PEDRO ROMERO
Para muchos entendidos en la tauromaquia, Pedro Romero fue un
visionario adelantado a su época, quien dijo y recomendaba, un siglo antes de
que naciera Juan Belmonte y Manolete, la quietud del torero ante el toro, en la
Escuela de Tauromaquia de Sevilla: “…el
que quiera ser torero, ha de pensar que, de cintura para abajo, se carece de
movimientos… El toreo no se hace con las piernas, sino con las manos”.
EL ARTE DE TOREAR
BIOGRAFIAS DE LOS PRIMEROS
TOREROS DE LA HISTORIA
Pedro
Romero nació en Ronda, el 19 de noviembre de 1754 y falleció, en su pueblo
natal el 10 de febrero de 1839. Descendiente de una dinastía muy conocida de
Ronda, su padre Juan Romero y su abuelo Francisco Romero (véase en sus
respectivas biografías ya mencionadas). También sus hermanos menores, José,
Gaspar y Antonio fueron matadores de toros.
Los
años de su infancia nada ofrece que merezca explicarse con particularidad, si
decimos que recibió una muy modesta enseñanza, como consiguiente a su cuna, y
que desde pequeño desarrolló unas fuerzas poderosas. Llegado a los 12 años, y
deseoso su padre de ocuparlo en cosa que le fuese útil y lo separase del juego
y entretenimiento propio de su edad, le aplicó al oficio de carpintero, lo cual
no disgustó a sus amigos de juegos, a los cuales vencía siempre, merced a sus
dotes físicas. A poco de ejercitarse Pedro Romero en las faenas propias del
oficio de carpintería, descubrió una destreza y agilidad tan extraordinaria en
sus movimientos, que unido a sus naturales fuerzas, hacía de él un joven con
poder y de quien podía sacarse un gran partido, de haberle dado una educación
gimnástica.
Entrado
que hubo Pedro en más edad, y al paso que cursaba su nunca interrumpida
carrera, se iba despertando en él una marcada inclinación al torero, con el
consiguiente disgusto de sus padres, por no querer ocuparse de otra cosa. Ni
los consejos más bien entendidos de una madre cariñosa; ni las más severas
amonestaciones de la misma, tuvieron suficiente poder para distraerlo de la
afición que al toreo tenía. Por entonces se anunciaba, en la población de Los
Barrios una novillada, y varios señores de Ronda comprometieron a Pedro Romero
para que fuese a matar dos, a cuya exigencia, él accedió, sin contar para ello
con otros conocimientos que las breves y superficiales explicaciones que en
varias ocasiones había oído referir a su padre.
En
efecto, provisto el bisoño torero de los útiles necesarios para ejecutar cuanto
era de su deber a causa del compromiso que había adquirido, asistió a la
función y mató ciertamente los dos toros, sufriendo una cogida en el segundo,
de la que resultó hecho pedazos el calzón de torear con que se adornaba, única
gala que, de momento, poseía.
Ciento
veinte reales le fueron entregados a Pedro Romero por vía de gratificación en
aquella especie de novillada, y esta fue la primera recompensa que recibió el
novillero que luego supo alcanzar tantos y tan señalados triunfos. Volvió a
Ronda el improvisado matador de toros, y su angustiada madre le hizo el
recibimiento que puede calcularse, olvidando la conducta de su hijo con el
placer de estrecharlo contra su pecho; no obstante, amonestó a Pedro con la
mayor severidad, y aun expresó su decisión en referirle a su padre, que se
encontraba en Madrid, todo lo que ocurría, incluso la aventura del revolcón
acontecido en la plaza de Los Barrios.
Pedro
Romero suplicó a su madre, que no lo hiciese, protestando solemnemente de que
no volvería a torear, y con esto tranquilizó en cierto modo a la autora de sus
días. Poco después de lo sucedido, le propusieron torear dos novilladas en
Algeciras, y olvidándose enteramente de sus anteriores protestas, se
comprometía a matar dos novillos cada tarde por la remuneración de diez pesos
cada una; lo que realizó con tan mala suerte, que fue cogido en ambos.
Posteriormente, aunque en la misma temporada, fue ajustado para torear dos
novillos en una corrida que hubo en Ronda, para lo cual fue invitado por
aquellos caballeros maestrantes, recibiendo diez pesos por esta función.
