CURRO GUILLEN
Cuando
teniendo apenas el tiempo que necesita el valiente para apreciar el riesgo, se
encuentra precisado en ciertos y determinados casos a encargar al arrojo el
oficio que compete a la prudencia, bien está el atrevimiento en el torero; pero
cuando se desatiende esta virtud porque equivocadamente se hace consistir el
pundonor en el desprecio al peligro, dejando al arbitrio de la casualidad el
mérito de aquellos hechos, y abandonando la vida al azar, el osado pasa a ser
temerario entonces, apenas tiene en su desgracia derecho alguno a la compasión.
Y por la observancia de este erróneo y mal entendido sistema, ¿qué se consigue?
Que el desastre infructuoso, lejos de acreditar a quien lo sufre, mortifica a
los que lo presencian.
Por
el desgraciado fin del matador de toros, cuyos apuntes nos ocupan, desearíamos
que los que en esta profesión les han sucedido, fueran o no prudentes en la
significante de la palabra, al menos precavidos, teniendo para ello muy en
cuenta, que esta última cualidad agraciada por la destreza, aventaja el crédito
de una manera extraordinaria, y evita además las contingencias de una
desgracia.
Nadie
desconoce que el esfuerzo físico del torero es importante cuando se vé
acometido por el toro, y que de ningún modo alcanza aquel a parar el golpe que
le descarga el enemigo, quién reúne fuerzas infinitamente más superiores y al
mismo tiempo hallase dotado de cierta intención natural, que se refina y
aumenta proporcionalmente al paso que experimenta el castigo. El aficionado a
esta clase de fiestas, por exigente que sea, comprende que la destreza y el
arte regularizado con el bien entendido valor, son los elementos que únicamente
puede eludir el ímpetu feroz del animal, el inteligente mide la entidad de la
suerte por el riesgo que el diestro supo evadir, y el espectador en general,
propuesto solo a divertirse, aplaude con inexplicable satisfacción la cautela
que proporciona los goces que fue a buscar a la Fiesta. Por estas razones hay
que hacer lo posible por entender al torero, que el público reconoce en el
torero que acertadamente se resguarda o precave del peligro innecesario, que
reservándose para mejor ocasión, fía a su criterio la apreciación del riesgo a
cuya superioridad no quiso sucumbir; y que mira con sobresalto al osado, o ya
al temerario que sofoca sus instintos de conservación, bien porque irritado con
la fiera la mira como a su enemigo personal, o ya porque más rígido consigo
mismo que lo son sus jueces, siente a su espalda un descrédito mayor que el
enemigo con que lucha. Este era el temple del acreditado torero que a continuación
vamos a biografiar.
Francisco
Guillén era valiente, entendido, y entusiasta de su reputación, gallardo y
querido de los demás; y sabiendo apreciar justamente sus favores, nunca les
mostró su cara descolorida, ni pudo permitirse que su figura apareciese en la
huida menos garbosa de lo que él la apreciaba en la espera. Así podemos decir,
sin temor a equivocarnos, que este aventajado torero, jamás dio muestras de
verse atacado por el más leve temor a un toro; completo lidiador, banderilleaba
sin haberlo aprendido, picaba sin ser caballista ni conocer por principios la
entidad de la suerte y finalmente mataba toros con la ayuda de su inimitable
mano izquierda, de una manera pasmosa, y todo esto, ¿a quién es debido? A su
extraordinario valor, a la apreciación que de sí mismo tenía.
Nació
Curro Guillén en el pueblo de Utrera, en la provincia de Sevilla, en el año
1788. Fueron sus padres, Francisco y María del Patrocinio Rodríguez, de los
cuales heredó Curro la afición al toreo, puesto que su padre fue segundo espada
en la plaza de Madrid y otras del Reino, y su madre hija de Juan Miguel
Rodríguez, matador de toros también, prima de Joaquín Rodríguez “Costillares” y
hermana de José María Cosme, afamado banderillero, afamado banderillero y
suplente de espada en distintas ocasiones.
A
los cinco años, Curro Guillén junto con sus padres cambian de domicilio a
Sevilla, y conforme crecía en edad, aumentaba su extraordinaria afición al
toreo. Las sillas de su casa le servían para practicar sus primeros pases de
ensayo, y a pesar de su corta edad, ya se le veía regularizar los pases de
muleta, con cierta propiedad, que denotaba lo que en adelante debía valer.
