
Jerónimo José Cándido, el 16 de abril del año 1760, labradores y bastante bien
acomodados.
José Cándido padre, había seguido la
profesión de lidiador de toros y sin haber podido conseguir jamás el título de
notabilidad, sino en teoría, supo reunir, no obstante, una decente fortuna, la
cual aumentaba cada día bajo la influencia de una bien entendida administración.
Esta circunstancia, unida a un excelente trato y alguna otra cualidad
recomendable que Cándido padre poseía, fueron causas poderosas consideraciones
por parte de las personas más distinguidas de aquella villa. Colocado José
Cándido en una situación ventajosa, trató de metodizar su vida dedicándose
exclusivamente al cuidado de sus intereses, de lo cual se ocupaba al nacimiento
de su hijo torero.
Sus amigos, como ya hemos dicho, eran varios
y de lo más escogido de la población; contándose entre ellos el entonces
corregidor de la villa, que en cumplimiento de espontáneos ofrecimientos,
reclamaba la vez de tomar a su cargo la comisión de tener en los brazos al
recién nacido para su cristianación. De esta conducta puede decirse el aprecio
y distinción que la familia de José Cándido merecía, y el lugar que ocupaba en
la escala social de su pueblo.
Aceptada la proposición del corregidor, y
hechos los preparativos consiguientes. Se bautizó al hijo de José Cándido, y le
pusieron el nombre del progenitor, siendo el padrino el corregidor que, por su
parte, desplegó la generosidad necesaria para quedar airoso en la comisión que
había solicitado, y fue tanto y de tal naturaleza la suntuosidad y esplendidez
con que se ejecutó la sacramental operación, que se recuerdan como un hecho notable
algunas particularidades, entre las que ocupa un preferente lugar la de que se
arrojaron al aire grandes sumas en monedas de oro y plata, desde la iglesia
parroquial a la casa del recién nacido, costumbre antiquísima y que se conserva
intacta en algunas poblaciones.
Se crió Jerónimo José Cándido, con el cuidado
que era consiguiente a la posibilidad de sus padres, quienes tenían recopilado
su cariño en él, por el único fruto de bendición con que el Supremo hacedor les
había favorecido.
No descuidaron a pesar de ello la educación
del niño, y buscaron desde bien pequeño un abonado preceptor que se encargase
de dirigirle e instruirle más regularmente que los autores de su existencia,
los cuales nunca hubieran podido darle más que una cristiana enseñanza, que era
posible a la capacidad de aquellos. Así, continuó Jerónimo hasta la edad de
ocho años, en que murieron sus padres, quedando desde esta época el exclusivo
cargo de su tutor, que, abusando de la autorización propia de este título,
descuidó su educación, permitiéndole, además de los goces naturales de la edad
que hemos citado, que en buen principio, como todos sabemos economizarse y
limitarlos a un estrecho círculo. Bajo la influencia de este género de excesos
tan conocidamente perjudiciales a la niñez. Cuando cumplió catorce, le reclamó
al tutor le comprara un caballo, la de ir vestido de majo, y algún otro objeto
de lujo a que por entonces concretó sus exigencias, por ser a los que propenden
los naturales andaluces.
Con esto se adormecieron por entonces sus
pretensiones, pero al paso que avanzaba en edad, aumentaban sus exigencias para
que el tutor facilitaba lo necesario por cuenta de lo Cándido administraba.
Semejante conducta debía precipitar a
Jerónimo en un malestar del que no era fácil defenderse, pero sus ojos se
cerraban a tan funesto porvenir, y solo atendía a los goces del momento.
En poco tiempo se hizo dueño el tutor de lo
que a su padre había pertenecido, y el joven Cándido se encontró en una
posición triste, que caminaba rápidamente a su empeoramiento, aumentándose más
y más según corrían los tiempos. No nos detendremos en calificar el proceder
del tutor por no parecernos oportuno de este lugar y por y porque también le
consideramos ajenos de incumbencia, y si referimos estas particularidades es,
porque las consideramos de utilidad, toda vez que fueron origen de que el motor
de estos apuntes abrazara por necesidad una profesión que en otras
circunstancias no hubiera pensado en ella, sino por pura distracción y
pasatiempo.
