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Wednesday, May 30, 2018


JUAN JIMÉNEZ “EL MORENILLO”


En el año 1794, nació en Sevilla el torero de que vamos a ocuparnos en la presente biografía taurina. Fue bautizado en la parroquia de San Pedro de la capital sevillana, y en el mismo barrio creció hasta la edad de seis años. Poco prometen los de la infancia de Juan Jiménez para que nos detengamos en hacer un relato de esta primera época. Aplicado en la escuela primaria, empezó con el aprendizaje de párvulos con bastante rapidez, bien por su natural viveza, ya por razón del método que el encargado de su educación tenía adoptado, es lo cierto, que apenas contaba Juan Jiménez seis años de edad, cuando se encontraba escribiendo, y en disposición bastante adelantada. Un incidente de todo punto desgraciado, vino a paralizar la enseñanza de Juan, pues en breve tiempo perdió a sus padres, quedando huérfano por consiguiente y sin el único recurso que en el mundo poseía. Triste es, por cierto, una situación de semejante naturaleza, y más lo habría sido en aquellos momentos para el niño que era, y de quien tratamos, si una tía, cediendo a los impulsos de compasión que su sobrino le inspiraba, no se hubiera hecho cargo del cuidado de tan desafortunado niño, pero esta no había meditado quizá el grave peso que sobre sus hombros se echaba, y bien pronto se resintió de él, notando los gastos excesivos para su posición que la educación de Juan le ocasionaba. En consideración a ello, dispuso que este fuese separado de la escuela, dejándole con los escasísimos conocimientos hasta entonces adquiridos, tan importantes en su esencia, como todos sabemos que constituyen la más principal de las necesidades del hombre. Tampoco había limitado esta señora sus proyectos a la resolución que hemos dicho, eran más vastos, quería, además, con el ánimo de que su sobrino le fuera menos gravoso, que se aplicase a un oficio de fácil ejecución y breve aprendizaje, para que cuanto antes se agenciase en él la necesaria subsistencia. Fue elegido zapatero, y seguidamente se le impuso a Juan Jiménez de la medida últimamente tomada por su madre adoptiva, el cual la escuchó con la impasibilidad propia del que no piensa obedecer. No obstante, se le buscó maestro, se le hizo concurrir a su presencia, asistió Juan algunos días a la tienda, pero no se dedicó a aprender lo que ciertamente era ajeno de sus instintos. Semejante conducta, unida a una desaplicación especial, llamó la atención especial, llamó la atención de la tía, que no economizaba medios de castigo para obligarle más y más a sus proyectos. Esta circunstancia dio margen a que Jiménez eludiese la vista de su tía, y para conseguirlo sin la contingencia de poder ser hallado por aquella, encaminándose a la puerta de la Carne, donde pasaba los días escuchando lances y suertes del toreo, que los dedicados a esta profesión referían.
Impulsado Juan Jiménez por la curiosidad que estas conversaciones le infundieron, se acercó al Matadero, conocido por todos los taurinos, y como en él se adiestrasen algunos toreros ejecutando suertes con los toros y vacas, que al mismo eran conducidas para su sacrificio; Juan se decidió a practicarlo también, seducido quizá por la influencia que esta ocupación ejerce sobre la generalidad de los niños y jóvenes. Su tía en tanto, le buscaba con afán, no solo por indagar su paradero, sino con el ánimo de precisarlo a seguir en el oficio de los zapatos, lo cual no pudo la señora conseguir, porque Juan Jiménez se separó de ella para siempre, mudando de domicilio al barrio sevillano de San Bernardo. Nada más natural en un niño que había perdido el cariño de sus padres, que tomara grandes decisiones cuando una mano tirana le oprime, obligándole a tomar una senda contraria a sus instintos y afecciones. En esta ocasión quedó probada tal verdad, pues no habiendo cálculo para meditar sobre el porvenir, se arrojó a lo primero que se presentó a su imaginación.
Su idea dominante era huir de quien sin justicia le prodigaba castigos, y a este impulso obedeció sin consideración a ninguna otra razón de utilidad ni conveniencia.