De
esta sencilla operación, pasó a complicar sus juegos destinando otra silla para
el toro, y rodeándose con los demás, los cuales representan para él el público
que le observaba. Aquí ya se colocaba en posición de favorecer a los picadores,
ya metiendo su capote con la oportunidad que le era necesaria, o bien capeando
y haciendo recortes y otras mil suertes de utilidad, según creía conducente a
la situación que en su fantástica imaginación se habría colocado el toro y el
supuesto picador. Seguía después la suerte de banderillas, y Curro Guillén las
clavaba sin interrupción, procurando hacerlo de la manera más difícil en su
concepto, terminando el primer periodo de la lidia con varios recortes que
figuraba con el ánimo de acortar de pies a la fiera y predisponerla a la
muerte. Resonaba en sus oídos el eco del clarín que ordenaba la muerte del
toro, y después de tomar la muleta y una espada de madera que al efecto poseía,
ejecutaba la operación de la manera más breve y airosa, no sin haberse antes
dirigido a brindar la muerte del bicho a uno de los ángulos de la sala, a las
personas que, a su juicio, le observaban. Por último, tomaba el supuesto
estoque del sitio que lo había clavado, y saludaba a la pared, como en
contestación a los aplausos que en sus oídos resonaban, concluyendo por
enderezar con el pie la espada que le había servido para sacrificar a la fiera.
De este modo hacía Curro Guillén sus ensayos diariamente como si alguna voz
secreta le anunciase las glorias que en la profesión de torero debía alcanzar
más adelante.
De
más edad hacía Curro Guillén que sus amigos supliesen a las sillas, y con ellos
organizaba ya una función completa, estableciendo picadores, banderilleros y
demás, reservando siempre la dirección o ganándolo con su puño si encontraba
oposición, para no menguar desde esta época el renombre que le estaba
destinado. Ya aquí se hacia la fiesta más variada, pues a cada paso se le veía
ejecutar una nueva suerte, cuya invención era propia, las cuales le valían
aplausos y consideraciones de los demás muchachos, que siempre le cedían el
puesto reservado a la inteligencia que cabe a semejante edad.
Ya
por entonces aparecía Curro Guillén como notable, si no para el público en
general, que todavía desconocía la existencia de este, al menos para quienes
observaban esta clase de juegos, que era a los únicos que se prestaba.
Graciosas son las tradiciones que tenemos de los entretenimientos tauromáquicos
del torero de quien tratamos, baste lo dicho para formar una idea de sus
antecedentes, que creemos bastantes, en atención a que sus hechos más
principales serán expuestos cual corresponda a su notorio crédito, que con
justicia adquirió, y que consignaremos para que pase a la posteridad; sirviendo
de utilidad a los que se dedican al difícil arte de torear.
Si
Curro Guillén se hubiera dedicado a otra profesión de las que queda un recuerdo
perpetuo por la perfección de una obra que supo el artista construir, se habría
indudablemente inmortalizado, según los recuerdos que dejó en su primera salida
al toreo, tanto en el concepto de lo satisfecho que el público quedó, como la
tierna edad que contaba. Quince años, no cumplidos, cuando Curro Guillén se
estrenó en la plaza de Gerena, matando dos toros con la propiedad de un
consumado torero. Pero este primer trabajo emprendido sin conocimiento de su
madre, no se crea que Curro lo solicitó demandando favor, ni del modo que parecía
consiguiente a su situación de aprendiz, no; se presentó cual otro que,
descansando sobre sus pasados triunfos, está satisfecho de sí propio, y no
permite que nade evalúe su trabajo. Así fue, que lejos de ello apareció con
cierta importancia ajena del que se encuentra en su caso, y no como quien
deseando ejercitarse deja por una decente cantidad con lo cual sorprendió a su
madre que al ver en sus faldas las primicias del toreo, lloró más y más tiernas
lágrimas, que las que había derramado por el hijo querido, cuyo paradero antes
desconocía.
Este
primer paso practicando en la forma que dejamos referido, sirvió de mucho para
su crédito, pues se le miraba, aún por los mismos toreros, con cierta
deferencia propia al que se lanza a un ejercicio, empezando con aceptación por
donde otros concluyen, sin dejar más idea que la de su cualidad.