Por
la narración que llevamos hecha, podrán conocer los lectores que Pedro Romero
no cejaba en su propósito, y que nada le importaba ya que su padre se
cerciorase de su conducta, puesto que no se recataba de nadie. La madre lloraba
en tanto los peligro a que su hijo se exponía, pero al propio tiempo rogaba por
su vida al Todopoderoso, que es el único recurso de un padre cuando su
autoridad no es bastante a separar a un hijo de la senda tortuosa que por su
instinto se eligiera. Tal era la situación de la esposa de Juan Romero al
llegar al mes de noviembre del año que nos referimos, época en la cual concluía
éste la temporada de toros en Madrid, y regresaba a Ronda.
No
hubo llegado, cuando fue instruido y abroncado por el padre, ante la conducta
de Pedro. Éste recibió las broncas con notable tranquilidad y sin muestras de
desagrado, postergándolo al olvido en tres o cuatro días. Cumplidos los cuales
llamó Juan Romero a Pedro, y con esa gravedad que los padres de entonces
usaban, generalmente entre su familia, le dijo estas palabras que el mismo
Pedro Romero contaría después en varias ocasiones:
-¿Conque
quieres ser torero, Periquillo?
-
¡Vaya, hombre!
Pedro
fijó sus ojos en el suelo, y nada se le ocurrió contestar, quizá por temor a la
cólera de su padre. Juan, que adivinó cuanto por su hijo pasaba, se vio
precisado a decirle:
-Respóndeme,
chiquillo, ¿quieres ser torero?
-Sí
señor padre, dijo Pedro, eso no es ninguna deshonra, usted lo es, y yo quiero
seguir la misma profesión.
-Pues
mira, Periquillo, para ser torero se necesita ser muy bueno, o no serlo, conque
asi, mírate en ello; piénsalo esta noche y mañana me contestarás.
No
se volvió a hablar más palabra sobre el asunto la noche en cuestión, ni Juan
quiso dilatar la tertulia por más tiempo. Pidió de cenar, y después de rezar lo
que tenía de costumbre, se retiró a su lecho a esperar la salida del sol del
siguiente día. Todos los que pertenecían a la familia descansaron tranquilos,
excepto Pedro, que solo ansiaba la venida de la aurora, y cada momento que transcurría
era para él un pesado siglo que entorpeciera su carrera para privarle de un
vehemente deseo en expresar a su padre lo que por conclusión había resuelto. En
tan penosa intranquilidad existía Pedro, cuando las campanas de la parroquia,
que convocaban a misa primera a sus feligreses, le hizo conocer que el día se
acercaba y a este acto religioso su padre acudía diariamente; y cuando salió de
su habitación para este objeto, ya su hijo le aguardaba con impaciencia para
manifestarle el resultado de su meditación. Después de dar los buenos días y
besar la mano a su padre en testimonio del respeto que le profesaba, le dijo:
-Padre,
quiero ser torero, lo he pensado bien y estoy resuelto.
-Bien,
hombre, bien, ¿y cuantos toros has matado? Preguntó Juan a su hijo.
-Ocho
novillos, padre.
-¿Y
todos te han pegado? Interrogó Juan seguidamente.
-No
señor, algunos no han podido cogerme, pero en dándome usted algunas lecciones,
yo procuraré aprovecharlas para que no me enganchen.
-Pues
bien, dijo Juan, deja que esté el toro delante, y yo te diré lo que has de
hacer y de la manera que lo has de pinchar.
Esta
narración del padre infundió a Romero tan sin igual satisfacción, que ya se
consideraba con ella el más aventajado de los toreros e invulnerable ante el
toro. Su alegría se la comunicó a su madre y demás familia, y acompañando
después a su padre a la iglesia se conceptuó el mozo más afortunado de la
tierra.