Se despertó en Juan tan decidida afición por el mundo del toreo, que no procuraba otra cosa que la salida de un becerro pequeño para ocuparse en torearlo de la manera más apropiada a su temprana edad. Poco tiempo pasó sin que el atrevimiento lo condujese a torear todo el ganado que entraba en aquel Matadero sevillano, pues su osadía caminaba de acuerdo con la habilidad que adquiría en la constante práctica. Tal vez los pocos años y su contextura, naturalmente endeble y delicada, produjo en los demás toreros parasen la vista en quien con tan escasos elementos se aventuraba a lo que el aprendiz de torero, y por esta razón era objeto de aprecio, sin que por ello nadie le pidiese explicación sobre su situación ni se declarase su favorecedor.
En la ocupación que hemos descrito y guiado por sus propios instintos, permaneció Juan Jiménez el dilatado tiempo de cuatro años, al cabo de los cuales contaba este los doce años de edad y ya la fortuna saciada hasta cierto punto de serle contraria, quiso mostrarse propicia, con la amistad de Curro Guillén, que hechizado de verle tan joven, y toreando con cierta perfección, le propuso llevárselo a Portugal, a cuyo punto se dirigía este célebre torero para cumplir contratos de varias corridas de toros. Juan Jiménez acudió gustoso, y Curro Guillén le presentó en aquella capital sin ajuste ninguno y sólo con el ánimo de que se soltase completamente en la lidia. No fue muy económico en practicar distintas suertes a toros que se lidiaban con la aprobación de Curro que le dirigió en ellas, por lo cual dio motivo a que el público le cobrase un decidido afecto, hijo del asombro que experimentaba a la vista de la ejecución del niño en las complicadas y difíciles suertes que practicaba a cada paso. Con este motivo por parte del asentista de la plaza, para que Juan Jiménez matase un becerro, y Curro Guillén accedió (midiendo las facultades de Juan), con tal que el becerro fuese de dos años.
Se anunció la salida del improvisado matador, y provisto de una muleta a propósito para su talla y del más ligero verduguillo de Guillén, mató tres becerros en tres tardes diferentes, según lo había ofrecido, recibiendo en todas ellas infinitas muestras de aprobación por parte del público, que lo admiraba, y la retribución de media onza cada tarde que el empresario cedió a su favor, siendo este el primer dinero del toreo que Juan Jiménez percibía. Dos años consecutivos asistió a las corridas que se ejecutaron en la capital del vecino país, y siempre dejó muy buenos recuerdos, merced a la protección que le dispensaba el maestro Curro Guillén.
Concluido el tiempo expresado, volvió a España, y su primer ajuste formal o sea por cantidad convenida, fue el que realizó en el pueblo de Trigueros, en el cual se comprometió a torear las distintas corridas que debían tener lugar, matando además un toro en cada una de ellas, para cuya operación se le unió con igual obligación, un hombre de bastante edad, llamado Manuel Correa, el que no sólo dejó de ayudar a Juan en el toreo que se preparaba, sino que a pesar de haber tenido precisión de matar los toros que a Correa correspondían, hubo de compartir con él la mitad de lo ganado en las corridas, sin que este lo hubiese merecido.
Por esta época, en el año 1814, estuvo Juan Jiménez ocupado en torear por varios pueblos de Andalucía, matando un toro en el Castillo de la Guardia, a pocos kilómetros de Sevilla, tres toros en la villa del Arahal, y otros festejos en varios puntos.
Llegó el año 1815, y ya el torero ansiaba una ocasión de manifestar sus adelantos en la lidia, que en esta época se le presentó, verificando su salida en la plaza de Sevilla, ajustándose de media espada; siendo primera el aventajado Jerónimo José Cándido, y segunda espada José García “el Platero”, también matador de algún crédito.


Existía en Sevilla por este tiempo, la antigua costumbre de lidiar un toro en los encierros, el cual sufría la muerte después por el medio espada, y Juan Jiménez, que con tal carácter se había contratado, fue el encargado de esta operación por el tiempo de tres corridas que abrazaba dicho ajuste, lo cual practicó a satisfacción de cuantos a este festejo concurrieron. Aquí creció en cierto modo la reputación del torero, y con la ayuda de esta circunstancia determinó torear en Madrid, para demostrar en la capital de España su valía.
Provisto de una eficaz recomendación de Juan Núñez “Sentimientos”, se trasladó a la Corte, donde llegó por la época del carnaval, en que se celebraban novilladas con dos toros, que “Sentimientos” mataba; más en un periódico llamado El Diario de Madrid, apareció un anuncio, el martes 7 de febrero de 1815, que decía:
“Por indisposición que padece Juan Núñez “Sentimientos”, no puede matar los dos toros de la fiesta de hoy, y lo verificará en su lugar Juan Jiménez, natural de Sevilla, nuevo en esta plaza. Lo que se noticia al público para su inteligencia”.