También
contribuyó a la conducta atrevida de Curro, que tal nombre debe darse, a que
varias personas, de alguna importancia, se declarasen sus protectores y le
proporcionasen ocasión de aventajar su fama. Entre ellos citaremos al rico
hacendado Don Joaquín Clarabon, coronel del Regimiento de Barbastro, de
guarnición en Sevilla. Este caballero le preparó a Curro una corrida de toros
en susodicha capital, para la cual le regaló una magnífica espada adornada con
insinuantes moños y un capote de seda cuya circunstancia llamó la atención del
público que acudió con avidez a la fiesta preparada.
Los
pocos años de Guillén, su gentil presencia y el acierto de las estocadas que
dio aquella tarde, le granjearon tan numerosos y entusiastas aplausos, que su
reputación se elevó a una altura eminente; terminando este tributo al mérito
con la conducción del nuevo matador de toros, desde la plaza de toros a su
casa, en medio de inexplicables vítores, interrumpidos por el ruido de una
banda de música militar, que su protector le había dispuesto para hacer
memorable el día de su estreno en el toreo.
No
desconocía, Curro Guillén que estas muestras de aprecio eran un pesado
impuesto, más que a su gratitud, a su inteligencia. Comprendió también que
reclamaban de él un gran torero, y considerándose un bisoño afortunado, quiso
hacerse a sí mismo maestro, fundando en el matadero de Sevilla la escuela
práctica donde debía aleccionarse bajo propia diversión. En este
establecimiento permanecía Curro, adelantando en el arte cuanto era posible, a
quien como en él, simbolizaba la inclinación con las dotes físicas; ambos
elementos marchan de común acuerdo, y de este modo se familiarizó con el ganado
en unos términos que consiguió conocer todas las propiedades adherentes a las
reses. Toreaba todos los días dos o tres horas, y de esta ocupación, como de lo
mucho que se arrimaba a los toros, llevaba con frecuencia señaladas muestras de
girones en sus ropas.
Con
tales ejercicios, se iba desarrollando la musculatura de Guillén en unos
términos, que bien pronto adquirió una fuerza “hercúlea”, en la cual fiaba su
intrepidez, y perfeccionó las formas, que sabía lucir en sus naturales
movimientos y posturas de torero tan arrogantes como airosas. La justa
celebridad que Curro disfrutaba poco tiempo después que esto tuviera lugar,
produjo que fuese llamado a diferentes plazas de provincias, donde mató con el
arrojo e inteligencia que le era tan natural, fundado uno de los motivos de
crédito, en no huir jamás del toro. No solo desempeñaba Guillén el cargo de
matador, sino que también banderilleaba con una destreza extraordinaria, y
queriendo ser completo en su arte, picó por primera vez un toro en Cádiz.
Cuando
Curro llegó a la edad de 24 años, debutó en Lisboa y toreó en seis corridas, en
las que fue contratado. Le vieron los portugueses con inexplicable entusiasmo.
Cuando
Curro Guillén concluyó su compromiso en la capital del vecino país, regresó a
Sevilla, donde a su llegada supo la prohibición de las corridas de toros, cuya
disposición fue debida a la orden de Manuel Godoy. Se volvió a Lisboa, y allí
continuó con su oficio con idéntica aceptación de cómo lo había dejado en su
primera visita, y cada vez notaba que su método de torear, un nuevo motivo de
admiración, por parte del público, por su acostumbrada intrepidez y maestría.
Al
hablar de la primera visita del matador a Lisboa, depusimos algún dato, sin
menguar la verdad, la seriedad que nos hemos trazado en estos apuntes, no sin
justo motivo, pues sabedores de muchas escenas en las que Curro representó el
principal papel, habidas en la capital portuguesa, por parte de las mujeres, el
agasajo con que recibieron al torero en cuestión, cuando contenido en los
límites de la buena crianza, solo aspiraba a la estimación de las féminas; pero
cuando ya más galán miraba Curro el simple aprecio de los demás como algo
pasajero, y comprendían la gran timidez del torero.
Restablecida
la orden y permitidas las corridas de toros en España, volvió Curro Guillén, y
en la primera temporada en que se le vio torear, ejecutó en su profesión
prodigios de valor y destreza que se conservaron, por mucho tiempo en la
memoria de los aficionados.
Corrió
el tiempo y llegó la época de la Guerra de la Independencia, por la cual
contrataron a Curro en Madrid para unas cuantas corridas, y en una de ellas,
que se hizo memorable, picó cuatro toros en competencia con Luis Corchado.
