JUAN JIMÉNEZ “EL MORENILLO”
En el año 1794,
nació en Sevilla el torero de que vamos a ocuparnos en la presente biografía
taurina. Fue bautizado en la parroquia de San Pedro de la capital sevillana, y
en el mismo barrio creció hasta la edad de seis años. Poco prometen los de la
infancia de Juan Jiménez para que nos detengamos en hacer un relato de esta
primera época. Aplicado en la escuela primaria, empezó con el aprendizaje de
párvulos con bastante rapidez, bien por su natural viveza, ya por razón del
método que el encargado de su educación tenía adoptado, es lo cierto, que
apenas contaba Juan Jiménez seis años de edad, cuando se encontraba
escribiendo, y en disposición bastante adelantada. Un incidente de todo punto
desgraciado, vino a paralizar la enseñanza de Juan, pues en breve tiempo perdió
a sus padres, quedando huérfano por consiguiente y sin el único recurso que en
el mundo poseía. Triste es, por cierto, una situación de semejante naturaleza,
y más lo habría sido en aquellos momentos para el niño que era, y de quien
tratamos, si una tía, cediendo a los impulsos de compasión que su sobrino le
inspiraba, no se hubiera hecho cargo del cuidado de tan desafortunado niño,
pero esta no había meditado quizá el grave peso que sobre sus hombros se
echaba, y bien pronto se resintió de él, notando los gastos excesivos para su
posición que la educación de Juan le ocasionaba. En consideración a ello,
dispuso que este fuese separado de la escuela, dejándole con los escasísimos
conocimientos hasta entonces adquiridos, tan importantes en su esencia, como
todos sabemos que constituyen la más principal de las necesidades del hombre.
Tampoco había limitado esta señora sus proyectos a la resolución que hemos
dicho, eran más vastos, quería, además, con el ánimo de que su sobrino le fuera
menos gravoso, que se aplicase a un oficio de fácil ejecución y breve
aprendizaje, para que cuanto antes se agenciase en él la necesaria
subsistencia. Fue elegido zapatero, y seguidamente se le impuso a Juan Jiménez
de la medida últimamente tomada por su madre adoptiva, el cual la escuchó con
la impasibilidad propia del que no piensa obedecer. No obstante, se le buscó
maestro, se le hizo concurrir a su presencia, asistió Juan algunos días a la
tienda, pero no se dedicó a aprender lo que ciertamente era ajeno de sus
instintos. Semejante conducta, unida a una desaplicación especial, llamó la
atención especial, llamó la atención de la tía, que no economizaba medios de
castigo para obligarle más y más a sus proyectos. Esta circunstancia dio margen
a que Jiménez eludiese la vista de su tía, y para conseguirlo sin la
contingencia de poder ser hallado por aquella, encaminándose a la puerta de la
Carne, donde pasaba los días escuchando lances y suertes del toreo, que los
dedicados a esta profesión referían.
Impulsado
Juan Jiménez por la curiosidad que estas conversaciones le infundieron, se
acercó al Matadero, conocido por todos los taurinos, y como en él se
adiestrasen algunos toreros ejecutando suertes con los toros y vacas, que al
mismo eran conducidas para su sacrificio; Juan se decidió a practicarlo
también, seducido quizá por la influencia que esta ocupación ejerce sobre la
generalidad de los niños y jóvenes. Su tía en tanto, le buscaba con afán, no
solo por indagar su paradero, sino con el ánimo de precisarlo a seguir en el
oficio de los zapatos, lo cual no pudo la señora conseguir, porque Juan Jiménez
se separó de ella para siempre, mudando de domicilio al barrio sevillano de San
Bernardo. Nada más natural en un niño que había perdido el cariño de sus padres,
que tomara grandes decisiones cuando una mano tirana le oprime, obligándole a
tomar una senda contraria a sus instintos y afecciones. En esta ocasión quedó
probada tal verdad, pues no habiendo cálculo para meditar sobre el porvenir, se
arrojó a lo primero que se presentó a su imaginación.
Su
idea dominante era huir de quien sin justicia le prodigaba castigos, y a este
impulso obedeció sin consideración a ninguna otra razón de utilidad ni
conveniencia.
Se
despertó en Juan tan decidida afición por el mundo del toreo, que no procuraba
otra cosa que la salida de un becerro pequeño para ocuparse en torearlo de la
manera más apropiada a su temprana edad. Poco tiempo pasó sin que el
atrevimiento lo condujese a torear todo el ganado que entraba en aquel Matadero
sevillano, pues su osadía caminaba de acuerdo con la habilidad que adquiría en
la constante práctica. Tal vez los pocos años y su contextura, naturalmente
endeble y delicada, produjo en los demás toreros parasen la vista en quien con
tan escasos elementos se aventuraba a lo que el aprendiz de torero, y por esta
razón era objeto de aprecio, sin que por ello nadie le pidiese explicación
sobre su situación ni se declarase su favorecedor.