Era
costumbre de Juan Romero, luego que concluía la temporada de la lidia en Madrid
y regresaba a Ronda, celebrar anualmente una función de toros gratuita, por su
parte, en acción de gracias por haber salido con bien aquel año, y el producto
de ello lo dedicaba a las ánimas benditas; tenía solicitado el permiso para su
ejecución, y como le fuere concedido, mandó anunciar en los carteles que su
hijo Pedro Romero le ayudaría a matar los seis toros que aquella tarde debían
de lidiarse. Esta noticia fue bien recibida de todos, y tanto los inteligentes
como los profanos, anunciada se presentó Juan Romero en la plaza acompañado de
su hijo Pedro, y una salva de aplausos resonaron por todos los ángulos de la
plaza. A tan espontánea manifestación siguieron los vítores de los más afectos,
y entre una y otra demostración de aprecio, ejecutaba Juan Romero con las reses
diferentes clases de suertes que aumentaban el entusiasmo de los espectadores.
Por último, Juan Romero se encargó de dar muerte al primer toro para aleccionar
a su hijo y que este adquiriese una concisa idea de lo que era forzoso
practicar.
Esta
fue la primera vez que el lidiador, de que hablamos, vio torear a su padre. Todos
los toros restantes de aquella tarde, se lidiaron a mano de Pedro Romero,
excepto el cuarto, que, por ser un toro de mucho sentido, se hizo cargo el padre de darle muerte.
Veinte
días después se le pidió a Juan Romero que torease gratuitamente en una
novillada, que debía hacerse en el mismo Ronda, en beneficio de la iglesia del
pueblo, que estaba en obras. Este no demostró ningún inconveniente, y, por el
contrario, dio a conocer sus buenos deseos y suma complacencia en contribuir
con lo que se le exigió; y teniendo lugar la corrida, Pedro Romero, con la
complacencia de su padre, dio muerte a los seis novillos que se lidiaron.
Un
lance desagradable pudo tener lugar en esta función en la lidia del cuarto
toro, emanado de la valentía de Pedro para con las reses; pero el entendido
Juan, libró a su hijo del peligro, haciendo un quite de bastante mérito, aunque
no tan feliz como debiera, pues el veterano torero sufrió una buena cogida. El
cura quiso pagar a Pedro Romero por aquel servicio, pero él rehusó y no quiso
admitir, y de este modo concluyó el año de estreno en la profesíon de torero
que Pedro Romero había abrazado.
Llegó
el año siguiente y Juan Romero fue contratado para torear tres corridas de
toros en la plaza de Jerez de la Frontera, a la cual llevó a Pedro como segundo
espada, y aquí fue donde éste vio por primera vez la suerte de varas. En la
misma temporada acompañó a su padre a las corridas que se celebraron en algunas
plazas de Extremadura y en la costa de Málaga, donde toreó como segundo espada
con su padre.
Cuando
estas cosas ocurrían, contaba Pedro Romero 17 años, y a tal edad le acompañaban
buenas formas, robustez, agilidad y una fuerza colosal, cuyas cualidades
reunidas hicieron concebir grandes esperanzas de este torero, que ciertamente
no fueron defraudadas, porque cada día se le notaban adelantos y progresos en
su profesión. Poco tardó Pedro Romero en conducir su fama de buen torero por
todos los ángulos de la península, recibiendo en todas las plazas los aplausos
a que se hacía acreedor por el brillante desempeño de su ejercicio; hasta que
tan merecida reputación le contrataron en Madrid.
En
la Corte adquirió bien pronto las simpatías de todos los aficionados, porque
veían en él a un torero consumado en cuanto al conocimiento de los toros, y que
poseía un valor a toda prueba para ejecutar la suerte que más reclamaba la
condición que exigía cada toro en su lidia.
Descritas
estas particularidades, pasemos ahora a designar cuales fueron sus suertes más
favoritas y en las que más se distinguió. Con relación a ellas diremos, sin
temor de equivocarnos, que Pedro Romero poseía todas las conocidas en la
muleta, con tanta perfección, que pocos le han aventajado; jamás huyó del toro
cuando con ella adornaba su mano izquierda, y siempre hizo que el toro
obedeciese a su impulso, como pudiera hacerlo al freno el más arrendado
caballo; por ello libró su vida más de una vez evadiéndose de los peligros en
que lo situaba su valor y confianza. Pero no era este, sin embargo, el motivo
de su celebridad, ni la razón porque debía adquirir la reputación que tan
justamente se le concede en el toreo; la más principal, lo de que por mucho
tiempo no hubo ejemplo, fue la de liar su muleta y recibir el toro a muerte.