Después
fue contratado en Cádiz, y en la misma temporada picó otra corrida de toros de
Cabrera, con igual intrepidez que si hubiera sido esto su fundamental
profesión.
Vuelto
a Sevilla, y siguiendo su antigua costumbre, mató un gran número de toros en
aquel matadero. Este motivo de diversión para este torero, le obligaba a hacer
más parada en aquella ciudad, y dio lugar al suceso que vamos a referir. Fue en
Ajeza, paraje inmediato a Sevilla, punto a que los naturales del lugar llaman el tablar, un toro de diez años, huido
de su ganadería, había adquirido la costumbre de dormir en el agua, saliendo al
amanecer por las campiñas vecinas, donde perseguía a toda persona que divisiva.
El vicio de aquel toro y la bravura que se le concedía, fueron objeto de
diferentes conversaciones en varios círculos, y más principalmente entre los
toreros. Un día se refirió entre Curro Guillén, que con otros de su oficio se
hallaba en la puerta del Matadero, y todos se creyeron capaces de sortear aquel
toro, no faltando quien se brindase a darle castigo para ahuyentarlo de
aquellos sitios. Curro guardó silencio y la conversación fue variada, sin que
se tocase más en algunos días. Pasados estos, y visto que nadie daba pruebas de
haber satisfecho el compromiso, se dirigió una noche al paradero del toro,
entró con su caballo en el agua, y no pudiendo conseguir que el toro se
moviese, salió a la orilla. Se rodeó la brida del caballo a la muñeca y se echó
a dormir.
Alerta
Curro al amanecer, vio salir al toro y dirigiéndose hacia él, se preparó para
sortearlo, y puesto en la suerte con su manta, lo empezó a torear. Media hora
tardó en cansar al toro, que furioso cada vez más, se esforzaba en engancharlo,
pero visto que no podía conseguirlo, después ya rendido, le fallaron las patas
y se echó en tierra con la lengua fuera, de cuya situación, se aprovechó Curro
para cortársela, lo cual consiguió mancornando al toro antes, para evitarle los
medios de defensa. Provisto del testigo de su triunfo, se retiró de aquel
sitio, marchándose seguidamente a su casa.
Uno
de los toreros comprometidos, se encaminó esa misma mañana a ver al toro desde
una prudente distancia y hallándolo, con gran sorpresa suya, en aquella
inofensiva postura, se acercó y le cortó el rabo, retirándose inmediatamente y
ansioso de ostentarla entre los demás toreros.
Se
hizo entre los toreros la demostración del nuevo trofeo, y Curro Guillén, con
calma, demandó los pormenores del lance, al supuesto héroe, aunque no tenía
corazón para ejecutar aquella obra, no le faltaba talento para pintarlo con tan
vivos colores, que la reunión se disponía a concederle hasta laureles.
Curro
le reconvino entonces por la falsedad y sacó para mayor prueba la lengua del
toro. Todos quedaron admirados de la explicación que le escucharon y miraron
con el asombro propio a grandes y difíciles hazañas, quedando confundido el
otro colega.
Descritas
estas particularidades concernientes al torero en general, trataremos ahora de
sus elementos particulares y del método especial que tanta y tan distinguida
reputación le hizo adquirir. Nacido Curro Guillén para el toreo, no desconocía
el partido que podía sacar de sus naturales dotes. Corpulento, ágil, forzudo y
de un valor a toda prueba, contaba con los medios para dar a su espada una
impulsión más que suficiente para quedar airoso en todas las suertes que al
toro se le colocase. Perito en el Arte, comprendía que una estocada bastaba
para dar muerte al toro, y que esa debería ser la primera, porque de este modo
se conciliaba la facilidad y el lucimiento, por lo mismo, animoso e
inteligente, aprovechaba el momento oportuno para despacharle de una estocada
mortal. Tan repetidas fueron las ocasiones en que a la primera estocada dejó
Curro tendido el toro a sus pies, que ya aquel tino parecía casi instintivo y
tenía cierto carácter providencial de imposible explicación. Innumerables y a cuál
más entusiastas eran los aplausos que por ello recibía.
Las
circunstancias particulares ocurridas después de esta época con el torero que
tratamos, nos mueve a referirlas, si no en su totalidad, al menos en
determinadas corridas, que se hicieron objeto de públicas de públicas
conversaciones por bastante tiempo, en razón a la bravura del ganado lidiado en
ellas.