En esta tarde se lidiaban un toro de la vacada de Don Antonio Calleja, vecino de Fuente Sauce, y el otro de Don Ventura Peña, de Madrid. Con este ganado se estrenó Juan Jiménez en la plaza de esta Corte, y no fue, por cierto, en dicha fiesta menos afortunado que lo había sido en Portugal. Acreditado ya con tan buenos antecedentes, fue ajustado al siguiente año en la misma plaza de Madrid, en clase de media espada y banderillero de Juan Núñez, segundo espada aquella temporada, y primera el célebre Curro Guillén.
Llegó la segunda temporada de este mismo año, y Juan Jiménez marchó a Valladolid en unión de Francisco Guillén, con el fin de ayudarle, y matar el toro que tan famoso torero le designase, mediante a que este se encontraba herido en un brazo, de resultas de una cogida en Salamanca. Juan Jiménez cumplió como siempre.
En el año 1817 fue contratado a torear Curro Guillén en las plazas de Valencia y Zaragoza, y como quiera que recordase este lo satisfecho que Juan Jiménez había dejado al público ante quien había toreado el año anterior, no vació en ajustarlo de banderillero y medio espada, no obstante acompañarle en el mismo concepto el torero Juan León, de quien Curro Guillén era decidido protector. Juan Jiménez, cumplió y mereció aplausos y vítores y repetidas muestras de la aceptación con que el público le distinguía.
Pasada esta época a que aludimos en el párrafo anterior, continuó este torero en el ejercicio de su profesión, progresando con una rapidez extraordinaria, hasta que, en el año siguiente de 1818, le condujo su buen hacer en el arte de torear, a que fuese contratado en compañía del matador de toros Francisco Hernández, conocido por “El Bolero”, para matar un toro por la mañana y dos por la tarde en la plaza de Pamplona. En esta ciudad dejó muy buenos recuerdos, pues sus facultades por entonces simbolizaban con el valor, y de estas cualidades no podía menos de resultar una ventaja inmensa para quien las poseyese. En este caso se hallaba el torero Juan Jiménez, que, en 1819, época en la cual había adquirido cierta posición con su torería, y por no descender de ella, se veía precisado a desechar algunos ajustes que en razón a su buen toreo se le proporcionaban, tanto porque estos no correspondían a su condición y al carácter que representaba, cuanto porque la retribución del trabajo para que era buscado también aparecía en inferior escala a la que Juan Jiménez ocupaba. En consideración a todo ello, se concretó por algún tiempo a torear en ciudades subalternas, y en alguna que otra función extraordinaria, de las que tenían lugar en la plaza de la Corte.
Aquí adquirió su completa reputación, si asi podemos llamar al interés que generalmente inspiraba a los aficionados. Fiel ejecutor de las suertes que los toros reclamaban, las ponía en práctica con una serenidad y maestría admirables, sin que ninguna exposición delante del toro, por grave que fuera, bastase a contenerle en los peligros propios de la suerte. Con semejante método, se creó un partido de seguidores, que no solo le servía para sostenerle a una altura privilegiada, sino que hacían correr su fama por todas partes, generalizando y dando una idea más o menos exagerada, según lo reclamaban sus cualidades artísticas y las simpatías que a cada uno inspiraba.
Este es el resultado que producen las voces que dicta la pasión, cuando se trata de un hombre que depende del criterio del público; y aunque Juan Jiménez no se encontraba en el caso de los que han sido favorecidos por la opinión que les haya tributado un puñado de amigos o adictos, no obstante, se vio obligado a poner de su parte cuanto cabía en el círculo de la posibilidad para no desmerecer ni desmentir lo que de él se esperaba.
Incidentes más o menos desunidos de fundamento organizaron por esta época dos partidos entre los aficionados al toreo, los unos se declararon por el torero que tratamos, y los otros daban la preferencia a un matador de que también hablaremos, no menos digno por cierto de figurar en esta publicación, por su especial mérito.