En
la ocupación que hemos descrito y guiado por sus propios instintos, permaneció
Juan Jiménez el dilatado tiempo de cuatro años, al cabo de los cuales contaba
este los doce años de edad y ya la fortuna saciada hasta cierto punto de serle
contraria, quiso mostrarse propicia, con la amistad de Curro Guillén, que
hechizado de verle tan joven, y toreando con cierta perfección, le propuso
llevárselo a Portugal, a cuyo punto se dirigía este célebre torero para cumplir
contratos de varias corridas de toros. Juan Jiménez acudió gustoso, y Curro
Guillén le presentó en aquella capital sin ajuste ninguno y sólo con el ánimo
de que se soltase completamente en la lidia. No fue muy económico en practicar
distintas suertes a toros que se lidiaban con la aprobación de Curro que le
dirigió en ellas, por lo cual dio motivo a que el público le cobrase un
decidido afecto, hijo del asombro que experimentaba a la vista de la ejecución
del niño en las complicadas y difíciles suertes que practicaba a cada paso. Con
este motivo por parte del asentista de la plaza, para que Juan Jiménez matase
un becerro, y Curro Guillén accedió (midiendo las facultades de Juan), con tal
que el becerro fuese de dos años.
Se
anunció la salida del improvisado matador, y provisto de una muleta a propósito
para su talla y del más ligero verduguillo de Guillén, mató tres becerros en
tres tardes diferentes, según lo había ofrecido, recibiendo en todas ellas
infinitas muestras de aprobación por parte del público, que lo admiraba, y la
retribución de media onza cada tarde que el empresario cedió a su favor, siendo
este el primer dinero del toreo que Juan Jiménez percibía. Dos años
consecutivos asistió a las corridas que se ejecutaron en la capital del vecino
país, y siempre dejó muy buenos recuerdos, merced a la protección que le
dispensaba el maestro Curro Guillén.
Concluido
el tiempo expresado, volvió a España, y su primer ajuste formal o sea por
cantidad convenida, fue el que realizó en el pueblo de Trigueros, en el cual se
comprometió a torear las distintas corridas que debían tener lugar, matando
además un toro en cada una de ellas, para cuya operación se le unió con igual
obligación, un hombre de bastante edad, llamado Manuel Correa, el que no sólo
dejó de ayudar a Juan en el toreo que se preparaba, sino que a pesar de haber
tenido precisión de matar los toros que a Correa correspondían, hubo de
compartir con él la mitad de lo ganado en las corridas, sin que este lo hubiese
merecido.
Por
esta época, en el año 1814, estuvo Juan Jiménez ocupado en torear por varios
pueblos de Andalucía, matando un toro en el Castillo de la Guardia, a pocos
kilómetros de Sevilla, tres toros en la villa del Arahal, y otros festejos en
varios puntos.
Llegó
el año 1815, y ya el torero ansiaba una ocasión de manifestar sus adelantos en
la lidia, que en esta época se le presentó, verificando su salida en la plaza
de Sevilla, ajustándose de media espada; siendo primera el aventajado Jerónimo
José Cándido, y segunda espada José García “el Platero”, también matador de
algún crédito.
Existía
en Sevilla por este tiempo, la antigua costumbre de lidiar un toro en los
encierros, el cual sufría la muerte después por el medio espada, y Juan
Jiménez, que con tal carácter se había contratado, fue el encargado de esta
operación por el tiempo de tres corridas que abrazaba dicho ajuste, lo cual
practicó a satisfacción de cuantos a este festejo concurrieron. Aquí creció en
cierto modo la reputación del torero, y con la ayuda de esta circunstancia
determinó torear en Madrid, para demostrar en la capital de España su valía.
Provisto
de una eficaz recomendación de Juan Núñez “Sentimientos”, se trasladó a la
Corte, donde llegó por la época del carnaval, en que se celebraban novilladas
con dos toros, que “Sentimientos” mataba; más en un periódico llamado El Diario de Madrid, apareció un
anuncio, el martes 7 de febrero de 1815, que decía:
“Por indisposición
que padece Juan Núñez “Sentimientos”, no puede matar los dos toros de la fiesta
de hoy, y lo verificará en su lugar Juan Jiménez, natural de Sevilla, nuevo en
esta plaza. Lo que se noticia al público para su inteligencia”.
