P E P E-H I L L O
REGENERADOR DEL TOREO -
DISCÍPULO DE COSTILLARES
Pepe-Hillo, decía el célebre Montes, fue un torero de encargo, y
más general de cuantos se han conocido, y no es necesario haberle visto para
juzgar así de él. Pepe-Hillo nació en Sevilla el 14 de marzo de 1754 y murió con 48
años en la Plaza de Toros de Madrid, un 11 de mayo de 1801. Está enterrado en la
Iglesia de San Ginés de Madrid.
No
hay más que fijar la vista sobre las heridas que recibió, y las suertes que se
deben a su invención, y notaremos que son las más difíciles y expuestas que se
conocen en el toreo, y esto no es capaz de hacerlo sino el que tuvo mucho valor
y muy grandes conocimientos.
José
Delgado, conocido por “Pepe-Hillo”, abrió los ojos a la luz del mundo después
de mediados del siglo diecisiete, en la hermosa ciudad que ya hemos mencionado,
y en uno de los barrios extramuros al que los hijos del país dan el nombre de
Baratillo. Descendiente de una familia pobre, pero honrada, hijo de un
artesano, no sabía apenas leer cuando su padre le destinó un lugar en la banquilla, con el fin de que en el
ejercicio de zapatero se proporcionase el necesario sustento.
Pepe-Hillo
era un muchacho ágil, y no obstante su aplicación a oficio que hemos indicado,
despertó tan frenética ambición por el toreo, que a pesar de la prohibición de
su padre y del severo castigo que a cada paso le prodigaba, jamás abandonó su
idea. Cuando lo mandaba hacer algún recado, él se encaminaba al matadero con el
afán de tantear alguna res, bien fuera toro o vaca. El padre en cuanto se
distraía en alguna ocupación cualquiera, y el chico, aprovechándose de ello, se
escapaba sin que jamás le impusiera el temor del castigo. Inútiles eran todo
género de precauciones, pues su resolución no conocía límites y por todo
arrostraba. Sin duda una voz secreta le impulsaba, y a Pepe-Hillo no le era
dado corregirse. En su cabeza no existía otra idea que la de ser torero, como
así lo demostraba hasta en los vulgares juegos propios de su edad.
Algunos
años pasaron en esta lucha continua, que Pepe-Hillo sostenía con su familia,
mientras creció y pudo adquirir la aptitud necesaria para torear. Conseguido
tal extremo, y provisto de cuanto debía apreciarse para la profesión de torero,
no tardó mucho en vérsele figurar como tal, siendo el asombro de los que
presenciaban y sabía apreciar su trabajo.
Pepe-Hillo
se puso bajo la dirección de un gran torero de la época, Joaquín Rodríguez
“Costillares”, y bajo esta dirección, parece increíble la rapidez con que el
discípulo se impuso de las reglas que Costillares había establecido en la
lidia, y más dudoso aún la perfección con que las ejecutaba, con espanto del
mismo maestro, que, convencido de su especialidad, trató desde luego de
utilizar la primera ocasión para hacerle figurar como su segundo.
En
tal estado las cosas, pasó Pepe-Hillo a torear en varias plazas de España,
entre las que se cuenta la de la Corte, y como recibiera en todas ellas
señaladas muestras de aceptación, debidas a su mérito extraordinario, y de
ningún modo a la parcialidad, bien pronto se elevó su crédito a una altura que
rivalizaba con el de su maestro y con el famoso Pedro Romero, su contemporáneo
y compañero. Difícil sería explicar el método de lidia de Pepe-Hillo, puesto
que siendo un torero general que poseía todas las suertes conocidas hasta
entonces, y algunas otras debidas a su invención, siempre se le veía ejecutar
la que más reclamaba la condición del toro, por expuesto y difícil que
pareciese. Es indudable que estas propiedades se encuentran rara vez en una
sola persona, y de aquí la excelencia del torero, cuyos apuntes nos ocupan. A
una voluntad de hierro, unía un corazón a toda prueba; a un buen deseo,
agréguese el estímulo de su antagonista. Nada demuestra con más exactitud la
verdad de lo dicho, que las innumerables cogidas que tuvo y el número de
heridas que recibió. ¿Cómo negar a Pepe-Hillo los reconocimientos necesarios
para distinguir la entidad de las suertes que practicaba? Y si esto es cierto,
como no puede menos de creerse, ¿cómo comprender tantas cogidas? Ahí está
demostrado su valor sin ejemplo, que no sólo aventajaba a la inteligencia, sino
que esta carecía por lo regular de fuerza para, contenerle en los peligros.