Obstáculos de alguna consideración se presentaban a cada paso para aventurar la opinión de cuál de los dos matadores de toros era el más perfecto y consumado torero, ambos poseían condiciones sumamente dignas de aprecio, y los dos rivalizaban con una igualdad poco común, a lo que contribuía eficazmente la identidad de escuela que poseían. En semejante lucha existían los acérrimos partidarios de uno y otro torero, y al presentarse el año de 1820, en el cual ya Juan Jiménez figuraba como primera espada en muchas plazas de primer orden, contándose entre estas la de Zaragoza, para la que estaba contratado el célebre Curro Guillén por entonces, y por razón del desgraciado acontecimiento de su muerte, recayó la elección en Juan Jiménez, quien se trasladó a la capital maña, lidió las corridas que estaban previstas en la misma, llevando a Jerónimo José Cándido de compañero, como retribución de los muchos favores que de este gran torero tenía que agradecer.
No defraudó, Juan Jiménez a sus seguidores, cuajando faenas y derrochando valor, por lo cual se encontraba pleno de facultades, demostrando los recursos con que se adornaba en distintas ocasiones, con que la cualidad de ciertos toros lo precisaban.
Distintos ajustes se le presentaron este año y en todos correspondió satisfactoriamente. Al siguiente se le buscaba con afán, y avenidos en el contrato, toreó en la plaza de la Corte con inexplicable éxito entre la afición. En varios años posteriores fue también contratado Juan Jiménez, sin perjuicio de lo cual, toreó en distintas plazas de provincias y también en Sevilla, sufriendo un percance y lastimado en esta corrida, en la cual alternaba con el referido José Cándido, y ya restablecido totalmente de su cogida toreó en las tres siguientes corridas, con una acogida clamorosa del público, y terminada la temporada de toros regresó a Madrid nuevamente, donde desde luego fijó su residencia.
Después de estos sucesos y al aproximarse otra temporada taurina, fue buscado por distintas empresas, y como prefirió la Plaza de la Villa y Corte de Madrid, por convenirle a su forma de torear y de agradar al público, viéndosele torear esa temporada como tenía costumbre y sin desmerecer de la justa reputación que se le otorgaba. Algunos años después también siguió toreando en la misma plaza, alternando otros contratos por provincias, toreando en todas las plazas habilitadas para el toreo, recorriendo toda España, en diferentes épocas y repetidas ocasiones.
Bosquejada la historia de su vida taurina, ahora nos ocuparemos de las particularidades de su biografía. Durante sus primeros años se hallaba dotado de una agilidad extraordinaria, que le preservó en más de una ocasión de que los toros le hirieran; comprensivo en cuanto cabe, producto quizá de su desmedida afición por el toreo, le bastaba una advertencia para no olvidarla jamás y utilizarla siempre que las circunstancias lo exigían. Aplicado desde su más tierna edad al toreo de capa, por razón de sus facultades entonces eran nulas para otro extremo, lo aprendió con notable perfección y supo sacas después de aquella habilidad un distinguido provecho, haciéndose, en fin, notable por la defensa de su capote, en la que cada día adquiría más y más seguridad ante el toro.
Pasemos ahora a la clase que a esta sigue en categoría, conocida por la de banderillero. Lo fue Juan Jiménez más fino que largo, pero con la ventaja de hacer la suerte de ambas manos o sea de los dos lados, nunca se quedó rezagado de sus compañeros, y por el contrario, prefiriendo siempre las suertes difíciles a las de menos exposición, fue muchas veces aplaudido por los buenos y entendidos aficionados. Su capote no hizo jamás un feo al toro, y siempre dispuesto a la voz del matador que le ocupaba, no se hacía esperar, ni menos entorpecía las suertes, en una palabra, no estorbó jamás en el ruedo.
Como matador de toros fue corta la época de su apogeo, o bien en la que demostró que ninguno le excedía; pero aquella pasó como una tempestad borrascosa, que deja siempre señales de destrucción. Así ocurrió con Juan Jiménez. Las desgracias que sucedieron a este torero en breve espacio de tiempo, hubieran inutilizado a otro cualquier torero de menos recursos; pero este contratiempo hubo al fin de producir sus efectos naturales y se le veía luchar con su incapacidad, y si permaneció en candelero, fue solo debido a la bondad de sus cualidades como torero y a su valor.
Mejorado últimamente, volvió a hacerse notable; y guardando la alternativa que exigían sus padecimientos, pasó considerado del público y aun con cierta deferencia, que después de entrado ya en edad, supo conservar.
En la primera década, que también podremos dividir en dos partes, suprimiremos los extremos de que ya hemos hablado, y lo cual llamaremos ensayo; pero respecto a la segunda parte de aquel tiempo, nos detendremos en clasificar lo especial y notable que a Juan Jiménez pertenece. Su muleta llegó a perfeccionarse de una manera admirable, y no le faltaba más que práctica para llamarse un aventajado torero y general como pocos.