Nadie le aventajó tanto en serenidad; ninguno le excedió en confianza; pocos
pararon tanto los pies. Para confirmar más y más las justas razones que nos
asisten al explicarnos de este modo, referiremos algunas de sus conferencias
pronunciadas por Pedro Romero en Sevilla, cuando se le nombró maestro de
aquella escuela de tauromaquia:
“El
matador de toros, debe presentarse al bicho, enteramente tranquilo, y en su
honor está no huirle nunca teniendo la espada y la muleta en las manos. Delante
del toro, no debe contar con sus pies, sino con las manos, y una vez el toro
derecho y arrancando, debe parar a aquellos y matar o morir”.
Tales
principios eran los que Pedro Romero recomendaba a sus discípulos, y por su
parte los observaba con tanta rigidez, que infinitas veces se le oyó
recomendarlo a los mismos cuando les enseñaba la suerte de matar toros
recibiendo, en cuyos momentos se explicaba de este modo:
-¡Parar
los pies, muchachos, y dejarse coger que es la manera de que los toros se
consientan y se descubran bien!.
Estas
palabras sumamente compendiosas, demostraban cuanto podía desearse, y mucho más
con la seguridad y confianza que eran vertidas por el maestro. Este fue su
sistema y sin disputa el que le produjo a Pedro Romero la celebridad de que
gozó, y la fama que corriendo pasará a la más remota posteridad.
Las
facultades físicas del torero que nos ocupa, fueron ciertamente un elemento muy
poderoso para su lucimiento, puesto que reuniendo las de tener una estatura
alta, agilidad y unas fuerzas considerables, contaba con las más indispensables
dotes para la lidia. Pero si el corazón y la inteligencia no le hubiesen
acompañado, ¿Habría conseguido tanta aceptación y justo renombre? Creemos que
no; su reputación fue general, nadie dejaba de confesar el mérito de Pedro
Romero, y esta circunstancia hizo que trabajase en todas las plazas de España,
recibiéndole el público con entusiastas aplausos. Aunque mencionadas las
proporciones artísticas de Pedro Romero, nos queda de mencionar de los grandes
conocimientos que tenía del toro, infinitas pruebas dieron de ello en distintas
ocasiones entre sus mismos compañeros, a quienes siempre eran útiles sus
advertencias, esperando un funesto resultado cuando las desatendían.
Para
probar esta verdad queremos recurrir a las cartas insertas en un libro, que con
el título de Fastos Tauromáquicos se
publicó en la Villa y Corte por los años 1845, las cuales dan una idea clara de
la maestría y conocimientos del gran Pedro Romero y dice así:
“En el mismo año que
mencionamos, y toreando Pedro Romero con el dicho José Delgado “Pepe-Hillo” en
la plaza de Sevilla, mató aquel toro que correspondía a este, y que Pepe-Hillo
no pudo concluirlo en razón a una cogida que tuvo, de la cual resultó quedar
imposibilitado por entonces, y Romero con su acostumbrada destreza lo remató de
dos estocadas, no sin encontrarse con bastante exposición, tanto en los
momentos en que empleó su capote para librar a Pepe-Hillo, como en el que se
ocupó de la misma operación: “el bicho tenía muchos pies y había adquirido
mucho sentido”.
“En las fiestas Reales
que se practicaron en Madrid a consecuencia de la jura del Rey Carlos IV,
dispusieron corridas de toros, como era, por consiguiente, y Pedro Romero
acudió a ellas como también Pepe-Hillo y el inteligente Joaquín Rodríguez
“Costillares”; presentáronse al señor Corregidor de la Corte, para que
cerciorado de la asistencia de estos dispusiera lo necesario y procedente.
Esta autoridad llamó una
mañana a los lidiadores de que hablamos y les dijo:
-Señores, paréceme
conveniente, que en virtud a la igualdad de crédito que disfrutáis como
matadores de toros, no haya categorías entre ustedes en las funciones que se
preparan, ni que se guarde el orden de rigurosa antigüedad, sino por el
contrario, que se encargue de la dirección de la plaza el que le toque en la
suerte.
Los tres lidiadores que
estaban en presencia del Corregidor, guardaron un profundo silencio, y la
autoridad en cuestión continuó en la operación del sorteo que había preparado,
el cual debía injustamente resolver, quien de los toreros aludidos era cabeza
en las fiestas que iban a tener lugar.