José Cándido se aproximaba ya a la edad de
los diecisiete años y en actitud de raciocinar sobre su porvenir, conoció sus
pasados errores y trató de corregirlos, pero este remedio venía demasiado
tarde, solo podía ser provechoso para cuando Jerónimo volviese en otra ocasión
a poseer algo. Por entonces carecía de todo, tan en toda la extensión de la
palabra, que no contaba con los medios necesario a la subsistencia. En tal
estado, y como el náufrago que por salvar su existencia busca su apoyo en una
débil tabla, resolvió Cándido dedicarse a la profesión de su padre.
Necesitaba un protector para ayuda de sus
intentos, y aquí fue donde la suerte se le mostró propicia, puesto que halló dispuesto
al más apropiado de cuantos hombres hubiera podido buscar, el cual llamábase
Don José de la Tijera, cuyo amparo se cobijó Jerónimo José Cándido.
Este caballero, rico, generoso y sumamente
aficionado al toreo y a las personas que del mismo ejercicio dependían, no
descuidaba la colocación de su protegido, ni menos le omitía las explicaciones
precisas para instruirle, aunque superficialmente, de las indispensables al
toreo. Jerónimo José las escuchaba con la atención que inspira el vivo deseo de
aprender, y mientras disponía los preparativos para el estreno del nuevo
torero.
El expresado Don José de la Tijera conservaba
íntimas relaciones de amistad con el célebre matador Pedro Romero, de quien ya tratamos
en capítulos anteriores, y exigió a éste de que tomase a su cargo la educación
taurina de Jerónimo José Cándido, incluyéndole desde luego, en el número dentro
de su cuadrilla, a lo que este excelente espada no puso inconveniente.
Le hicieron los vestidos de torear, con que
Jerónimo debía practicar su primera salida, costeados en la totalidad por su
protector, y a poco tuvo efecto, pues el nuevo torero progresaba mucho y bien.
Tanto el favorecedor de Jerónimo José, como
su maestro Pedro Romero, quedaron complacidos enteramente del comportamiento
del bisoño lidiador; y ambos también reconocían en él facultades físicas nada
comunes y altamente adecuadas a la profesión que se había elegido.
No fueron defraudadas las esperanzas de los
que así opinaban, porque cada día que Jerónimo José salía a la plaza, daba
testimonio y una nueva prueba de sus adelantos en el Arte del Toreo. Esta razón
ocasionó que antes de poco tiempo, figurase como medio espada de Pedro Romero,
a cuyo puesto le elevó, correspondiendo Jerónimo José Cándido tan dignamente
como pudiera desearse.
Su crédito tauromáquico crecía con
extraordinaria rapidez, y en cada una de las funciones en que prestaba trabajo,
acreditaba más y más la justicia con que se le tributaba. Pedro Romero miraba
estos triunfos como propios, y sólo eran motivos de bien entendida satisfacción
para quien, como él, era, digámoslo así, el que más había contribuido para
colocar a Cándido en la situación que ocupaba.
Cándido, por su parte, vivía agradecido a
Pedro Romero, y sólo disfrutaba cuando la ocasión le proporcionaba un medio de
prestarle utilidad a su maestro. Con este motivo, y de esta mutua correspondencia,
se creó entre ambos toreros la más estrecha y perfecta amistad, en términos que
muy poco después de estas glorias de Cándido, contrajo matrimonio con la
hermana de su maestro.
Pocos años duraron los lazos de esta unión,
la hermana de Pedro Romero murió desgraciadamente después de una larga y penosa
enfermedad.
Siendo general la justa reputación que
Cándido disfrutaba, fue ajustado, para torear en la Plaza de la Corte, dónde a
su presentación supo adornar su frente con nuevos laureles, y de triunfo en
triunfo, alcanzó el de merecer los favores y deferencias de las personas más
notables y distinguidas de la época, y hasta el mismo Monarca, en más de una
ocasión, le demostró su benevolencia.
Esta posición eminentemente ventajosa, que
Cándido poseía, tenía su origen en la conducta que desde luego se había
trazado, a la cual acompañaba un trato afable y sencillo, y enteramente
simbolizado con su cualidad de honrado. Las relaciones que Cándido sostenía en
la Corte, estaban limitadas a seis u ocho personas, de bastante distinción por
sus nacimientos, los cuales le dispensaban sus amistades hasta con orgullo,
porque a todo se había hecho acreedor por sus acciones caballerosas y finos
modales.
De esta manera pasó el primer tercio de la
vida del torero que nos ocupa, quien, concluidos sus compromisos de contratos
en Madrid, regresó a Andalucía, donde poco después contrajo segundas nupcias,
de cuyo matrimonio tuvo varios hijos.