En
esta tarde se lidiaban un toro de la vacada de Don Antonio Calleja, vecino de
Fuente Sauce, y el otro de Don Ventura Peña, de Madrid. Con este ganado se
estrenó Juan Jiménez en la plaza de esta Corte, y no fue, por cierto, en dicha
fiesta menos afortunado que lo había sido en Portugal. Acreditado ya con tan
buenos antecedentes, fue ajustado al siguiente año en la misma plaza de Madrid,
en clase de media espada y banderillero de Juan Núñez, segundo espada aquella
temporada, y primera el célebre Curro Guillén.
Llegó
la segunda temporada de este mismo año, y Juan Jiménez marchó a Valladolid en
unión de Francisco Guillén, con el fin de ayudarle, y matar el toro que tan
famoso torero le designase, mediante a que este se encontraba herido en un
brazo, de resultas de una cogida en Salamanca. Juan Jiménez cumplió como
siempre.
En
el año 1817 fue contratado a torear Curro Guillén en las plazas de Valencia y
Zaragoza, y como quiera que recordase este lo satisfecho que Juan Jiménez había
dejado al público ante quien había toreado el año anterior, no vació en
ajustarlo de banderillero y medio espada, no obstante acompañarle en el mismo
concepto el torero Juan León, de quien Curro Guillén era decidido protector.
Juan Jiménez, cumplió y mereció aplausos y vítores y repetidas muestras de la
aceptación con que el público le distinguía.
Pasada
esta época a que aludimos en el párrafo anterior, continuó este torero en el
ejercicio de su profesión, progresando con una rapidez extraordinaria, hasta que,
en el año siguiente de 1818, le condujo su buen hacer en el arte de torear, a
que fuese contratado en compañía del matador de toros Francisco Hernández,
conocido por “El Bolero”, para matar un toro por la mañana y dos por la tarde
en la plaza de Pamplona. En esta ciudad dejó muy buenos recuerdos, pues sus
facultades por entonces simbolizaban con el valor, y de estas cualidades no
podía menos de resultar una ventaja inmensa para quien las poseyese. En este
caso se hallaba el torero Juan Jiménez, que, en 1819, época en la cual había
adquirido cierta posición con su torería, y por no descender de ella, se veía
precisado a desechar algunos ajustes que en razón a su buen toreo se le
proporcionaban, tanto porque estos no correspondían a su condición y al
carácter que representaba, cuanto porque la retribución del trabajo para que
era buscado también aparecía en inferior escala a la que Juan Jiménez ocupaba.
En consideración a todo ello, se concretó por algún tiempo a torear en ciudades
subalternas, y en alguna que otra función extraordinaria, de las que tenían
lugar en la plaza de la Corte.
Aquí
adquirió su completa reputación, si asi podemos llamar al interés que
generalmente inspiraba a los aficionados. Fiel ejecutor de las suertes que los
toros reclamaban, las ponía en práctica con una serenidad y maestría
admirables, sin que ninguna exposición delante del toro, por grave que fuera,
bastase a contenerle en los peligros propios de la suerte. Con semejante
método, se creó un partido de seguidores, que no solo le servía para sostenerle
a una altura privilegiada, sino que hacían correr su fama por todas partes,
generalizando y dando una idea más o menos exagerada, según lo reclamaban sus
cualidades artísticas y las simpatías que a cada uno inspiraba.
Este
es el resultado que producen las voces que dicta la pasión, cuando se trata de
un hombre que depende del criterio del público; y aunque Juan Jiménez no se
encontraba en el caso de los que han sido favorecidos por la opinión que les
haya tributado un puñado de amigos o adictos, no obstante, se vio obligado a
poner de su parte cuanto cabía en el círculo de la posibilidad para no
desmerecer ni desmentir lo que de él se esperaba.
Incidentes
más o menos desunidos de fundamento organizaron por esta época dos partidos
entre los aficionados al toreo, los unos se declararon por el torero que
tratamos, y los otros daban la preferencia a un matador de que también
hablaremos, no menos digno por cierto de figurar en esta publicación, por su
especial mérito.