Difícil sería deducir,
después de tanto tiempo, las razones que al Corregidor asistieron para una
determinación tan contraria a la práctica hasta entonces usada. Respetémosla,
por lo tanto, sin que por ello dejemos de calificarlo de parcial, tal como se
deja conocer a la simple vista de todos.
Se verificó el sorteo, y
tocó a Pedro Romero el privilegio de ser en aquellas fiestas ser el primer
espada de los matadores. Así era lo probable, y aquí está demostrada la
parcialidad. Veamos ahora las causas que a todo influyeron.
No bien se hubo designado
a Pedro Romero jefe de la lidia, cuando el Corregidor tomó por segunda vez la
palabra y le dijo:
-Supuesto que ha tocado a
usted la suerte de representar a los demás lidiadores y de titularse jefe de
todos ellos en funciones, como primer espada en las mismas, deseo me exprese si
se obliga a matar los toros de Castilla.
-Me obligo a matar los
toros que pasten en el campo, fue la atrevida contestación de Pedro Romero.
-Bien, contestó el
Corregidor.
Pedro Romero hubo de
ignorar el motivo de la pregunta que le habían hecho, o más bien quiso dejarlo
de manifiesto, y dirigiéndose nuevamente a la autoridad, que con su lacónica
contestación no le había satisfecho al parecer, le preguntó:
- ¿Tendría Vuestra
Señoría la bondad de decirme el por qué se me hace esta observación?
El Corregidor, que, sin
duda, aguardaba tales o semejantes palabras, sacó un papel y contestó:
-Esa observación es hija
de que el famoso Costillares y el aventajado Pepe-Hillo, han solicitado por
medio de memorial, de que se prohibiesen los toros castellanos.
-Pues
yo mato todos los toros, sean de donde sean, -contestó
Pedro Romero definitivamente.
Aquí
cesó la conferencia habida, y por consecuencia la conformidad de Romero, se
lidiaron estas corridas de toros de Castilla, a las cuales dio muerte el torero
cuya biografía relatamos. No terminó, sin embargo, este incidente de una manera
agradable y satisfactoria. Un tal tío
Gallón, encargado de encerrar los toros, soltó a Pepe-Hillo uno de estos
toros, bien por equivocación, o maliciosamente; y llegando el último tercio de
su lidia, tocaron el último tercio, Pepe-Hillo se preparó para tal fin. El toro
habíase hecho de cuidado, y buscando
defensa se pegó a las tablas que constituían el rincón del Paso Real, (Plaza
Mayor de Madrid). Pepe-Hillo fue en su busca con la valentía que le era tan
natural, Pedro Romero le seguía, aunque a cierta distancia. Pepe-Hillo desplegó
su muleta para pasarlo de aquel sitio, y Pedro Romero, que conocía la
desventaja del torero por el terreno que ocupaba, le dijo:
-Compañero,
échese usted, fuera y saquemos de ahí ese bicho, mire que ese torillo es un
tunante.
Pepe-Hillo
volvió la cabeza, y por única contestación dirigió a Romero una mirada
despreciativa, en la cual iban recopilados todos los motivos de queja que de él
tenía a causa de los antecedentes habidos, Pedro Romero comprendió toda su
fuerza y se retiró agraviado. Pepe-Hillo deseaba colocarse en la suerte, pero
antes de conseguirlo, el toro se arrancó, y el resultado de ello fue lastimoso
y casi trágico, sufriendo una cogida de la que salió muy malherido. Pedro
Romero voló en socorro de su compañero, pero fue en balde, ya estaba hecho el
daño, y solo pudo serle útil para tomarle en brazos y conducirlo al palco de la
Excma. Señora Duquesa de Osuna, que era la protectora de Pepe-Hillo, y desde
allí a la enfermería, en cuya operación tardó un cuarto de hora. Cuando Pedro
Romero volvió a la plaza, el toro se hallaba en el mismo sitio en que causó tan
desgraciado acontecimiento, y los demás espadas indecisos en acercarse al toro;
luego que vieron a Romero tomaron aquello los estoques; pero éste, que conocía
la causa de tanta apatía, les dijo con voz aterradora:
-Quietos,
caballeros, quietos; después de tanto tiempo, ninguno ha tenido el valor de
irse al toro, y ahora que me han visto quieren todos hacerlo. Yo lo despacharé.