Hemos
bosquejado al torero, y ahora nos haremos cargo del hombre José Delgado
(Pepe-Hillo). Reunía a su buen trato social, una gracia particular que le hacía
apreciable entre sus infinitos amigos y conocidos, y también entre otras muchas
personas notables por su rango y jerarquía, que se disputaban la vez en
tributar obsequios al torero. Esta posición, ciertamente envidiable, era la que
disfrutaba Pepe-Hillo, contando con el favor de todos los que valían en la
Corte de España. Muchas personas se cuentan en el número de sus más decididos
apasionados, y entre ellos los Duques de Osuna, que en repetidas ocasiones le
prodigó sus favores.
Hecha
esta reseña, volveremos a hablar de toreo para dar a conocer sus desgracias. En
la primera temporada del año 1801, hallábase Pepe-Hillo de primer espada en la
plaza de Madrid, alternando con José Romero, cuya temporada sería la última
para él. Llegó la corrida del 11 de mayo, y el séptimo toro que en ella se
lidió fue el que arrancó la vida a este célebre matador. Las circunstancias
ocurridas en este desgraciado trance se refieren de varios modos, pero ninguno
nos merece más crédito que el expresado por una carta que insertamos íntegra,
digna de figurar en este blog, tanto por su contenido, cuanto por la importancia
de las reflexiones que hace. Una rara casualidad ha hecho llegar este
documento, que creemos no existe de ella ningún otro ejemplar, y dice así:
“Amigo mío: En
las fiestas ejecutadas aquí ayer, estuvieron demasiado expuestos los toreros de
a pie, y especialmente los estoqueadores, con varios toros, libertándose de
ellos más por un efecto casual y feliz, que por el de su notoria destreza, a
causa de hallarse corridos anteriormente, y por lo mismo, en el caso de no
poderse burlar o sortear, por medio de los auxilios y reglas, que para
conseguirlo son propios del arte, que con innegable crédito desempeñan los
insinuados maestros.
Siempre que se
han corrido toros de dicha clase, ha presenciado el público idénticas
contingencias, como nos lo recuerda la triste memoria de los muchos que han
sido víctimas de ellos, y sobre todo la que acabamos de experimentar.
Únicamente me propondré por ahora hablar del mencionado séptimo toro, que fue
el que causó el terrible sacrificio, de que se hará la más comprensible
demostración.
Sólo recibió tres
o cuatro varas, a las que entró siempre huyendo de los caballos, por ser para
estos demasiado cobarde. Después, con mucha maestría le puso un par de
banderillas el aplaudido banderillero Antonio de los Santos, y seguidamente le
clavaron otros pares Joaquín Díaz y Manuel Jaramillo. Luego se presentó a
matarle Pepe-Hillo. Le dio tres pases de muleta, los dos por el orden común, o
despidiéndole por la izquierda, y el restante de los que llaman de pecho, con
el cual contra las tablas en que le encerró la mucha prontitud con que se
revolvió el toro algo atravesado, de resulta de haberle dado el segundo pase,
no hallándose puesto aquel en la mejor situación. Estando ya en la fatal de la
derecha del toril, a corta distancia de él y la cabeza algo terciada a la
barrera, se armó el matador para estoquearle; le trasteó, citándole, o
llamándole la atención a la muleta, deteniéndose y sesgándose algo más de lo
regular, se arrojó a darle la estocada a toro parado, y le introdujo
superficialmente como media espada por el lado contrario o izquierdo. En este
propio acto le enganchó con el pitón derecho por el cañón izquierdo de los
calzones, y le tiró por encima de la espaldilla al suelo, cayendo boca arriba.
Bien porque el golpe le hizo perder el sentido, o por el mucho que pudo estar,
para conocer que en aquel lance debió quedar sin movimiento; es lo cierto que
careciendo de él, se mantuvo en dicha forma y el toro cargó contra él con la
mayor velocidad, y ensartándole con el cuerno izquierdo por la boca del
estómago, le suspendió en el aire y campaneándole en distintas posiciones, le
tuvo más de un minuto, destrozándole en menudas partes cuantas contiene la
cavidad del vientre y pecho, con más de diez costillas fracturadas, hasta que
le soltó en tierra inmóvil, y con sólo algunos espíritus de vida. Esta la
perdió enteramente en poco más de un cuarto de hora, en cuyo intermedio se le
suministraron todos los socorros espirituales que son posibles a la piedad más
religiosa.