Obstáculos
de alguna consideración se presentaban a cada paso para aventurar la opinión de
cuál de los dos matadores de toros era el más perfecto y consumado torero,
ambos poseían condiciones sumamente dignas de aprecio, y los dos rivalizaban
con una igualdad poco común, a lo que contribuía eficazmente la identidad de
escuela que poseían. En semejante lucha existían los acérrimos partidarios de
uno y otro torero, y al presentarse el año de 1820, en el cual ya Juan Jiménez
figuraba como primera espada en muchas plazas de primer orden, contándose entre
estas la de Zaragoza, para la que estaba contratado el célebre Curro Guillén
por entonces, y por razón del desgraciado acontecimiento de su muerte, recayó
la elección en Juan Jiménez, quien se trasladó a la capital maña, lidió las
corridas que estaban previstas en la misma, llevando a Jerónimo José Cándido de
compañero, como retribución de los muchos favores que de este gran torero tenía
que agradecer.
No
defraudó, Juan Jiménez a sus seguidores, cuajando faenas y derrochando valor,
por lo cual se encontraba pleno de facultades, demostrando los recursos con que
se adornaba en distintas ocasiones, con que la cualidad de ciertos toros lo
precisaban.
Distintos
ajustes se le presentaron este año y en todos correspondió satisfactoriamente.
Al siguiente se le buscaba con afán, y avenidos en el contrato, toreó en la
plaza de la Corte con inexplicable éxito entre la afición. En varios años posteriores
fue también contratado Juan Jiménez, sin perjuicio de lo cual, toreó en
distintas plazas de provincias y también en Sevilla, sufriendo un percance y
lastimado en esta corrida, en la cual alternaba con el referido José Cándido, y
ya restablecido totalmente de su cogida toreó en las tres siguientes corridas,
con una acogida clamorosa del público, y terminada la temporada de toros
regresó a Madrid nuevamente, donde desde luego fijó su residencia.
Después
de estos sucesos y al aproximarse otra temporada taurina, fue buscado por
distintas empresas, y como prefirió la Plaza de la Villa y Corte de Madrid, por
convenirle a su forma de torear y de agradar al público, viéndosele torear esa
temporada como tenía costumbre y sin desmerecer de la justa reputación que se
le otorgaba. Algunos años después también siguió toreando en la misma plaza,
alternando otros contratos por provincias, toreando en todas las plazas
habilitadas para el toreo, recorriendo toda España, en diferentes épocas y
repetidas ocasiones.
Bosquejada
la historia de su vida taurina, ahora nos ocuparemos de las particularidades de
su biografía. Durante sus primeros años se hallaba dotado de una agilidad
extraordinaria, que le preservó en más de una ocasión de que los toros le
hirieran; comprensivo en cuanto cabe, producto quizá de su desmedida afición
por el toreo, le bastaba una advertencia para no olvidarla jamás y utilizarla
siempre que las circunstancias lo exigían. Aplicado desde su más tierna edad al
toreo de capa, por razón de sus facultades entonces eran nulas para otro
extremo, lo aprendió con notable perfección y supo sacas después de aquella
habilidad un distinguido provecho, haciéndose, en fin, notable por la defensa
de su capote, en la que cada día adquiría más y más seguridad ante el toro.
Pasemos
ahora a la clase que a esta sigue en categoría, conocida por la de
banderillero. Lo fue Juan Jiménez más fino que largo, pero con la ventaja de
hacer la suerte de ambas manos o sea de los dos lados, nunca se quedó rezagado
de sus compañeros, y por el contrario, prefiriendo siempre las suertes
difíciles a las de menos exposición, fue muchas veces aplaudido por los buenos
y entendidos aficionados. Su capote no hizo jamás un feo al toro, y siempre
dispuesto a la voz del matador que le ocupaba, no se hacía esperar, ni menos
entorpecía las suertes, en una palabra, no estorbó jamás en el ruedo.
Como
matador de toros fue corta la época de su apogeo, o bien en la que demostró que
ninguno le excedía; pero aquella pasó como una tempestad borrascosa, que deja
siempre señales de destrucción. Así ocurrió con Juan Jiménez. Las desgracias
que sucedieron a este torero en breve espacio de tiempo, hubieran inutilizado a
otro cualquier torero de menos recursos; pero este contratiempo hubo al fin de
producir sus efectos naturales y se le veía luchar con su incapacidad, y si
permaneció en candelero, fue solo debido a la bondad de sus cualidades como
torero y a su valor.
Mejorado
últimamente, volvió a hacerse notable; y guardando la alternativa que exigían
sus padecimientos, pasó considerado del público y aun con cierta deferencia,
que después de entrado ya en edad, supo conservar.
En
la primera década, que también podremos dividir en dos partes, suprimiremos los
extremos de que ya hemos hablado, y lo cual llamaremos ensayo; pero respecto a
la segunda parte de aquel tiempo, nos detendremos en clasificar lo especial y
notable que a Juan Jiménez pertenece. Su muleta llegó a perfeccionarse de una
manera admirable, y no le faltaba más que práctica para llamarse un aventajado
torero y general como pocos.