Armó,
Pedro Romero la muleta, y provisto de su formidable estoque se dirigió delante
de la fiera, y colocado a una distancia regular, una de las veces que citó al
toro, este se arrancó. Romero le dio un cambio en la cabeza, el toro se
revolvió y liando este famoso matador, aguardó la embestida; el bicho no se hizo
esperar y quedó muerto en el acto de un buen estoconazo, en todo lo alto de los rubios.
Esta
suerte valió a Pedro Romero muchos aplausos.
En
la plaza de las Angustias de Jerez de la Frontera, Pedro Romero le mató otro
toro a Pepe-Hillo, en razón a que este no pudo hacerlo por haber tenido una
cogida, de la cual le resultó una herida en la ingle, sin otras varias cosas que
ocurrieron de idéntica naturaleza.
Entre
los lances de que Pedro Romero fue autor, y en los que se justificó su
serenidad, valor y conocimientos, merecen figurar en primer término los que
expresan algunas cartas, tomadas de la obra que antes hemos citado, y que, con
referencia a una corrida de toros ejecutada en la plaza de Jerez de la
Frontera, dicen:
“Hoy ha estado felicísimo
Pedro Romero, y ha hecho lo que no harían otros matadores; ha muerto un toro
que se había hecho receloso y de sentido, cuando iban entrando en el ruedo las
mulillas para arrastrarlo, se le dieron las voces de Romero, ¡Huye, huye! Y en
efecto, volvió la cara y se encontró con un toro escapado que estaba entre
puertas para entorilarle, y viéndose perdido, si echaba a correr, determinó
recibirlo a muerte, y lo agarró tan bien, que acabó en el mismo instante que el
que tenía a su espalda, y las mulas sacaron los dos a la vez, valiéndose muchos
aplausos y obsequios”.
La
segunda carta, notable por su contenido, está fechada en Madrid, el 17 de julio
de 1789, y firmada por el picador de toros, Manuel Jiménez, y dice así:
“Esta tarde he podido
quedar en los cuernos de un toro, y debo mi vida a la inteligencia y oportuno
capote del maestro Pedro Romero, cada día más celebrado y admirado de sus
discípulos y aficionados. El tercer toro me ha puesto en un aprieto, animal de
mucha cabeza, de bastantes kilos y rematando el bulto, tan luego como le cité
me arrancó, y le puse una bara por cima del buquero, cuando sintió el hierro,
se creció, y recargando de nuevo, me tiró delante de la puerta del arrastre, se
levantó el caballo y me quedé tendido a la larga a cuerpo descubierto. Pedro
Romero se hallaba a una distancia regular con el capote en la mano, y el toro
puso la vista en mí sin embestirme y solamente se alegraba cada vez que miraba
al torero, a Pedro Romero, y luego a mí, y cuando este movía el capote, el toro
volvía a mirarle a él. Esta disposición del toro era fatal, y mi vida corría un
inminente riesgo, porque no partiendo a ninguno de los dos, y permaneciendo aplomado,
le daba lugar a dirigirse a cualquiera y tener una cogida, en esta confusión
oigo la voz del maestro Pedro Romero que me dice: “Tío Manuel, levántese usté,
sin cuidao”.
Yo quise hacerlo, pero como estaba tan pesado,
tardé en verificarlo, y enseguida tomé la barrera, Romero se fue retirando,
andando para atrás, hasta cierta distancia; el toro se mantuvo quieto en el
mismo sitio, y aquel no corrió, no fuese que la fiera se volviese, y en vez de
seguirle, se volviera hacía mí, en cuyo caso, no hubiera podido librarme,
porque todavía permanecía en el estribo de la barrera”.
Otra
carta la escribió un aficionado de Madrid a otro que residía en Cádiz, con
fecha 23 de mayo de 1785, y hablando del matador de toro que nos ocupamos, que,
por cierto, bastante entusiasta, que entre otras cosas decía:
“Entren todos y salga el
que pueda. Pedro Romero es el mejor torero del mundo, su muleta es de un mérito
especial y de lo que no hay ejemplo; los toros de esta mañana, a pesar de no
ser muy bravos, los ha lidiado con gracia y mucha maestría; pero le hemos visto
hacer un quite al picador Carmona, que solo estando presente puede apreciarse
cual corresponde. No obstante, como usted es inteligente, se lo expresaré con
algún esmero para que se persuada de lo que vale esta cuadrilla con semejante
jefe a la cabeza.