Aunque
sorprendidos los compañeros del desgraciado a presencia de una tan pavorosa
catástrofe, y conociendo ser realmente punto menos que inevitable el riesgo de
perecer a que se exponía para quitar el toro de la inmediación al ya casi
cadáver (en un sitio tan sin recurso en aquel caso como es el de la puerta del
toril, superó a esta previsión de su evidente precipicio el ardor con que se
metieron con él, mudando con los capotes la situación del toro. También lo
emprendió, en cuanto le fue posible el celo de Juan López, procurando ponerle
una vara a caballo levantado, (a su ejemplo deben respectivamente ejecutarlo
todos los picadores, siempre que estén en peligro sus compañeros, o los de a
pie, asó como estos lo hacen a cada instante con aquellos, a cuyo fin es
indisculpable en unos y otros aun el menor descuido y falta de tino para prever
el resultado de las buenas y malas suertes).
Inmediatamente
José Romero tomó su espada y muleta, y usando del superior manejo que tiene en
esta, y de la intrepidez que con aquella recibe los toros a muerte, se la dio a
la fiera de dos bien dirigidas estocadas, con todo el denuedo y serenidad de
espíritu que acostumbra y graduando las críticas circunstancias que le hacían
multiplicadamente más difícil.
Muchos son los
lances que pudieran individualizarse, en que constantemente dio pruebas nada
equívocas de su sin ejemplar valor el héroe de esta trágica memoria, con
singularidad después de haber sido gravemente herido con 25 cornadas, en otras
tantas azarosas suertes, que repartidas en todo el cuerpo recibió en el curso
de su vida; pero en ninguna comprobó más su presencia de ánimo, que en la
última en que con admiración le vimos forcejeando sobre los brazos, apoyadas
las manos al pitón que tenía atravesado para desprenderse de él, hasta que ya
quedó con la cabeza y demás miembros descoyuntados, caídos y hecho un objeto de
la más insignificable compasión. Esta se renovó en la mañana de hoy por las
innumerables gentes que ocupaban las dilatadas plazas y calles que hay desde el
Hospital General, en que estaba depositado el cadáver, hasta la Parroquia de
San Ginés, en que fue sepultado y conducido con una laudable y edificante
profusión, dispuestas por la gratitud de su amado discípulo e inseparable
compañero Antonio de los Santos.
No hay documentos
que más impresión hagan para remedio de toda clase de infelicidades, que la
representación de ellas mismas, analizando sus causas para contrarrestarlas y
precaverlas en lo sucesivo con los antídotos que nos cita la propia
racionalidad. A la notoría de V. (unida a su extraordinaria pericia en el
práctico y especulativo arte de lidiar toros a caballo y a pie), juzgo sea de
la mayor satisfacción darle una sucinta idea del fruto que debiera producir la
fatal escena, que apenas me ha permitido detallar el acervo dolor con que a
todas horas se presenta en mi angustiada imaginación. Libre esta algún tanto de
la aflicción que la agita, me he puesto a meditar, que las corridas de toros no
son otra cosa que una especie de lucha o batalla, que el valor de nuestros
compatricios tienen adoptada como un galardón del que les es característico;
que bajo este concepto y otros (que por consultar la brevedad omito), nos están
permitidas lícitamente por la Potestad Suprema, en la inteligencia de que la de
los españoles, en virtud de su habilidad, constituyen remoto el peligro de sus
vidas, y que no verificándose así con los toros de la enunciada clase, para
salvar este género de violación, para no infringir las sagradas leyes de la
naturaleza, y para que con sobrado fundamento las gentes y naciones cultas no
censuren de bárbara esta diversión, se hace indispensable apelar a los recursos
que nos cita la razón y la prudencia. Estos, pues, son el de prohibir en todo
el reino, con las combinaciones que exige la importancia de la materia, que los
criadores o dueños de toros que se hayan corrido dentro o fuera de poblado
desde que nacen, puedan venderlos para lidiarlos en las plazas, a imitación de
lo que con notorio crédito de sus vacadas y aumento de sus intereses, ejecutase
los señores Gijón, Bello, Guadalain, Espinosa, Cabrera, Vázquez, Marín,
Trapero, los Gallardos y otros. Que a los asentistas o sus comisionados que los
compran sin asegurarse hasta el último extremo de lo referido, que se les
castigue con el indicado rigor,, que sin violencia (de lo que será responsable
su autor) sigan trabajando en las funciones donde metan toros, que desde luego
conozcan, como es su obligación, que no es tan sencillo, y si desengañados de
los objetos, ardiles y medios con que los
burlan, acometiendo por lo común con aquel género de picardía o
probabilidad que les infunde su natural instinto para hacer casi inexcusable el
peligro.