Habiendo
vuelto Curro Guillén a Andalucía y siguiendo en su empeño favorito de asegurar
la muerte del toro a la primera estocada, le alcanzó un toro y sufrió una
cogida, de la que resultó gravemente herido en el muslo, y arrancándole una
oreja de un pisotón de la fiera.
Se
preparó otra corrida igual, respecto al ganado que la anterior, donde debiera
matar Curro Guillén; pero como su larga y penosa curación no le permitía
torear, llamó a Lorenzo Baden para que le sustituyera, este respondió que no se
determinaba, Curro al oír semejante contestación, saltó de la cama, pidió su
ropa, se presentó en la plaza, con la incomodidad de los vendajes y una gran
debilidad, mató de ocho estocadas los ocho toros de la tarde.
Otra
de las heridas que Curro recibió, fue a consecuencia de su natural propensión
de ser obsequioso con las damas, al quitarle una divisa a un toro en la plaza
de Zaragoza, la cual se la había pedido, por antojo, una guapa y linda
aragonesa.
Pasó
a Madrid después de estos acontecimientos y en esta plaza lució su
extraordinaria habilidad para descabellar los toros. Este ardid era un adorno a
su profesión, y en él no solo un recurso para concluir a los toros moribundos,
sino también una difícil suerte que ejecutaba, hasta en los primeros pases de
muleta, con una oportunidad y acierto admirables.
En
esta temporada, que fue la última que toreó en la Corte, se proporcionó varios
lances muy vistosos, que contribuyeron a aumentar su justa reputación, ya
general y casi europea.
Citaremos
también, ya que de sus condiciones como lidiador hablamos, la afición que más
dominaba a Curro Guillén. Esta se reducía a conocer más a los toros en sus
terrenos, y persuadirse de sus cualidades, toreando sin el auxilio de
burladeros y en parajes escabrosos, con lo cual gozaba infinitamente, si
atendemos a la frecuencia con que asistía a las dehesas destinadas a la cría de
ganado bravo.
En
Castilla concurrió en distintas ocasiones, refiriéndose algunos festejos de
cierta importancia, que no mencionamos, porque creemos, que, con lo expuesto,
ya nos hemos podido formar una idea exacta del toreo que hemos descrito de
Curro Guillén. Por ello concluiremos relatando el último periodo de su vida, de
la manera concisa que debe ejecutarse cuando se trata del fin de un hombre cual
hablamos, inspira simpatías e interés. Regresado Curro por última vez a
Andalucía, toreó algún tiempo en las distintas plazas de esta región, y últimamente
fue contratado para la plaza de Ronda en una corrida que debía tener lugar el
día 20 de mayo de 1820. Este fue el último día de su existencia. Se presentó a
la corrida lujosamente vestido, como tenía de costumbre y saltó al ruedo un
toro de Cabrera, cuya casta era la más recomendada por esta época, y hallábase
Curro Guillén descuidado atendiendo a lo que le decía desde un tendido. El toro
que se lidiaba se dirigió a él, y como le viera Juan León, banderillero
entonces de este célebre matador, le gritó: “¡Fuera
Sr. Curro, fuera!”.
Curro,
que jamás había cejado de su propósito de no huir, volvió la cara para sortear
al toro, que así pensaba atacarle; pero este había ganado mucho terreno, y no
dio lugar sin a defenderse con hábiles recortes, que Curro poseía como torero
consumado. Por algunos momentos estuvo dudosa su salida, que tal vez habría
sido feliz con otro toro de menos sentido que los de la citada casta; pero
cuando al torero le fallaron los recursos, el toro se le echó encima y
echándoselo a la cabeza, le dio tan tremenda cornada, que Curro Guillén quedó
muerto en el acto.
Se
ignora si este suceso causó en aquellos momentos a los espectadores
consternación por desastre o irritación por la temeridad, es lo cierto, que,
pasados los primeros impulsos de las pasiones, porque cada uno se encontraba
dominado por el pánico, todos sintieron una desgracia tan lamentable como
inoportuna y sin tiempo, cuyo sentimiento se conservó por mucho tiempo en los
que lo presenciaron.
Su
falta no pudo reemplazarse tan brevemente como se creía, pero algunos de su
cuadrilla y discípulos, de quien trataremos también, acreditaron muy pronto la
fuente donde recibieron las lecciones necesarias a tan difícil como expuesta
profesión.
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