Es el caso, que se
lidiaba el quinto toro de la tarde, y el picador Carmona se hallaba preparado
para la suerte, debajo del balcón del señor Corregidor; el toro desafiaba al
bulto, escarbando, y Carmona le obligaba en su terreno, en cuya situación
permanecieron dos o tres minutos, hasta que por último el toro se arrancó; sin
perjuicio, pues el jinete se agarró bien con la puya, el bicho era muy duro y
empujaba en términos que le derribó al caballo, provocando la caída de Carmona,
de lo cual resultó que este quedase tendido debajo del caballo, aunque sin
lesión alguna. El toro era pegajoso y remataba bien, por lo que no cesó de dar
cornadas al caballo, levantándole estando enganchado a él. En estos momentos,
Pedro Romero, metió el capote y despegó a los dos animales, saliendo el caballo
a la carrera y quedando el toro aplomado. Carmona, que solo se había cuidado de
incorporarse para tomar la barrera, no atendió a la situación que la res
ocupaba; pero ya de pie, notó con sorpresa que su posición muy expuesta, y que
se hallaba colocado entre el toro y el capote de Pedro Romero; a éste, que le
constaba la índole del bicho, y por consecuencia el riesgo infalible del
picador, se le ocurrió en este momento el único medio de evitar la catástrofe
que debía terminar aquella escena, y con una velocidad inexplicable, se pasó el
capote a la mano izquierda, y dando con la derecha un fuerte empujón a Carmona,
cayó este de boca al suelo, y el toro en su arranque, no se encontró otra cosa
que el capote de Pedro Romero, que llamó al lado opuesto de donde el picador
estaba. Este quite tan hábilmente practicado, y con la oportunidad y ligereza
que exigía tan peligroso lance, no pudo menos que entusiasmar a los
espectadores, que hasta entonces habían padecido una terrible curiosidad
durante toda la escena que llevo relatada. Tan pronto como el picador se
levantó, se dirigió a Pedro Romero y le dio un abrazo, como prueba del
distinguido servicio que le acababa de hacer librándole de la muerte”.
Otra
de las anécdotas de Pedro Romero tuvo lugar en el madrileño pueblo de
Torrelodones y se cuenta así:
“Salió un toro
salmantino, tan ligero de pies y ágil de movimientos, que saltó la barrera y
llegó al tendido, hiriendo a varios espectadores y matando al alcalde de
Torrelodones, que presenciaba la corrida. Se produjo tal confusión ante aquel
inesperado acontecimiento, que descuidaron el cierre de una puerta que daba a
la calle y el toro, salió de la plaza, y en lugar de dirigirse al campo, que
sería la querencia natural, se internó en la población. Pedro Romero, que nunca
perdía la serenidad, cogió la muleta y la espada, subió a la grupa del caballo,
con el picador Antonio Galiano, que estaba en el ruedo, le mandó que galopara
en seguimiento del toro. Así lo hizo, y lo alcanzaron a la entrada del Paseo
del Prado, que estaba muy concurrido de gente. Pedro Romero, desmontó del
caballo, y en medio de la calle, sin sitio para guarecerse, ni peones que le
ayudaran, le dio una brillante brega de muleta y lo mató, recibiendo, de una
magnífica estocada. Así salvó Pedro Romero a Madrid de una gran tragedia ese
día”.
Muchos
hechos de igual naturaleza a los expresados, brillan en la vida de este célebre
lidiador, consignados todos en documentos, porque su condición espontánea,
merecen entera fe y crédito, siendo además notorio que el capote de Pedro
Romero salvó la vida a numerosos toreros de renombrada reputación; por lo que
siempre mereció el título de maestro, que todos le concedían. Así se tuvo
presente, cuando en virtud de la Real Orden expedida el 28 de mayo de 1850, se
creó en Sevilla la Escuela de Tauromaquia, de la que Pedro Romero fue nombrado
primer director.