Es evidente, que
a pesar de lo expuesto, podrá correrse algún otro toro, que por razón de ser
viejo, esto es de más de cinco o seis años, que es cuando están con su mayor
poder y valentía, por demasiado cobarde, u otra accidental causa que se deba
considerar comprendido en la clase expresada. En estos casos es muy
consiguiente, que la sabia y superior prudencia de los magistrados que presidan
las plazas, prevenidos indirectamente por el lidiador u otra persona de su
confianza, que en realidad tenga todo el conocimiento necesario al efecto, le
mande echar perros; en lo que no solo se evita el riesgo de las inapreciables
vidas de los actores, si no es que al propio tiempo se divierte el público en
disfrutar de unas luchas que le son de la mayor complacencia, y de tiempo inmemorial
se han mirado como anejas e inseparables de las funciones de los toros.
Aunque para la
muerte de los que reprobados pudiera usarse del asta o cuchilla, que llaman
guadaña o media luna, tiene entre otros inconvenientes el de que cuando están
distantes de la barrera, y no se les puede con el capote aproximarse, es
difícil y peligrosa la operación de desjarretarlos, tanto para los que la
ejecutan como para los que es indispensable ayuden al efecto. A esto se sigue
ser necesario asaetar los toros por las costillas con la espada, y después
acabarles de matar con la puntilla o cachetero. Dichas maniobras son por lo
común dilatadas, y como a esto se agrega lo fastidioso que es ver dar vueltas
por la plaza sobre los corvejones a un animal.
Habiendo
únicamente tratado de precaver el próximo riesgo de los lidiadores de a pie,
nos resta el que con la misma concisión lo ejecutamos con los de a caballo. Los
propios sentimientos de humanidad y racional precisión, que hablando de
aquellos que quedan significados, me impulsan hacerlo de estos. Ya queda
expuesto y convencido, hasta la mayor evidencia, que la explicada diversión, ni
es racional, ni lícita en los propuestos casos, y ahora añado, que en los
trágicos que continuamente ocurren con los picadores, se hace más indispensable
su corrección. Es cierto que la costumbre de ver a cada instante caer y sacar
estropeados de las garras de la muerte a los picadores, nos hace mirar sin toda
la sensación que corresponde, el abandono de sus vidas, ni contemplar que,
aunque pocos las pierdan en las plazas, son muchos los que de resultas no
llegan a viejos, o quedan lisiados o enfermos.
Y si por
desgracia, la expresada inconsideración que nos conduce a estar como familiarizados
en ser indolentes testigos de semejantes tragedias, no disminuye en modo alguno
la esencia de ellas, ni la de los consiguientes cargos a que su presencia nos
conduce, ¿Por qué no hemos de buscar el urgente medio de moderar aquello? Este
es el de que por ningún respeto se consienta la salida de picadores, intrusos,
de desconocida o poca acreditada habilidad. Que los que se admitan ser
representen en caballos de su entera satisfacción. Que las púas de las varas
estén proporcionalmente desnudas y sin los extremados topes, que imposibilitan
la defensa de los hombres, es que en viendo que sin el inevitable riesgo de ser
atropellados, caídos y hechos una miseria por los toros, no puede
contrarrestarlos la habilidad y el poder, después de habérsele puesto seis u
ocho varas, cuanto más, se mande banderillearlos.
A excepción de
algún otro individuo de los pocos que suelen informarse en el hecho de
precipitar a los toreros con abominables insultos, o con indirectos aplausos,
en el acto de las corridas, en sus concurrencias y tertulias, y aún esparciendo
cartas y relaciones, en que tienen la gran debilidad de no poder exagerar el
mérito de los que llaman sus apasionados, sin vituperar el de los demás
lidiadores, censurándoles generalmente perjuicio de los mismos que en su
obstinada preocupación y capricho celebran, repito, que a excepción de los
insinuados enemigos de la humanidad, la del todo el pueblo racional y culto
desea, que el valor y la destreza de los lidiadores triunfe de la terrible
ferocidad de los toros, como generalmente se logrará, haciendo el mérito debido
de las precauciones manifestadas.