Después
que se colocó por su trabajo en el término que antes decimos, adquirió cierto
aplomo, inteligencia y arte, que con dificultad podrán hallarse reunidas tantas
circunstancias y de tal valía y recomendación. La vida artística de Juan
Jiménez ha sido bien conocida del público y este podrá juzgar la imparcialidad
que nos guía en nuestro relato.
Tampoco
dejó de hacer alguna invención de reconocido interés, que no queremos pasar por
alto. Se le debe la suerte de bastante utilidad, que cuando no generalizada, ni
puesta en práctica, demuestra, sin embargo, que puede ejecutarse con notable
aprovechamiento. Hablaremos de ella detenidamente y en los términos que su
entidad reclama.
Se
conoció en España hace muchos años, un ilustre caballero excesivamente
aficionado a la Fiesta de los Toros y afecto por consecuencia a los que a este
oficio se dedicaban, el cual hubo de adquirir conocimientos prácticos de
bastante importancia, que unidos a los teóricos que se había proporcionado con las
muchas ocasiones en que pudo discurrir sobre difíciles suertes que a toreros
consumados vio practicar; reunió este un caudal de observaciones, que aplicadas
con acierto, formaban el complemento del arte de torear. Este mismo sujeto las
explicaba con sobrada exactitud y por tal razón se le reputaba con justicia por
persona muy entendida en la lidia y autorizada su opinión hasta un punto
indeterminado.
Juan
Jiménez había escuchado a este señor como a un oráculo, cuando trataba sobre
materia de toreo, y más principalmente sobre la utilidad de que los toreros, en
general, fuesen “ambi-diestros”, o sea, torear y matar con ambas manos, de lo
cual podrían sacar una inmensa ventaja, siempre que el toro fuese imperfecto, o
se entregase a alguna de las suertes contrarias a la mano derecha del diestro.
De estos sabio consejos, tomó Juan Jiménez un tanto y supo detenerlo en la
imaginación, hasta que se le presentó una ocasión de realizarlo en los términos
siguientes: Juan Jiménez firmó un contrato con la Plaza de Madrid, y en una de
las corridas que tuvieron lugar, le tocó un toro “boyantón” y sencillo con los
pases de muleta, pero que al lidiar se terciaba y se colaba, poniendo al
diestro en una situación difícil, lo cual prometía un desgraciado incidente.
Jiménez comprendió que era llegado el caso de ejecutar lo que en tantas
ocasiones se le había recomendado, y como contase con valor suficiente para
ello, no titubeó en cambiarse la espada y la muleta, y cambiando de mano los
trastos de torear, le dio una estocada al toro que, en breves momentos, dejó de
existir. Un clamor de palmas, olés y vítores resonaron por toda la plaza, y no
faltó quien reputase esta suerte como una de las de más entidad, siquiera por
lo poco que era usada en aquellos tiempos.
Visto
por Juan Jiménez que esta suerte del cambio de mano dio tan buen resultado,
volvió a practicarlo en distintas ocasiones y plazas, repitiéndola siempre con
el más brillante éxito.
Expuestas
ya las condiciones como matador, pasaremos por conclusión a formar el juicio crítico
que este matador de toros nos merece. Bien pudiéramos reducir este a dos
extremos, como son el de buena escuela y bastante valor, pero lo aplicaremos
diciendo que sus medios de defensa en la lidia han sido causa, sin duda de que
se le viera siempre con desenvoltura ante un toro, no obstante, sus limitadas
facultades físicas.
Cabe señalar que
Juan Jiménez fue padrino de alternativa de esa gran figura del toreo que fue
Francisco Montes Paquiro. Era un torero que, si bien no figuraba como un
artista consumado, no tampoco reunía esa cualidad tan admirada por el público
que le llaman arte, si era un diestro con un valor, que le hacían muchas cosas
de indudable mérito a los astados y daba la pelea a sus alternantes. Dejó de
torear, propiciando que su nombre cayera en la sombra del olvido. En 1852,
viejo y sin facultades, intentó volver a los ruedos. Su precaria situación lo
hizo tomar la decisión del retiro definitivo de la fiesta brava. Nadie mejor
que él sabía que sus mejores tiempos ya eran recuerdos y la condición física se
le había mermado. Para vivir, como pobre y con dignidad, puso un puesto de
venta de pan en el portal de su casa. Murió el 30 de octubre de 1866, y dos
toreros de la época, Cúchares y El Tato, costearon la lápida en el cementerio
de San Martín.
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