En
Andalucía estuvo toreando por espacio de varios años, con tan brillante éxito,
como de costumbre tenía, y era consiguiente a su habilidad y conocimiento.
Ya
por esta época, Cándido se resentía de un calambre en la pierna derecha que le
postraba hasta cierto punto; pero este inconveniente para la lidia lo suplía
con la gran inteligencia de este torero, que por ello se hizo matador muchas
estocadas, todas en regla y de acuerdo con el Arte. El dolor de su padecimiento
iba en aumento, y ya el torero aparecía defectuoso, en términos que a otro no
le habría sido posible continuar con su trabajo, pero Jerónimo José Cándido
desplegó los recursos y maestría de su mano izquierda, con cuyo auxilio, y
armado de la muleta trasteaba y preparaba a la muerte a los toros que con más
sentido buscaban su defensa entre las tablas.
De
este modo se manejaba Cándido en estos tiempos, y sólo por dos ocasiones
experimentó la falta que tenía de agilidad. La primera cayó al suelo delante
del toro en el momento de estoquearle, y sólo llevó un revolcón; en la segunda
recibió dos cornadas en igual suerte, las cuales le privaron de torear por
bastante tiempo.
No
le pareció bien a Cándido continuar en Andalucía, y dispuso su regreso a
Madrid, donde se vio torear con sentimiento, a causa de la penalidad con que
practicaba su oficio, por culpa a su enfermedad. En tal estado, no faltó
persona, de las muchas que se honraban con la amistad de este torero, que se
dedicase a aconsejarle su retirada del toreo y el completo abandono de una
profesión que podía proporcionarle la muerte en cualquier ocasión. No
desatendió este consejo, pero se presentaba una gran dificultad, y era, sus
únicos y exclusivos recursos para atender a la manutención de su numerosa
familia.
Sus
amigos prepararon vencer este inconveniente, y con la conformidad de Jerónimo,
dieron principio a diligenciar lo conveniente al fin que se propusieron.
Corría
por entonces el año de 1824, y los interesados en el bienestar de Cándido,
figuraron una solicitud dirigida al Monarca, en la que imploraba sus favores.
Fue presentada por una persona de no escasa influencia, y el resultado no dejó
de ser bastante satisfactorio, puesto que se le destinó de visitador o cabo
principal del resguardo montado de Sanlúcar de Barrameda.
En
agosto del citado año, recibió Cándido el nombramiento, que aceptó sin
repugnancia, y en esta fecha abandonó para siempre la profesión en que tantos
triunfos había adquirido.
Había
llegado al punto de su destino y encargado de las atribuciones concernientes al
mismo, notó que él no había nacido para ese oficio, pero obligado por las
necesidades, continuó desempeñándolo, disfrutando el general aprecio de todos,
hasta que se le ocupó de Real Orden en la segunda dirección de la Escuela
Taurina de Sevilla, de cuyo establecimiento era primer jefe el célebre y cuñado
Pedro Romero, según comentábamos con anterioridad.
Ordenada
la disolución de aquella Escuela Taurina, volvió Cándido a Sanlúcar de
Barrameda, continuando en su anterior destino, hasta la muerte del rey Fernando
VII, en cuya época fue cesado de su cargo, sin saber el motivo que produjo
dicha resolución.
De
los antecedentes que nos han sido posible examinar, hemos deducido que Cándido
no quedó cesante hasta esta última época, y que su ausencia de la Escuela
Taurina fue una comisión especial que se le confirió, sin duda en consideración
a su buen crédito; así es que, de una certificación de Don Domingo Torres,
director de Rentas Provinciales, librada el 9 de abril de 1835, se lee:
“Que, de
los documentos presentados por Don Jerónimo José Cándido, para la clasificación
del sueldo que le corresponde por sus años de servicio, aparecen de abono diez
años, dos meses y ocho días; por lo que le pertenecen dos mil quinientos
treinta y tres reales, once maravedíes anuales”.
Esto,
no obstante, quedó sin efecto a consecuencia de que posteriormente se dispuso
por punto general, que los cesantes no percibieran haber ninguno, mientras no
contasen más de doce años de servicio, y Cándido por ello quedó privado de este
recurso y enteramente pobre, sumido en la más angustiosa situación.