Muy interesantes
son, sin disputa, todas las reflexiones que van expuestas, si se atiende a su
intergiversable esencia, y a la sinceridad y buen espíritu con que van
producidas.
Nadie, contemplo,
que dejará de confesarlo así, aunque en el particular no tenga otras nociones
que las generales que inspira la racionalidad más común. Tampoco me persuado
que a la misma se oculte otro de los puntos, en que con incomparable
superioridad a los tocados se debe fijar la atención en honor a la humanidad.
Esta clama por el ejecutivo remedio de que el público no le veamos en muchas
corridas ser objeto de la furia de los toros que saltan a los tendidos, y que,
aunque pocas veces, han sido algunas en distintas plazas a la grada cubierta y balcones.
Para impedir estos dolorosos resultados, deben ejecutivamente vencerse todos
los obstáculos que se puedan oponer, por más dispendiosos e insuperables que
parezcan.
Si tanto en este
punto, como en los demás expresados y que convengan tocarse, se lograra la
reforma que es de esperar, las obras pías y públicas, interesadas en los
productos de las funciones, los multiplicarían con superabundancia en la mayor
concurrencia de las innumerables gentes, que, por no verse en los explicados
conflictos personales, ni miran en los demostrados a los lidiadores, dejan de
asistir a las corridas.
Contestando a lo
que la bondad de Vd. se sirve preguntarme en razón de lo que me parece de las
estocadas a toro parado, y aun cuando arrancan a desproporcionada distancia,
como también, en qué sostengo la opinión de ser utilísimo que los toreros de a
pie, igualmente que los de a caballo, fuesen bi-diestros, digo, que las
estocadas al volapié (inventada por la refinada y original destreza de
Costillares), con el fin de que las clases de toros que le designaran, y antes
se mataba de muchas estocadas con demasiado riesgo, en el día le rematan con
incomparable menos, que cuando embisten y con la prontitud que vemos
(únicamente deben usarse con los que por cobardes, cansados, débiles, vencidos
de las varas y banderillas u otra inopinada causa, no parten y consienten que
el lidiador se les aproxime lo necesario al efecto, estando en la suerte que corresponde;
en cuyo acto no debe detenerse en arrojarse al toro, por las muchas y poderosas
razones, que por no dilatar me reservo.
Los toros en que
no militan dichas circunstancias, deben estoquearse arrancados, y avanzando de
más o menos retirado, según lo pida la proporción oportuna que se presente. En
este supuesto, los que se hayan de estoquear así, conviene queden con el poder,
que es útil pierdan punto menos que del todo, para verificarlo al volapié. En
los matadores notamos, que unos los matan con más lucimiento y facilidad de
aquel modo, y otros de este. Penetrada por el magistrado dicha variedad,
infiero hará la debida objeción para medir y disponer al indicado efecto cuanto
debemos esperar para la complacencia del pueblo y a la seguridad y brillantez
de los estoqueadores.
Estos al propio
tiempo deben cortar el abuso de los muchos capotazos, que por lo común vemos en
los ruedos, hacen quites y corren los toros fuera de propósito, enseñándolos a
que traigan la cabeza alta, no obedezcan al engaño, le desarmen con incesantes
derrotes, y en una palabra, les conviertan de sencillos en pícaros, reparados y
detenidos para el estoque, banderillas y demás suertes. Al mismo tiempo
conseguirán que libre la plaza de tantos objetos como distraen la atención de
los toros, les partan sin la incertidumbre que aumenta imponderablemente el
riesgo de unos y otros lidiadores; y por último, se acusará el incidente,
tropel y confusión que causa el concurso de un gran número de operarios que
deben existir entre barreras hasta que les toque el turno de su salida.
Por lo que mira a
las razones en que fundamos las ventajas que produciría el que los toreros
fuesen “bi-diestros”, no es necesario otra prueba que la de reflexionar, que
casi en todas partes de la plaza se hallarían en su suerte, pues la que fuese
mala a una mano seria por lo general forzosamente buena para la otra, por lo
que, ni los toros tuertos del ojo derecho, el estar picardeados o resabiados
por el propio lado, ni otros muchos inconvenientes que se tocan en el día, se
graduaría de tales por los que indistintamente usasen ambas manos. Por hacerlo
así, en lo respectivo a la suerte de banderillas Sebastián de Vargas y otros de
los que componen las cuadrillas de esta plaza, no solo los ha constituido en la
esfera de sobresalientes, si en la de trabajar con mucha menos contingencia que
los que únicamente parean, por un lado.