Después que se colocó por su trabajo en el término que antes decimos, adquirió cierto aplomo, inteligencia y arte, que con dificultad podrán hallarse reunidas tantas circunstancias y de tal valía y recomendación. La vida artística de Juan Jiménez ha sido bien conocida del público y este podrá juzgar la imparcialidad que nos guía en nuestro relato.
Tampoco dejó de hacer alguna invención de reconocido interés, que no queremos pasar por alto. Se le debe la suerte de bastante utilidad, que cuando no generalizada, ni puesta en práctica, demuestra, sin embargo, que puede ejecutarse con notable aprovechamiento. Hablaremos de ella detenidamente y en los términos que su entidad reclama.
Se conoció en España hace muchos años, un ilustre caballero excesivamente aficionado a la Fiesta de los Toros y afecto por consecuencia a los que a este oficio se dedicaban, el cual hubo de adquirir conocimientos prácticos de bastante importancia, que unidos a los teóricos que se había proporcionado con las muchas ocasiones en que pudo discurrir sobre difíciles suertes que a toreros consumados vio practicar; reunió este un caudal de observaciones, que aplicadas con acierto, formaban el complemento del arte de torear. Este mismo sujeto las explicaba con sobrada exactitud y por tal razón se le reputaba con justicia por persona muy entendida en la lidia y autorizada su opinión hasta un punto indeterminado.
Juan Jiménez había escuchado a este señor como a un oráculo, cuando trataba sobre materia de toreo, y más principalmente sobre la utilidad de que los toreros, en general, fuesen “ambi-diestros”, o sea, torear y matar con ambas manos, de lo cual podrían sacar una inmensa ventaja, siempre que el toro fuese imperfecto, o se entregase a alguna de las suertes contrarias a la mano derecha del diestro. De estos sabio consejos, tomó Juan Jiménez un tanto y supo detenerlo en la imaginación, hasta que se le presentó una ocasión de realizarlo en los términos siguientes: Juan Jiménez firmó un contrato con la Plaza de Madrid, y en una de las corridas que tuvieron lugar, le tocó un toro “boyantón” y sencillo con los pases de muleta, pero que al lidiar se terciaba y se colaba, poniendo al diestro en una situación difícil, lo cual prometía un desgraciado incidente. Jiménez comprendió que era llegado el caso de ejecutar lo que en tantas ocasiones se le había recomendado, y como contase con valor suficiente para ello, no titubeó en cambiarse la espada y la muleta, y cambiando de mano los trastos de torear, le dio una estocada al toro que, en breves momentos, dejó de existir. Un clamor de palmas, olés y vítores resonaron por toda la plaza, y no faltó quien reputase esta suerte como una de las de más entidad, siquiera por lo poco que era usada en aquellos tiempos.
Visto por Juan Jiménez que esta suerte del cambio de mano dio tan buen resultado, volvió a practicarlo en distintas ocasiones y plazas, repitiéndola siempre con el más brillante éxito.
Expuestas ya las condiciones como matador, pasaremos por conclusión a formar el juicio crítico que este matador de toros nos merece. Bien pudiéramos reducir este a dos extremos, como son el de buena escuela y bastante valor, pero lo aplicaremos diciendo que sus medios de defensa en la lidia han sido causa, sin duda de que se le viera siempre con desenvoltura ante un toro, no obstante, sus limitadas facultades físicas.
Cabe señalar que Juan Jiménez fue padrino de alternativa de esa gran figura del toreo que fue Francisco Montes Paquiro. Era un torero que, si bien no figuraba como un artista consumado, no tampoco reunía esa cualidad tan admirada por el público que le llaman arte, si era un diestro con un valor, que le hacían muchas cosas de indudable mérito a los astados y daba la pelea a sus alternantes. Dejó de torear, propiciando que su nombre cayera en la sombra del olvido. En 1852, viejo y sin facultades, intentó volver a los ruedos. Su precaria situación lo hizo tomar la decisión del retiro definitivo de la fiesta brava. Nadie mejor que él sabía que sus mejores tiempos ya eran recuerdos y la condición física se le había mermado. Para vivir, como pobre y con dignidad, puso un puesto de venta de pan en el portal de su casa. Murió el 30 de octubre de 1866, y dos toreros de la época, Cúchares y El Tato, costearon la lápida en el cementerio de San Martín.

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