Jerónimo
José Cándido era hombre de muchos conocimientos y sabía aprovecharlos,
inteligente con la ganadería brava, precavía cuanto dejase conocer en las
reglas del Arte y recomendaba el excesivo cuidado sin tolerar distracciones a
cuantos con él trabajaban. Como matador de toros, era en general de muchas
estocadas y cortas, origen quizá de su escaso valor. Con el capote y muleta fue
siempre excelente, “galleaba” también con sobrada maestría, y comprendía el
“quite de la suerte de varas”, con la exactitud que ahora se concibe, colocado
siempre muy próximo al estribo izquierdo del picador, aguardaba al toro para
meter el capote cuando la necesidad lo exigía, y finalmente, Cándido, en
concepto de los aficionados, era todo un torero de habilidad y conciencia.
Atravesó
toda la escala gradual del ejercicio Taurómaco, y siempre fue digno de que le
mirasen los aficionados con cierta especialidad reservada sólo a los que saben
distinguirse. Como torero chulo, fueron sus propiedades tan aventajadas, que
jamás metió su capote en balde para hacer conducir al toro al sitio conveniente.
Como
banderillero se excedía a los deseos de todos, respecto a que era “muy fino y
muy largo”, y cuantas más dificultades ofrecía un toro, ya con relación a su
instinto, bien por las propiedades que le hubiera hecho adquirir durante los
periodos de la lidia, con tanta más facilidad se le veía a Jerónimo José
Cándido clavar siete u ocho pares de banderillas en un breve espacio de tiempo
y metiendo los brazos para esta operación de una manera admirable. De lo
expuesto, podemos deducir, Jerónimo José Cándido fue una notabilidad en el Arte
del Toreo, incomparablemente más aventajado que ninguno de los de su época.
Pasemos
ahora al hombre y dar cuenta al mismo tiempo de la última época de su vida, tan
triste como desgraciada. Jerónimo José fue hombre de unos sentimientos
inmejorables, nació, como antes dijimos, para ser muy rico y no para agenciarse
la subsistencia. Fue generoso hasta el extremo de que le podamos acusar de
dilapidador, no se aprovechó jamás de las cuantiosas sumas de dinero que supo
ganar en su profesión como torero, ni de las que le proporcionaron su último
destino.
Era
hombre poco considerado para su familia y perjudicial a veces, sin que nunca se
le reconociesen vicios capaces de desacreditarlo. Finalmente, no formó juicio
jamás sobre su porvenir, ni el de sus hijos, y por esta causa no les legó más
que los sufrimientos propios a una completa pobreza.
Mereció
en todas ocasiones el aprecio y consideración de cuantos le trataron, humano y
caritativo, también lo fue Cándido de una manera exagerada, y esta cualidad de
su natural carácter, no fue la menos poderosa para que en el último tercio de
su vida se viese colocado en tal difícil situación. Exento de recursos en
Andalucía, después lo dejaron cesante de la Escuela Taurina, determinó volver a
la Corte, quizá con el ánimo de que sus afectuosos amigos de otro tiempo le
favorecieran; más a su presentación, el número de estos era bastante reducido,
y economizaban sus generosidades. Pocos fueron los que no desmintieron el
aprecio que Cándido les merecía, pero estos no eran bastantes a cubrir por
entero sus necesidades, y en medio de las penalidades que se desprenden de este
género de vida, permaneció algunos años en Madrid, hasta que agobiado por la
desgracia y sus padecimientos, dejó de existir en esta Villa y Corte el día 1
de abril de 1839, a los sesenta años de edad, dejando en el mayor abandono a su
esposa e hijos, que lamentaban el descuido de su padre que jamás dio muestras
de recordar los deberes que semejante título le imponía, para dejarles una
regular fortuna, proporcionada al mucho dinero que durante su vida pudo ganar.
Además
de lo expuesto, se conservan también otros recuerdos de bastante importancia,
respecto al diestro Jerónimo José Cándido, que no queremos dejar en olvido.
Aludimos el sistema de vida que adoptó durante el tiempo que dependió del arte
de torear.
Su
principal faena en esta época consistía en la regularización de suertes, para
simbolizar estas con las propiedades del toro con quien se debían practicar;
asi es que jamás se le pudo acusar de que hubiese empleado recursos contrarios
al toro, ni hubo ganadero que pudiera lamentarse de que sus toros lucían más o
menos de lo que en realidad habían merecido. A cada toro le proporcionaba los
medios que más en consonancia estuviesen con su bravura, y por ello daba en
todo un agradable juego, que resultaba en beneficio general de los propietarios
del ganado y de los espectadores que concurrían a la fiesta.
Concluiremos
manifestando que en la fecha ya citada y en una casa modesta, situada en la
calle de Santa Brígida, con el número 25, exhaló su último aliento el torero.
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