En innumerables
oficios y artes de mayor dificultad que el de torear (para lo que es la
agilidad de ambas manos) vemos que los ejercitan con igual manejo, sin embargo,
de que les interesa su individual provecho y seguridad incomparablemente menos
que al lidiador. Luego ¿Por qué éste no debía esmerarse en una adquisición que
tanto le interesa?
No pudiendo
olvidar las dolorosas consecuencias a que conducen unas desgracias semejantes a
las mencionadas, creo firmemente que si llegase el afortunado día en que los
toreros reflejasen como deben, establecerían un Montepío para los que se
retirasen, inutilizaran, viudas y huérfanos de los que fallecieran; cuya
fundación es quizá más urgente que todas las de su clase y que hay creadas,
atendidas las razones en que han cimentado.
Reitero a Vd. el
inalterable deseo que en todas distancias y situaciones me dispense preceptos
en su obsequio.
B.L.M. de V. su más apasionado amigo y
servidor: J.T.”. Madrid 15 de Mayo de 1801.
Concluiremos
los apuntes de la desgraciada muerte de Pepe-Hillo, copiando los tres sonetos y
el epitafio que en el mismo documento se leen, contentándonos con lo expuesto;
pues ¿a qué más comentario? Cuando una desgracia de igual naturaleza pone fin a
la vida de un hombre, cual este de que tratamos, y que era tan apreciado del
público, el silencio es el lenguaje más expresivo que usar se puede.
No
dejaremos, sin embargo, de decir que el toro que ocasionó tan cruel catástrofe,
pertenecía a la antigua ganadería de Peñaranda, y que la cabeza disecada, se
halla colocada en uno de los salones de la Historia Natural de Madrid, donde se
observa con cierto respeto quizá por conservar la memoria de aquel desgraciado
acontecimiento.
A José Delgado
(Pepe-Hillo)
Sonetos I
Hombre tanto en la
suerte desgraciado
Cuanto animoso en
la difícil suerte:
¿Cuántas veces en
los brazos de la muerte,
¿Te vió el
espectador por arrestado?
Lidiador, que a
las fieras presentado
Con arte y gracia,
osabas atreverte
Despreciando el
peligro de exponerte,
Por agradar a
tanto apasionado.
¿Qué mucho que tu
muerte yo temiera,
si para ti
guardaba yo mi gloria?
Escena tal, ¡oh,
nunca yo lo viera!
Más no podré
olvidar tu triste historia,
Que, aunque postró
tu vida horrible fiera,
Eterno vivirás en
la memoria.
II
Aquí yace
mortales, quien venciendo
Del feroz bruto la
violenta saña,
Triunfó mil veces
con destreza extraña
Vítores repetidos
consiguiendo.
Murió por fin, al
golpe más tremendo
Que en su cerco
gentil miró la España
Y aun viéndolo
discurre que se engaña
Y que no escucha
el popular estruendo.
Vosotros,
lidiadores, que animados
De aplausos
necios, e intereses pocos
A igual riesgo
corréis precipitados,
Dejad en el
momento de ser locos,
Conociendo en tan
trágica experiencia
Que no hay arte a
frecuente contingencia.
III
Aquel valiente
toreador, que el pueblo
Aclamó justamente
veces tantas
A cuyo brazo
diestro e invencible
Despojos abortó
Tajo y Jarama.
Aquel, que a la
cerviz más fulminante
De Gijón, Colmenar
y Guadarrama
Vió rendida a sus
pies, los que gloriosos
En raudales de
púrpura pisaba.
Yace al golpe
fatal de armada testa
No al miedo lo
causó, sí la desgracia
Que si el gran
Romero la fortuna
Pepe-Hillo, el
animoso, disfrutara.
Ni la fama de
aquel fuera tan una
Ni este en la
sepultura se mirara.
Epitafio
Pasajero, aquí
yace sepultado
Aquel famoso
Pepe-Hillo, aquel torero
Que habiendo sido
siempre celebrado
Tuvo al fin
desgraciado paradero
Detén el paso,
miradlo postrado
No celebres su
orgullo lisonjero
Pues toda gloria
vana desfallece
Y el que busca el
peligro, en él perece.
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