Mencionadas
ya todas las propiedades artísticas de este célebre torero, pasaremos a relatar
las concernientes al hombre, en las que este buen torero no era menos
aventajado. De un trato dulce y afable, reunía un corazón humano, su
comportamiento, caballeroso siempre, le hizo apreciable hasta en los más
elevados círculos sociales, sus maneras eran juiciosas y de tan buen género,
como circunspecto en su trato, su principal cuidado era aparecer bien ante sus
numerosos amigos, y no dar importancia al mérito en que se hallaba dotado. En
la plaza era sumamente cuidadoso para evitar desgracias, defensor de sus
compañeros, y el primero en manifestar su parecer cuando en el ruedo se
encontraba con algún toro de “cuidado”.
Concluiremos
manifestando que los toreros contemporáneos a Pedro Romero, le concedieron
unánimes un extraordinario conocimiento de los toros, y en su mayor parte, si
no todos, rindieron tributos a su inteligencia, según así lo hemos demostrado.
Últimamente diremos, que ajustada una minuciosa cuenta de los toros que mató
Pedro Romero en las distintas plazas públicas donde toreó desde los años de
1771, en que empezó a figurar como espada, hasta 1799, según nuestra
indagaciones, mató a más de 5600 toros, número bastante excesivo y más que
suficiente para probar de lo que era
capaz y de que se le pudiera juzgar con toda exactitud sin temor de aventurar
un juicio equivocado, como pudiera decirse de quienes han limitado su carrera
artística a un reducido periodo de tiempo.
1800
fue el año en que Pedro Romero cesó en la lidia de toros, y se dedicó
exclusivamente al cuidado de las ganancias e intereses que había sabido
adquirir, exceptuando el tiempo que dirigió la Escuela de Tauromaquia de
Sevilla. Y cuando esta escuela quedó disuelta, Pedro Romero se volvió a Ronda,
su pueblo, donde permaneció por algún tiempo, al cabo del cual lo trajo a
Madrid un asunto propio, que resolvió brevemente, más como quiera que los
aficionados a los toros de la Corte, los más jóvenes, no conocían a este
célebre torero, sino por la fama que había disfrutado en su pasada época, y por
lo que tradicionalmente adquirieron de pocos hombres antiguos que se titulaban
testigos principales de las proezas de Pedro Romero, hubieron de comprometerlo
con tan especial habilidad, que el famoso y jubilado torero accedió a torear en
una sola corrida, a la que asistieron con avidez cuantos a este género de
diversión tenían apego. Inútil sería explicar el recibimiento que el galante
público de Madrid preparó al antiguo matador.
Llegado
el día de la corrida, todos despacharon sus negocios para no desaprovechar la
hora del comienzo de la corrida. El empleado meditaba una disculpa legal para
justificarse de la falta al punto de su destino. El comerciante paralizaba la
acción de sus especulaciones. Y todos con el mismo afán se sacrificaban con la
mayor satisfacción, para asistir a una función que sólo tenía de
extraordinaria, la salida al ruedo de Pedro Romero. Avanzó el día y con él
aumentó el entusiasmo de la gente, pero una vez en la plaza, y dada la señal de
trompetas y timbales, todos aguardaban la salida de Pedro Romero, para
admirarlo, cual héroe que vuelve victorioso de mil conquistas.
Se
presentó Pedro Romero entre una continua agitación de palmas y vítores, en un
incesante movimiento de los concurrentes al festejo. El acreditado matador de
toros contestaba afectado a tan elocuente muestra de aprecio, y estamos seguros
de que en aquellos momentos habría querido tener la aptitud que, en otras
ocasiones, para emplear todos los recursos de agilidad y arte, con el fin de
complacer a quienes tanta deferencia le tributaban y tanto aprecio les debía.
No
pudo a pesar de todo, sino cubrir en cierto modo el lugar que ocupaba. Dio
muerte a los toros que le correspondieron, y aunque sin elementos ya, a una
edad avanzada, se le vio practicar esta operación bajo los mismos principios
que tanto recomendaba. Después del descanso consiguiente a tan pesado trabajo,
emprendió su regreso a la ciudad que le vio nacer, y rodeado de su familia
permaneció algún tiempo, hasta que el 10 de febrero de 1839, cerró los ojos a
la luz del mundo, en medio del más general sentimiento de sus discípulos y
amigos.